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Los grandes inventos del TBO

Mucho tiempo sin escribir. Mal asunto. Desde octubre del año pasado ando convaleciente de una intervención quirúrgica para colocarme una prótesis de cadera que se me complicó y me tiene aún con bastantes dificultades para la movilidad. No es algo serio, pero sí lo suficientemente molesto como para que los desplazamientos estén limitados y la posibilidad de sentarse concentrado un momento largo para escribir algo, también. Hoy me he planteado volver a las andadas, al fin y al cabo no queda más remedio que recuperar los viejos hábitos para reintentar una vida normal, por más que deba ser con algunos cambios, como llevar bastón o similares.

Han pasado tantas cosas desde octubre de 2014. Un país que está cambiando, nuevos proyectos políticos que salen a la palestra, un par de procesos electorales… Durante estos meses he debatido mucho de todos estos asuntos con los amigos. Debo decir que todas estas circunstancias no han cambiado demasiado mi forma de pensar, lo que hace que hoy, más aún que antes, mis ideas o principios no sean aceptados por mucha gente. Como leía hace poco en una identificación de perfiles, yo soy una especie de institucionalista, pero que busca el cambio prudente. Es decir que me jode que me califiquen de casta del 78 y de que algunos de los jovenzuelos actuales se permitan echarnos a la cuneta diciendo que solo los nacidos tras esa fecha están preparados para hacer el cambio que debe venir.

Pero no voy a hablar de esto. Aún no. Ya lo haré. Hoy quería hablar de tiempos más viejos y fraternales. Comenzar esta vuelta a la escritura apelando a la memoria. Y lo hago a colación de un debate radiofónico que oí hace poco sobre la iniciación de los niños a la lectura. Quería contaros aquí cómo lo hice yo. El asunto es que éramos inmigrantes en aquel Madrid de aluvión de los años sesenta. Vivíamos en un barrio obrero de aquellos en los que todavía todo el mundo conocía a sus vecinos, sus nombres, sus historias. Mi familia tenía el dinero justo para sobrevivir, nada sobraba y menos para comprar libros y, sin embargo,  yo me convertí en un lector empedernido. ¿Qué cómo lo hice? Pues cambiando libros y tebeos. Parece que lo estoy viendo aún. Yo tendría alrededor de diez o doce años y en el mercado de Ana Isabel y Agustina Díez en el barrio de Palomeras, cerca de casa, creo que era en el primer puesto al entrar a la derecha, había una papelería que vendía libros y tebeos. Allí podías comprar un tebeo y estar cambiándolo continuamente por otro que otro niño había comprado y lo dejaba igualmente para cambiar. Era una especie de red P2P de barrio. Obviamente el quiosquero cobraba una muy pequeña cantidad por cada cambio, pero era insignificante si se contrastaba con el precio del libro o el tebeo nuevo. Supongo que era un negocio que hoy atentaría contra todas las leyes de propiedad intelectual, pero entonces permitió a un montón de niños sin posibilidades aficionarnos a la lectura.

Todavía recuerdo con emoción el camino desde casa al mercado con tres o cuatro ejemplares en la mano, dispuestos a sacrificarlos para rotarlos por otros de lectura inédita. Subía por la calle Concepción Marín, donde vivíamos y que hoy ya no existe, pasaba la travesía de Juan Pablo y de ahí salía a una explanada desde la que ya se divisaba el final de la Avenida de Palomeras, hoy calle de Villalobos. Allí me esperaba un interesante montón de tebeos para elegir tras dejar el mío. Unos pocos céntimos y la transacción estaba hecha, ya tenía lectura garantizada para las siguientes semanas. Gracias a este método personajes como el capitán Trueno, el Jabato, Roberto Alcázar y Pedrín, el Guerrero del Antifaz (mi favorito) llenaron mis neuronas de las aventuras que contribuyeron a forjar una mente inquieta. Cómo olvidar las novelas ilustradas de Bruguera, las aventuras de Winnetou, de Miguel Strogoff, de Ivanhoe…

Y cómo no destacar aquel inolvidable TBO con su última página dedicada a los grandes inventos. Aquellos disparatados artilugios del profesor Franz de Copenhague. Objetos imposibles que nos hacían interesarnos por una ingeniería tan inútil como divertida y que estaban en el germen de muchos de los objetos que intentábamos traer al mundo a través del juego.

Recuerdos felices de una infancia en una España sumida en la sordidez de una decrépita dictadura, pero que aún nuestra infantil ignorancia nos ocultaba tras la evasión del juego o la lectura.

 

4 comentarios en «Los grandes inventos del TBO»

  1. Algunos años después de tu recuerdos vienen a mi memoria el "Puesto del Viejo" y el estanco para mis primeras aventuras lectoras. El primero, lo que hoy vendría a ser un todo a 1€ pero de reducidas dimensiones y con luz mortecina; el segundo un lugar donde niños y niñas de hoy tendrían difícil la adquisición de productos. Y los domingos, de vez en cuando, mi padre me acercaba al lugar en el que los libros y tebeos antiguos eran reverencialmente por mi consultados. Si había suerte caía alguno viejo y ya tenía nuevo material para el intercambio en el barrio… ¡Qué recuerdos, Antonio! ¡Qué recuerdos!

  2. Hola Antonio, yo también fui un niño de aquellos barrios. Viví desde 1962 hasta 1969 en la calle Concepción Marín nº 25, justo por encima de aquella cacharrería regentada por una familia de extraño acento que provenía del abulense Poyales del Hoyo.

    Me alegra mucho encontrar gente que pueda evocar aquella vida y aquel barrio donde la mayor parte de sus vecinos apenas sabían escribir su nombre y del que por no haber apenas hay fotografías.

    Tengo vagos recuerdos de todo aquello y una mezcla de nostalgia y repugnancia, de solidaridad y brutalidad, de alcoholismo y de aguadores hasta que por fin pusieron una la fuente cerca de donde mataron al taxista.

    De gente cazando vencejos con una especie de látigo y de ratas en el canallesco final a cielo abierto del alcantarillado de "los ricos" de Palomeras altas y en fin de la sordidez de los colegios de aquel barrio por los que pasé.

    Recuerdo el Grupo Escolar San Pablo y su director don Acisclo, al que recuerdo con la mano ensangrentada de pegar a un niño que puso delante de su Vespa y a la que rompió el faro (y su cabeza) y las bofetadas en la cara mientras caía sangre por la frente. De aquel colegio junto a la actual M-30 en un profundo patio y las palizas que se daban. También a mi maestro Don José Redondo Tapia, un poeta falangista que convirtió a un "border line como yo en alumno de Tajamar al descubrir que no era tonto, sino que me aburría.

    En fin, creo que cada niño vallecano podríamos escribir una novela con nuestras vivencias.

    Recibe un cordial saludo

  3. Carlos, que enorme placer tener noticias de un vecino de entonces. Yo vivía en el 70, mis padre tenían la tienda de comestibles de la calle, y lo hice desde el año 64 hasta el 74, así que seguro que nos hemos visto muchas veces o, si somos de edades parecidas, a lo mejor hasta hemos jugado juntos por la calle.

    Don Acisclo, ¡madre mía! Yo me fui de aquel colegio por su culpa, simplemente me aterrorizaba.

    Tengo más cosas escritas sobre el barrio y la gente, por ejemplo recordando la fuente de la que hablas y los aguadores. A ver si lo perfilo un día de estos y lo voy publicando por aquí.

    Lo dicho, un enorme placer.

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