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Gregarismo e intolerancia. Un futuro difícil

En la propia esencia del ser humano está su carácter gregario. Nos vemos obligados a asociarnos con los demás para tapar nuestras deficiencias individuales como especie. Solo en la asociación con los demás logramos los humanos una vida plena. Sin embargo el carácter gregario tiene una doble vertiente que, en ocasiones, se vuelve contrapuesta. Por un lado, la asociación con nuestros iguales fomenta nuestra virtud cooperativa, pero por otra nos vuelve excluyentes para los que está fuera de nuestro grupo.

Así surgen las asociaciones entre humanos, el clan, la tribu, la nación, la clase social, el partido… Todos son grupos que nos segmentan y, por tanto, aunque nos ayudan, también nos hacen perder parte de nuestra propia identidad, que es universal, para aferrarnos a los elementos comunes que facilitan la asociación con quienes tiene los mismos que nosotros. El problema es que, históricamente, cuando en esta dimensión gregaria del hombre prima lo que nos excluye y diferencia de los demás frente a lo que nos une y nos hace iguales, surgen los conflictos grupales, el hecho de que un grupo quiera ejercer su identidad sobre la de otros, o que se convierta a un totalitarismo excluyente que minusvalore las cualidades de los otros y trate de imponer su voluntad sobre ellos.

En general, los humanos hemos progresado más conforme nuestro gregarismo ha ido perdiendo sus características excluyentes. Un ejemplo claro, desde la vertiente política, lo tenemos en Europa. Somos un conjunto de naciones cuya historia de enfrentamientos mutuos lastra completamente nuestro pasado. Las ideas imperialistas en la España católica del Siglo de Oro, en la Francia napoleónica o en la Alemania de Hitler han sembrado nuestros países de muerte y destrucción. Igual lo han hecho las segregacionistas, como el caso de la yugoslava. En todas ellas hay algo en común o la imposición de una identidad grupal sobre otra o el esfuerzo por diferenciarse y constituirse en una identidad grupal diferente. Cuando fuimos capaces de inventar la Unión Europea y comenzamos a fomentar más lo que nos unía frente a lo que nos separaba, logramos dar a nuestra tierra una de las etapas más largas de paz, prosperidad y facilidad para el desarrollo del individuo.

Los Estados Unidos son otro ejemplo de organización política que se construyó sobre la libre asociación de los individuos, seres que provenían de otros lugares del mundo y quisieron crear una agrupación política diferente donde el acuerdo fuera la base de su convivencia. En cambio, otras estructuras creadas baja la fuerza de las armas, imponiendo un sistema, un conjunto de valores sobre otro, rara vez han prosperado. Véase la Unión Soviética y sus adláteres socialistas, creados al paso del victorioso Ejército Rojo en su persecución de las tropas alemanas.

En general, creo que debemos admitir que los principios de tolerancia y solidaridad son los que impulsan las agrupaciones humanas más acordes con la esencia del ser humano. Cuando los principios individualistas y excluyentes comienzan a crecer, las cosas comienzan a ir por mal camino. Y parece que en la Europa actual estamos jugando una batalla de trascendental importancia con estos dos sistemas de valores enfrentados. Desde nuestra perspectiva de españoles piénsese en aquella situación de los años ochenta y noventa en que la solidaridad de nuestros socios nos llovía a raudales. El europeísmo crecía en España de forma exponencial. No parece la misma Europa cicatera que hoy vemos. Vuelven a tomar fuerza las identidades nacionales frente a la europea, vuelven a ponerse en el tablero las absurdas generalizaciones sobre nuestros diferentes modos de ver la vida, los «latinos vividores y poco amantes del trabajo», los «ingleses soberbios», los «alemanes intolerantes», …. Mal camino porque todo es mentira y seguro que no nos lleva a ningún puerto seguro.

Y por si fuera poco este avance de lo excluyente, en España tenemos el problema de Cataluña. No hemos llegado aún a construir una sociedad europea que nos contenga a todos y el cantonalismo en nuestro país, atendiendo a nuestras peores raíces históricas, vuelve a surgir con fuerza.

Los nacionalismos son, por definición, excluyentes. Sea el nacionalismo catalán, el español, el europeo… Hasta que los humanos no seamos capaces de darnos una organización política universal, no habremos creado un entorno adecuado para nuestro desarrollo como especie, solo estaremos en una permanente lucha de intereses aparentemente contrapuestos, pero que no lo son realmente, que solo se crean por parte de quienes desean fomentar identidades excluyentes que se inventan para engañar a las sociedades y lograr sus objetivos totalitarios. No tenemos más que ver la burda enseñanza de una historia falsificada que el nacionalismo catalán ha ido imponiendo en los últimos años, engañando a toda una sociedad con falsas afirmaciones y verdades a medias.

Esperemos que el buen sentido de los catalanes sepa diferenciar lo que nos une de lo que nos separa y, desde luego, valorar que lo importante es lo primero y no lo segundo, que solo construyendo identidades transnacionales cada vez más fuertes lograremos crecer como personas que es lo que realmente somos, no catalanes, españoles, gitanos, de clase media, católicos o de cualquier segmento donde, probablemente, un conjunto de mentiras interesadas haya decidido ubicarnos.

1 comentario en «Gregarismo e intolerancia. Un futuro difícil»

  1. El olor a pólvora se acerca y quizá luego apeste a sangre. Todos los nacionalismos terminan con un baño de sangre y todos dicen que ellos no, que será diferente, pero saben que no es así.

    Primero culparán a los españoles de fuera, luego expulsarán a los españoles de dentro, luego a los quintacolumnistas y finalmente practicando el deporte nacional, que es el paseo al amanecer.

    Da igual que sean catalanes, vascos, andaluces o gallegos, el final de la película está escrito.

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