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Yetnayet

Rivas Vaciamadrid, 16-17 de febrero de 2009

 

Ella es suave. El tiempo no, y además ensucia.

La rudeza del anochecer la descubrió con la mirada aguada prototípica de su gente perdida en el final de la autopista. Perdida en las moles de asfalto que la sacaban de la gran ciudad extraña que la vio crecer. La brillante piel de Yetnayet sudaba copiosamente y se convulsionaba aterida de frío. La sensación era incomoda pero no importaba, ellos le habían estado mintiendo los últimos 15 años y ya nada la retenía en aquel lugar. Al cumplir los ocho años y preguntar a sus padres por la diferente coloración de su piel, su padre había afirmado que provenían de una estirpe de magos. Una niña de ocho años adora a sus padres y cuando uno de ellos asevera que su bisabuela paterna había sido descendiente de los magos negros del sur, ella no tiene por qué desconfiar de él. Todo queda perdido en las brumas de la magia infantil de seres mágicos que además te convierten en el protagonista del cuento.

Cuando la misma pregunta acaece varios años después, un padre lívido actualiza el cuento y lo convierte en historia. Esta vez retoma el mito y, actualizándolo, suelta una pequeña clase magistral. Ahora que ya eres toda una mujercita, Yetnayet, has de saber que esos magos negros de los que siempre te hemos hablado tu madre y yo son los mismísimos oromo que irrumpieron en el Cuerno de África en el siglo XVI, llenándolo. Por uno de esos caprichos de las leyes de Mendel, ¿recuerdas que lo estudiaste el trimestre pasado en la escuela?, naciste con los rasgos físicos de la bi­sa­buela de la que llevas el nombre. Eres como los torna atrás de la colonia española en America. ¿Recuerdas esos cuadros del siglo XVIII que vimos en el Museo de América cuando estas fiestas fuimos al centro?

Corrí detrás de la profunda cicatriz que su cuerpo menudo generaba en el aire. Grité su nombre en la tormenta que iniciaba a romper a caer. Mi voz se confundió con el inicio de la tormenta. ¡Yetnayet! Yeti, cariño, la calzada está hundida delante de ti. No les volveré a creer. Por favor, para. Créeme, créenos… Ella ya no estaba delante de mí.

Los diminutos dedos de bronce se aferraban al aire en la caída. Las vértebras cervicales  cedieron y la vida salió al encuentro del asfalto. Por los circuitos neuronales de un padre, con los ojos acuosos similares a los de la hija que acababa de perder, se trasmitió la frase te adoptamos hace 16 años en Addis Abbeba que nunca se materializó en sonidos.

 

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