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Dovilo

22 de diciembre de 1998

 

Los huesos tienden a crujir al inundarse del frío otoñal que como cada año, cíclicamente, anuncia con sus últimos estertores la impasible proximidad de una nueva temporada de nieves. El hielo y el silencio han pasado toda la noche combatiendo por ocupar el espacio del poblado. Ahora, en el despertar de un nuevo día, el silencio comienza a difuminarse entre los rumores de la vida.

El anciano artesano deja escurrir la suciedad que le embadurna las manos. Las chispas de agua teñidas de barro murmuran la tranquilidad de los años al caer sobre la cuba. En ella se mezclan el agua templada por el cuerpo del alfarero con el líquido gélido que contiene. Sólo le falta rematar el cuenco de barro para terminar el encargo recibido del intermediario de los dioses. Olónico realizó este requerimiento después del último cambio de luna, una vez acaecido el fatal desenlace de la escaramuza que los enfrentó contra los despiadados bárbaros llegados del oriente. La obra, una vez concluida, formará parte del ajuar funerario del más enérgico guerrero del poblado, Dovilo, honrosamente fallecido en la batalla. La carne del hombre ha sido elevada a las alturas en las últimas lunas por los buitres que ha enviado el viejo Lugus. Los huesos de Dovilo yacerán por toda la eternidad junto al barro modelado por las vetustas, rugosas y curtidas manos del anciano bajo un comedido túmulo de arena.

Las bestiales corazas llegaron del Mar del Este cuando los antepasados del anciano alfarero no eran más que unos chiquillos. Hoy, con la mirada agrisada por el inexorable paso de las estaciones, el viejo observa como los pigmentos negruzcos van adquiriendo la consistencia suficiente para ser usados como pintura. Él se propone relatar la gloria de Dovilo con imágenes, con iconos que encierren los signos apropiados para reflejar la inmortalidad del guerrero, como le enseñó su padre, cuando era un niño, que debe hacerse para el eterno descanso de un héroe.

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