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El blog de los olvidados

I – Colofón

Los dos hombres se protegían del frío invernal de Madrid con gruesos abrigos y cálidas bufandas. Conversación y respiración eran las causantes de una continua exhalación de vaho que ascendía hasta dispersarse formando una constelación inverosímilmente resaltada por el humo de la farola; una fuente de luz ni tan cercana para permitir vislumbrar con certeza sus rostros ni tan lejana como para no facilitar una perfecta comprensión visual de sus sombras. Uno de ellos parecía tambalearse ligeramente, como si una incipiente embriaguez comenzara a acosarle. El otro permanecía absorto en la conversación. Un sonido seco y áspero, el claro detonar de un disparo, interrumpió la escena. El presunto borracho cayó al suelo desmadejado mientras el otro hombre apuntaba el arma a su cabeza y repetía en ella el lúgubre ritual de la muerte. En pocos segundos el agresor desapareció con la tranquilidad de saberse no observado. Un charco de sangre y vísceras recorrió la acera hasta llegar hasta el punto donde la sombra se desvanecía empujada por el círculo de luz de la farola.

II – Unos días antes

Ricardo Riba preparaba el primer café de la mañana. Acababa de salir de la ducha y le faltaba afeitarse, pero el ritual de preparar el desayuno antes le fijaba a la realidad tras los efluvios del sueño. Tres reuniones para ese día, hablar con Jorge para recriminarle su bajo rendimiento, revisar el estado de los proyectos… En fin, un día odioso, un día más, cargado de trabajo, monotonía y cansancio. Puso dos tazas sobre la mesa, se sirvió un café negro en una de ellas y rellenó la otra, ya poblada de leche. La segunda era para Ana que aún estaba en la cama y no podía salir de ella sin esa leve dosis de cafeína que Ricardo casi le pinchaba en vena todos los días. Le llevó su taza a la cama mientras débilmente ronroneaba un “buenos días” de compromiso. Tomó su rotunda dosis y se dirigió a la mesa, encendió el ordenador y cargó el Outlook para ver su correo mientras tomaba el café a sorbos lentos. Lo habitual, dos mensajes del jefe, el aviso de la cita con Jorge y tres tareas rutinarias que debería terminar. Pero había algo más. Un mensaje con un sugerente asunto, el blog de los olvidados. A Ricardo le dio un vuelco el corazón. Hacía un par de días que se había conectado a ese lugar por primera vez. Se trataba de un punto de encuentro en la red para los que buscaban datos de familiares desaparecidos durante la guerra civil. El punto de partida del mismo era el blog de un periodista, apasionado defensor de la causa republicana y de los represaliados por el franquismo. Ricardo pertenecía a una generación poco amante de la participación política y menos de recordar los agravios del viejo conflicto civil. Su vivencia de estas cosas venía en su caso de una sola coordenada, la figura de su abuelo, Josep Riba. Pep, como se le conocía, fue un ferroviario catalán militante de la UGT y del PSUC. Participó, como toda su generación, en aquella malhadada contienda y tras pasar penurias y calamidades en las batallas del Ebro y Cataluña desapareció en los primeros días de febrero de 1939, poco antes de que los restos de su derrotada unidad cruzaran la frontera francesa.

A Ricardo le picó el gusanillo de investigar sobre su abuelo, revisó archivos familiares, preguntó lo que pudo a sus padres, miró y remiró antiguas y amarillentas fotografías y, en fin, fue construyéndose una figura de la que no se sabía hasta qué punto tenía nociones verídicas o hasta que punto era una mera construcción de su imaginación. Fue entonces cuando surgió el blog de los olvidados. Buscando en Google por “Cantallops”, el pueblo desde el que se recibió la última carta del abuelo, y por la unidad militar donde estaba encuadrado, la 35ª División republicana, surgió en aquella bitácora la respuesta. Y es que, además del blog del periodista, la web que lo albergaba tenía un foro con una nutrida participación de personas que preguntaban o aclaraban a otras lo que sabían acerca de hechos que pudieran ayudar a la localización de sus familiares.  Y no es que hubiera allí muchos datos que le auxiliaran en su proceso, pero entendió que quizá si dejaba alguna pregunta sobre el tema quizá alguien pudiera ayudarle.

