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Desengaño en el Barroco ibérico: Antonio Lopes da Veiga

Siguiendo con nuestro catálogo de pensadores heterodoxos de nuestra historia, hoy abordaremos la figura de un portugués, Antonio Lopes da Veiga, que nació en Lisboa aunque vivió la mayor parte de su vida, hasta su muerte, en Madrid y trabajó en la corte de Felipe III. No conocemos con precisión su cronología, sólo que aún vivía, y era ya septuagenario, a finales de la década de 1650. Ocupó algunos cargos importantes y fue apreciado por sus contemporáneos. Escribió algunas obras en verso y otras en prosa; éstas últimas, de cariz filosófico, son Heráclito y Demócrito de nuestro siglo, Paradoxas racionales y El perfecto señor, sueño político. El portugués aborda, de forma sumamente original, uno de los temas característicos del Barroco, el asunto del desengaño y la figura del desengañado.

Si en don Quijote el desengaño es un ardid del poder para que abandonemos nuestra peculiar visión del mundo y abramos los ojos a la objetividad común, en Lopes da Veiga el hecho se produce a la inversa. El punto de partida de la filosofía de este oscuro y desconocido personaje del siglo XVII ibérico es su valoración de lo particular, de lo individual por encima de lo común.

«Sobre opiniones comunes poco se puede escribir curioso. Ya está muy andado todo, i mucho lo quedan andando todavía. Provemos la mano contra lo más recibido, siquiera por convidar a ver cómo prueba».[1]

Por tanto el desengañado no será el que abra los ojos a lo común, sino el que los cierre ante ello. Don Quijote sería el desengañado, nunca Alonso Quijano. Si para Cervantes el desengaño se plantea con tintes negativos, para Lopes da Veiga lo hará con otros eminentemente positivos. El desengaño es aquello que nos hace superar los prejuicios que constituyen la red de hábitos en que nos movemos. La costumbre es la auténtica fuente del engaño[2]; nos dejamos llevar de continuo por un conjunto de creencias a las que no hemos sometido al tamiz de la razón; creen­cias que ponen ante nosotros un intenso velo que hace parecer real a lo que no lo es, que nos engañan en nuestras apreciaciones sobre la auténtica valía de las cosas, de los hechos.

Hay en Antonio Lopes da Veiga una muy interesante valoración de la particu­laridad; sin embargo, no es la particularidad del loco don Quijote la que persigue sino la de la preponderancia de la razón, la del libre juicio del individuo sobre las cargas de los prejuicios colectivos. Quien se engaña, si seguimos el Quijote, es el desengañado de las Paradoxas racionales. El que vuelve a lo razonable y el que se aleja de ello ocupan respectivamente en cada una de estas obras el papel del desengañado.

Pero sigamos con más precisión el hilo de su pensamiento. Como decíamos, su punto de partida se encuentra en una apreciación negativa de las opiniones comu­nes. La verdad no se halla en la opinión general y mayoritaria sino en el juicio autónomo e individual, en el criterio libre de quien no se deja llevar por el engaño encubierto en la costumbre. Las Paradoxas racionales llevan adelante este proceso liberador con una fuerza aplastante. Sólo expurgaciones axiológicas como las lleva­das a cabo por Espinosa o Nietzsche pueden semejarse a la realizada por Lopes da Veiga. El planteamiento es como sigue: las opiniones comunes son prejuicios que encubren la falsedad; llegar a la verdad de las cosas, desengañarse, es una labor que pasará ineludiblemente por una búsqueda sistemática de esas opiniones para, una vez descubiertas, poner a la luz la fuente de engaño que realmente son. Puesto que las opiniones comunes son la fuente de los valores que integran la sociedad, filosofar será realizar un soberano esfuerzo de transmutación de valores, de libe­ración de prejuicios; desengañarse será vincularse a una praxis nueva alejada de los usos sociales en boga y, por tanto, opuesta a la manera común de comportarse. Así, pues, dirá nuestro hombre:

«…perdonen los engaños comunes, que a mí no me hicieron racional para sentir y caminar como bruto, siguiendo los pasos de los que van delante i tratando más de ir por donde se va que por donde se ha de ir…»[3].

