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Canción de muerte

1989

 

La oscuridad se hizo en sus ojos. Extrañas noticias, extraños gritos, frases de un idioma desconocido, imágenes de carros en combate de los que no tiran animales, dragones metálicos escupiendo fuego, chillidos de armas que no conocía. Corrían en su mente como recuerdos olvidados de un negro pasado. El guerrero no comprendió que veía imágenes de otra mente en un mundo distinto al suyo.

Un cuerpo se revolvía sudoroso en el negro sofá de skay. Las manos rugosas de los cincuenta agitándose ante el congestionado rostro que producen las pesadillas. Frenético, intentaba apartar los fantasmas que mordían su cerebro. Consiguió arrancarlos en el ronco grito de la lucidez. Aparecieron las formas conocidas de su salón. El facsímil aumentado de un billete con su rostro veinte años más joven, el jarrón oriental adquirido en el barrio chino barcelonés, del que le aseguraron ser de importación pero en cuyo interior versaba Made in Spain, el prominente busto de una señorita aparecido en las páginas centrales de un Interviú, la Olivetti que su difunta madre le regaló en su vigésimo segundo cumpleaños y que le había estado dando de comer gracias a los relatos que publicaba en una revista vanguardista de cómic.

Él había soñado con su guerrero literario nacido en un calenturiento sueño en las Navidades del año anterior. Decidió matarlo. Sentado ante su Olivetti demacrada comenzó a golpear con letra mayúscula «CANCION DE MUERTE». Seis horas después pulso el punto y dio por finalizada la vida de su beligerante de papel, dobló los treinta y siete folios que componían la muerte de su hipnosis, colocándolos en el bolsillo interior de su americana. Se sirvió un generoso vaso de coñac y salió al encuentro de la noche.

Ante la entrada caoba de un apartamento de la calle Serrano los gemidos de amor se fundían con los ruidos de la gran ciudad. El creador hizo sonar el pulsador rompiendo el orgasmo de los amantes tras la puerta rojiza. Cagándose en Dios, su editor apareció semidesnudo ante el escritor acabado, consumido y destrozado que en perfecto escorzo sostenía las hojas con la muerte. Alargó la mano, tiró de las páginas y cerró la puerta sin mediar palabra. Cuando el autor arrancó su BMW de una coz, los jadeos y risas volvieron a surgir del domicilio. Su cabeza y corazón estaban de acuerdo, querían emborracharse de licor y mujeres.

Se dirigió al centro de la ciudad.

Al llegar la hora maldita en que los bares cierran y el alma necesita un cuerpo que acariciar, el escritor recostado en la húmeda pared de un callejón, con la botella sin ginebra y el vómito en su atuendo, vio la voluminosa aparición del guerrero. No Matarás. La famélica figura alcoholizada se levantó, eructando el fétido aliento de la desesperanza. Alzó la espada sobre la cabeza, preparándose para ejecutar el vuelo de la golondrina. Dos potentes focos de coche policial iluminaron la escena de otro siglo. El acero giro por las estrías tubulares del revólver reglamentario, adquiriendo la potencia necesaria para desgarrar tejidos.

Tensó los músculos heroicos y la golondrina comenzó su vuelo.

Dos cuerpos metálicos rompieron la atmósfera.

Cuando el primero alcanzó su blanco, el hombro del guerrero sintió que en este tiempo el noble acero ha quedado reducido a pequeñas bolas que abren la sangre del enemigo.

El segundo acero cortó piel, arterias, músculo, hueso, músculo, arterias, piel y cortó el tiempo para desaparecer en el abismo que le trajo.

Tan sólo los dos asombrados policías presenciaron el choque sordo contra el pavimento de una cabeza borracha. Décimas, y cayó el cuerpo cubriéndola.

Ahora veía caballos tirando de miles de carros que entraban en combate, las luchas continuaban, pero eran guerras que conocía. Aún mantiene otro mundo en su hombro.

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