III – Ricardo Riba escribe este post

“Mi abuelo se llamaba Josep Riba i Montoliu. Fue ferroviario en Barcelona y nada más comenzar la guerra civil se alistó voluntario. Estuvo en numerosos lugares del frente de Aragón y en algún momento su unidad se integró en la 35ª División y con ella participó en la batalla del Ebro. Alcanzó el grado de capitán y lideraba una compañía. Las últimas noticias que tuvimos de él fueron a principios de febrero de 1939 en una carta que dirigió a mi abuela desde el pueblo de Cantallops a poca distancia de la frontera francesa. Me gustaría saber si alguien tiene alguna información de lo sucedido en esos días por la zona o cualquier dato que pudiera ayudarme a encontrar el lugar donde pudiera haber muerto”.

IV – Cantallops, febrero de 1939

De la segunda compañía del tercer batallón de la XI Brigada Mixta, adscrita a las 35 División republicana, no quedaban ni los restos. Desde finales de diciembre venían corriendo desde la zona del Priorat con los franquistas pisándoles los talones, acosándoles y diezmando continuamente su ya de por sí poco nutrido contingente de soldados. Realmente eran cinco hombres, el capitán Pep Riba, el sargento Jaume Genet y tres soldados, dos de los cuales eran biberones sin casi instrucción militar. De todos era sabido que Pep y Jaume no se enten­dían. Pep era un joven militante socialista, amante de la disciplina militar y del orden. Había luchado con su unidad hasta casi la extenuación en la sierra de Pandols durante la batalla del Ebro y ahora sufría como pocos al ver desmoronarse un mundo por el que tanto había trabajado y sufrido. Jaume, en cambio, era un viejo militante anarquista, poco dado a la obediencia militar. Se enorgullecía de haber liquidado a decenas de fascistas en aquellos primeros días de la revolucionaria Barcelona donde las patrullas de la CNT imponían su ley a sangre y fuego. El capitán Riba había tenido que llamarlo al orden en numerosas ocasiones debido a su extremada tendencia a no dejar prisioneros o, incluso, a mandar fusilar a cualquiera de los suyos donde hubiera visto cualquier debilidad.

Aquella diezmada compañía había recibido la misión de custodiar a diez prisioneros derechistas salidos de las cárceles de Barcelona cuando el ejército republicano hubo de abandonar la ciudad. Ahora, los quince hombres, delgados como sombras, derrumbados unos por la amenaza de la derrota y destrozados otros por el hambre y las calamidades, compartían un poco de agua caliente con cuatro mendrugos de pan a la luz de una débil hoguera mantenida con poco más que hojarasca y cuatro ramas secas. La lluvia y el frío invernal les ensimismaban dentro de los restos harapientos de sus sucios capotes mientras guardaban un silencio cómplice, alimentado tanto por los presos como por los guardianes.