Ese poner en tela de juicio las creencias, usos y acciones humanas para des­cubrir en ellas el engaño agazapado en la costumbre, parece la labor fundamental del nuevo arquetipo humano: el desengañado. El hombre racional, olvidándose de lo común, sólo obedecerá al dictamen de su razón, a su criterio personal que deberá siempre, como primer paso en el análisis, no fiarse de aquello que normal­mente es guía de la acción de los demás hombres. Es preferible arriesgarse a caer en lo extravagante antes que naufragar en el engaño de lo común.

El pensamiento de Antonio Lopes da Veiga deriva desde aquí a la aplicación a casos concretos de esos rasgos generales hasta el momento indagados. Hay en esa su criba de valores un aspecto que por su modernidad nos interesa sobremanera, se trata de su pacifismo visceral. En un mundo radicalmente violento, en una sociedad que valora más a las ideas que a los hombres y que, por tanto, no duda en imponerse a aquéllos por la fuerza, resulta indudablemente «paradójica» la acti­tud de este extraño portugués que predica, contra el inmenso oleaje de las opiniones comunes, que la fuerza no debe medirse por la fiereza militar, que los militares son lo peor que padece la humanidad, que las guerras sólo causan ventaja a unos pocos hombres que continuamente, y por ello, las provocan, que hemos de mutar nuestras concepciones más íntimas, nuestros prejuicios más asentados sobre la valentía para cambiar esta situación que de hecho se produce y que sólo trae consigo la asolación de la humanidad. A este respecto su proposición fundamental viene a decir «que la profesión de las armas es una brutalidad indigna de hombres. I que el valor militar se debe antes llamar fiereza que valor»[4]. . En su demostración pasa funda­mentalmente por una catalogación psicológica de los militares. No le duelen pren­das a nuestro autor al reseñar que éstos son «unos assasinos o verdugos autori­zados de los principes i pomposos carniceros del género humano».[5].  Amén de estas consideraciones subjetivas, aborda también otras de tipo sociológico; buscará, desde esta perspectiva las causas de las guerras y encontrará que la ambición y la codicia es lo que mueve a los hombres a guerrear entre sí. Hablará también de cómo las motivaciones ideológicas encubren esta realidad. Por su parte desvelará este prejuicio diciendo que son siempre «respetos temporales» quienes incitan a la violencia y la conquista y no cuestiones ideales o religiosas como en aquel momento parecía defenderse. En última instancia, lo que subyace tras todo este teatro de apariencias es una concepción absoluta del poder. Es la codicia del príncipe la que le incita a extender su poderío, no ya al dominio colectivo o externo de sus súbditos sino también al interno, al ámbito de la conciencia.

Toda la tramoya de la imposición ideológica que el Estado, durante el Barroco, propicia queda aquí al descubierto. El dominio de los gobernantes, representantes, por otro lado, de lo común, se absolutiza al máximo. La presión de la sociedad sobre el individuo queda así descubierta en la obra de Antonio Lopes. Los meca­nismos de imposición aparecen de modo absolutamente sutil; tras descubrir que la esclavitud de los cuerpos es radicalmente insuficiente, traman poner en práctica la tiranización de las almas. Su herramienta será la difusión cultural de un código ético que subordine el bien individual a los altos intereses del Estado, de la colec­tividad, de las ideas y, en fin, de cualquier sistema donde lo humano aparezca objetivado y no en su singularidad radical. Dado que sólo podemos dominar aquello que comprendemos, dado que lo real sólo es gobernable en tanto que racional, el poder trata sobre todo de racionalizar al individuo, de comprenderlo y, para ello, de homogeneizar sus conductas, de hacernos lo más autómatas posible. Sólo así el dominio de lo objetivo sobre lo subjetivo puede ser absoluto. Hitler, Stalin, el mundo feliz de Huxley, 1984 de Orwell están presentes en el análisis del poder que realiza Lopes da Veiga.