No se sabía muy bien como comenzó la discusión. El asunto es que Jaume comenzó a asustar a los prisioneros con la idea de fusilarlos allí mismo. “Los vuestros nos echarán a Francia, pero vosotros no vivi­réis para disfrutarlo”. Pep le mandó callar. “Me callaré si me da la gana. Estoy harto de aguantarte. Ya no hay ejército, no hay disciplina, no hay nada. Si me apetece los mataré yo mismo y tú no podrás impedirlo”. La cuestión es que en pocos minutos estaban enzarzados en una dura polémica que terminó con la orden de Pep de que desarmaran a Jaume y lo ataran junto con el resto de los prisioneros. Pero ni los biberones ni el otro soldado tenían ni ganas ni agallas suficientes para controlar al viejo anarquista que tiró de pistola y no se dejó amedrentar. Pep, aprovechando las sombras, se arrojó al suelo a la vez que sacaba su arma y disparaba a bulto al cuerpo del anarquista. Sonaron dos disparos. El anarquista cayó al suelo moribundo. Pep, también malherido se alejó entre las sombras de la noche. Sus soldados no le daban ninguna confianza, sabía que los dos biberones echarían a correr a la primera oportunidad y el otro soldado era compañero de militancia de Jaume. De los franquistas podía esperar menos ayuda aún. A los pocos minutos, ya perdido entre las sombras y la maleza, rodó por un barranco y antes de llegar al final ya había dado su último estertor. A Jaume le quedaban aún algún aliento, el suficiente para darle al otro soldado, correligionario suyo y poco amante del capitán,  los datos de su familia amén de pedirle que les contara como “había sido asesinado por aquel comunista”. Cuando los biberones y el otro soldado comprobaron que el sargento estaba muerto  soltaron a los presos, no sin antes pedirles que testificaran a su favor cuando los franquistas llegaran a sus pueblos, hacia los que se dirigieron de inmediato arrojando sus armas por el camino.

V – Qué había en el correo de Ricardo

A Ricardo casi se le cayó la taza de las manos cuando vio en el asunto de aquel mensaje la referencia al blog de los olvidados.  El texto era claro, “Tiene una respuesta a su entrada en el blog del día 17 de enero de 2009”. El ruido del agua de la ducha era un indicio claro de que Ana estaba ya en el baño; tenía, pues, unos minutos antes de que llegara su turno. Tomó un sorbo largo del café y releyó varias veces el mensaje disfrutando del momento y anticipando lo que podría encontrar en aquella respuesta. Sobre la figura de su abuelo se había construido un mito personal en los últimos meses. Luchador apasionado, fuerte, seguro de sus convicciones, leal a su causa. Las más de cincuenta cartas que escribió a su abuela desde los distintos lugares a que la guerra le había llevado le ayudaron a reconstruir una figura por la que nunca antes se había preocupado pero que ahora necesitaba completar. Por fin anotó en el navegador la dirección del blog, facilitó sus datos de usuario y el hilo de su conversación apareció en la pantalla. La respuesta era de un tal Javier Pérez.

VI – Lo que Javier Pérez contestó a Ricardo

“Ha sido un placer encontrar tu entrada en el foro. Mi abuelo también pasó sus últimos días en Cantallops. Una carta de un compañero de su unidad nos contó los detalles de su muerte y algunos datos adicionales de lo ocurrido esos días. Es muy probable que algunos pudieran servirte de ayuda para atar más cabos sobre la suerte de tu abuelo. Si quieres podemos vernos para charlar y compartir información”

VII – La carta del soldado a la familia de Jaume Genet

“Señora Lucia: su compañero Jaume me ha pedido en sus últimos momentos de vida que la escriba a usted para contarle como el capitán de nuestra compañía, un cerdo comunista,  ha acabado con él. Jaume ha sido un gran luchador en toda la guerra. Ha matado a muchos fascistas y ha arriesgado siempre su vida por la República; no se merecía terminar así. Para su alegría le diré que Jaume no ha muerto sin defenderse. Intentó llevarse por delante al capitán, pero sólo consiguió herirlo. En sus últimos momentos, su compañero de usted sólo pedía que le vengaran. Recuerde que el capitán se llama Josep Riba i Montoliu. Y sin más que decirle, se despide de usted. Salud”

VIII – ¿Quién era Javier Pérez?

Pere Genet tenía casi treinta años cuando descubrió la figura de su abuelo. De joven, su familia vivía en Badalona, el padre perdió su empleo en una fábrica a mediados de los ochenta, por lo que nada más terminar el Graduado Escolar tuvo que ponerse a trabajar como camarero. No tuvo suerte en la vida. Se casó joven, pero su mujer murió a los escasos dos años de matrimonio. Sin hijos, solitario, fue forjándose una personalidad agresiva y violenta. Desde 2005 vivía en Madrid, donde tras muchos meses de paro había conseguido un trabajo. Fue allí donde entabló relación con Venganza negra, una organización de jóvenes radicales fascistas que hacía de la violencia su única seña de identidad. Pere, o Pedro, como había decidido llamarse desde que mantenía estas tan poco recomendables relaciones, estaba adscrito a una célula cuya finalidad era la de enfrentarse a los jóvenes de izquierda con todos los medios a su alcance. Palizas nocturnas, amenazas continuas, extorsiones, violencia callejera… Esa era la rutina a través de la que se organizaba su vida. De día el monótono trabajo en la cafetería, de noche la gloria de la batalla. Dado el espíritu violento que se había generado, destacaba sobremanera sobre sus compañeros de célula. La mayoría le admiraban porque se atrevía a llegar a donde casi ninguno de ellos lo hacía. Algunos le temían.

Su traslado a Madrid supuso que su madre, anciana y enferma, le acompañara. Fue una cálida noche del verano de 2006 cuando la sorprendió en la cama leyendo un ajado y amarillento papelote. “Es una carta con la última noticia de tu abuelo. Siempre la he guardado como lo único que me queda de su recuerdo. Ahora que me queda poco, tengo que dártela”. Pedro la leyó detenidamente y desde entonces su estrecha mente comenzó a forjarse el mito de su abuelo, gran luchador, muerto traidoramente por aquel capitán rojo y desalmado. No tenía muchos datos y, por ello, de vez en cuando usaba el ordenador de un camarada que le había enseñado como localizar cuestiones en Google así como en foros y blogs sobre la guerra civil. Pedro comenzó a obsesionarse con encontrar información del tal Josep Riba y Montoliu que se mencionaba en la carta como el asesino de su abuelo. Su camarada le enseñó también a poner alertas en Google para que el sistema le informara si apare­cía algo en la red respecto a lo que buscaba. Fue así como aquel día surgió la entrada que Ricardo Riba había anotado en el blog de los olvidados recabando información de su abuelo.

Casi se cae del susto. Pensó durante horas qué hacer y su mente fue forjando un plan maligno que no tardó en poner en práctica. Lo primero que hizo fue simular un nombre, Javier Pérez, y contestar a la petición de Ricardo.

IX- Y el aliento de la Parca puso colofón a los hechos

Ricardo y el supuesto Javier Pérez habían quedado en verse para tomar una cerveza, conocerse y transmitirse mutua información de sus abuelos. Javier propuso que fuera tarde, “por motivos laborales”, dijo, pero también porque su plan pretendía mejor desarrollarse en las sombras. Desde que logró cerrar la cita con Ricardo un cierto nerviosismo le embargaba. Bien es cierto que era una persona fría a la que casi nada alteraba. Pero solo el hecho de pensar que él, un simple camarero venido a menos, iba a culminar la venganza de su abuelo, el gran luchador anarquista, le enardecía. Cómo, además, aquello le iba a dar gloria entre los militantes de Venganza negra, la idea le exaltaba todavía más.

Lo demás es historia. Quedaron, hablaron largamente mientras tomaban cerveza tras cerveza. Pedro, acostumbrado a beber abundantemente sabía que controlaría la situación tras cinco botellas mientras que veía como el alcohol iba afectando a Ricardo. A los recuerdos compartidos de los abuelos se unió la complicidad derivada de la situación de ambos, barceloneses en un Madrid poco comprensivo para todo lo catalán. Eran poco más de las once de aquella fría noche de invierno cuando salieron a la calle para despedirse. Anduvieron unos metros juntos, los justos que Pedro había calculado para saberse lejos de cualquier amenaza. Ricardo se tambaleaba sin controlar en lo más mínimo la situación. Quizá por ello ni siquiera puso cara de sorpresa cuando Pedro se sacó la pistola del calcetín y le disparó a bocajarro.

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