Pero, descubierta la trama, ¿qué hacer? El fino olfato de nuestro lisboeta, propugna ante esta pregunta una tajante respuesta: tolerar. Sabe Antonio que sólo así puede reformarse la humanidad. Las guerras existen porque valoramos la forta­leza y devaluamos la cobardía. Transmutemos estos valores y el cambio estará logrado. Alabemos al cobarde que se retira del campo de batalla, menospreciemos al valentón. En fin, estimemos las cosas al contrario de cómo una deformación histórica y unos intereses de poder nos han hecho estimarlas. Sólo siendo cada vez más nosotros mismos y alejándonos insistentemente de los prejuicios comunes podremos reformar nuestra praxis.

Análisis como éste referidos al poder y al valor militar se suceden en la obra de Antonio Lopes para otros de los valores dominantes en su época: la nobleza de sangre, la honra, los honores públicos, etc.

Sin embargo, esta beligerancia para con las ideas dominantes, parece mode­rarse con otra de las teorías de nuestro autor, la que hace referencia a la existencia de un doble código moral. Se parte de que todas las ideas expuestas difícilmente podrán convencer a los poderosos y sacarlos de su engaño. Por ello a la moral de subversión predicada hasta ahora, habrá que oponerle una moral de sumisión: «Delante de los sospechosos sabré callar o conformarme con la común opinión»[6]. Nuestro hombre ha descubierto el engaño y la fuerza de los engañados; sabe, pues, que aun estando en la verdad no podrá oponerse al poder, no podrá subvertir externamente los valores. Por ello nos propondrá un doble código ético: subver­sión interna y acomodación externa. En esto, más que cinismo, hay tolerancia, un afán infinito de transigir con la postura del otro: «Este declaro que es mi prin­cipal intento, no predicar, no reducir a nadie»[7]. En la primera de sus paradojas, El solitario en la corte, se plantea el hecho de que la subversión de los valores pasa inexcusablemente por una incitación al alejamiento de los mismos y no siem­pre por una lucha abierta contra ellos. La acomodación no es, pues, fundamental y primaria; aunque no se persiga la conversión, siempre hay un cierto alejamiento que es tan peligroso para el poder como aquélla.

Lo innovador de todo este pensamiento aparece palpable. Desde nuestra pers­pectiva, pensamos que la mutación llevada a cabo por Antonio Lopes en el pensa­miento de nuestro país es parangonable con la que se realiza más allá de los Pirineos desde la época de Descartes a la Ilustración; se trata de suplantar el código axio­lógico del Antiguo Régimen por un innovador y racional individualismo burgués. Ello le lleva a ser un pensador barroco que se proyecta atemporalmente sobre el Siglo de las Luces, un hombre que avecina toda la nueva trama del pensamiento ilustrado, un librepensador —esa figura típica del siglo XVIII trasplantado trau­máticamente al siglo XVII. Laicismo y cosmopolitismo completan y ponen un broche de oro en su ideario. La figura de Antonio Lopes da Veiga ha de mostrársenos como palpable representante de la originalidad del pensamiento ibérico tantas veces puesta en tela de juicio. Asimismo, debe también aparecer como abanderado de un modo dinámico y creativo de abordar la realidad, ajeno a cualquier seguimiento irracional de los valores estatuidos.


[1] Antonio Lopes da Veiga, Paradoxas racionales, edición de Erasmo Buceta (Revista de Filología Española, Madrid 1935) p. 7.

[2] Ibid. pp. 35-36.

[3] Ibid. p. 25.

[4] Ibid. p. 78.

[5] Ibid. p. 91.

[6] Ibid. p. 93.

[7] Ibid. p. 6

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