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¿Cuándo se torció todo?

Conforme los años van asediando nuestra capacidad para regenerar neuronas nos asedia la idea de que todo tiempo pasado fue mejor. ¿Lo fue? Pues hay algunas cosas donde me atrevería a decir que sí. Al menos, algunas. Hoy voy a hablar de una de ellas. Se trata de la concepción sobre la dignidad del servicio público que cada sociedad mantiene en sus distintos momentos históricos. El asunto podría venir a colación de muchos temas, pues muchos son los nos hacen reflexionar sobre ello en los últimos tiempos. Sin embargo, voy a referirme a uno concreto. Y lo haré a través de una serie que he visto recientemente y que me pareció más que sugerente respecto al tema en cuestión.

Y es que desde hace ya meses, quizá años, he ido bloqueando mi capacidad de relacionarme con la realidad. Como es tan decepcionante, vengo optando por centrarme en la ficción, sea literaria o audiovisual. Alguno dirá que eso encubre una dejación de responsabilidad respecto al entorno en que vivimos y que debería interesarnos siempre. No lo niego. Pero tampoco puedo evitar esta huida de un contexto que me repugna, que me hace vomitar cada día cuando veo las noticias o leo la prensa. Prefiero el cine, lo siento.

Bien, vayamos al asunto. La serie que, dicho sea de paso, me pareció magnífica, es La Fortuna de Alejandro Amenábar. Quizá en otro momento me ponga a hablar más conceptualmente de ella y de por qué me parece tan buena. Pero hoy me centraré solo en uno de sus aspectos. Aunque para ello sí necesitaré, al menos, dar alguna pista argumental sobre la misma. La serie parte de una historia real, la de la empresa caza tesoros Odyssey y su descubrimiento y posterior expolio de la hundida fragata española Nuestra Señora de las Mercedes frente a La Línea de la Concepción. Dicha fragata, que en su día fue hundida por la marina inglesa (¡triste destino el nuestro!), contenía uno de los mayores tesoros en monedas de oro que el mar albergaba.

El asunto es que los distintos capítulos de la miniserie muestran como dos funcionarios españoles se emplean en recuperar lo expoliado por la empresa americana. Uno de ellos es un joven diplomático de orientación conservadora y la otra, una más madura funcionaria de ideas progresistas. Ya encuentro una primera cuestión a alabar y es que aparezcan dos personajes en cierto modo arquetípicos de las manidas dos Españas y que concuerden en lo crucial. Y lo crucial es la voluntad de servicio público que ambos mantienen.

Y es que, contrariamente a ese típica presentación de los funcionarios como vagos, aprovechados y con escasa voluntad de servicio, Amenábar nos aporta todo lo contrario. Dos incansables e inteligentes personas que luchan denodadamente por conseguir el objetivo de recuperar para su país el tesoro robado por la compañía americana. ¿Existen personajes así? No lo dudéis, personalmente he sido uno de ellos y he conocido a muchos otros de parecidas características. Lo que no implica que también haya muchos de los otros y que su presencia fílmica sea bastante mayor en el cine español.

Claro que eso no se produce en el vacío. Nuestra sociedad actual no para de mostrar ejemplos entre los servidores públicos (y quiero englobar aquí a políticos y funcionarios) de personas poco entregadas a la causa de servir a aquellos que pagan su salario. Por supuesto, sin generalizar. La pandemia nos ha puesto sobre la mesa la enorme entrega del personal sanitario o de las fuerzas de orden público. Pero siempre sobre un tapiz donde la corrupción y la falta de entrega pueblan los noticieros de cada día.



Y es que entre los muchos males que tiene nuestra sociedad en este momento, no es el menor la falta de dignificación del trabajo que los servidores públicos realizan. De los políticos tenemos la imagen de arribistas, carentes de una profesionalidad concreta, corruptos, alejados de las necesidades reales de la gente y así hasta un largo etcétera de calificativos que, desde luego, nuestra clase política se ha ganado a pulso. De los funcionarios, la relación de apelativos no es menor. Poco trabajadores, poco serviciales, carentes de empatía hacía los ciudadanos… Y quizá no seamos conscientes del enorme mal que esto causa en nuestra cohesión como sociedad. Desde luego, nuestros políticos llevan sin percatarse de ello un largo periodo de tiempo.

Personalmente no creo que esto haya sido siempre así. Dada mi edad, viví la época de la Transición y me tocó ser empleado público en aquel momento. Trabajé y conocí a muchos que lo hacían del mismo modo, a decenas de personas absolutamente enfrascados en tratar de hacer avanzar a España como sociedad. Sin poner límites a su dedicación, a su entrega a lo que creían que era la causa de su generación.

Pero, ciertamente, no se tardó mucho en ver atisbos de que lo cosa podía torcerse con facilidad. Nuestros diferentes gobernantes no han prestado demasiada atención a crear leyes que persigan sin paliativos la prevaricación o las malas prácticas administrativas en general. Y ello ha contribuido a la perdida de entidad del concepto de la dignidad del servicio público que tan presente debía estar en nuestra sociedad. Ese enorme error lo estamos pagando con creces y, a no ser que las próximas generaciones le pongan remedio, lo seguiremos pagando en el futuro.

Volviendo a ese concepto idílico del tiempo pasado, quiero dejar también el tema en su lugar. Yo no tardé mucho en observar que las cosas se iban torciendo. Entré en la administración pública de la entonces Diputación Provincial de Madrid en 1977. Viví el nacimiento de la Comunidad de Madrid. Conocí a muchos políticos y gestores de carácter e implicación irreprochables. Pero, ciertamente, no tardé en ver también cómo todo cambiaba. A principios de los ochenta yo ya trabajaba en alguna posición que me permitía tomar algunas pequeñas decisiones de compra. Y fue un placer observar como mis jefes me enseñaron cómo debía comportarme ante cualquier posible corruptela. Su mensaje era conciso, «nunca aceptar nada». Si caías una vez con un proveedor ya estabas en sus manos para siempre.

En mis doce años en la administración solo recibí una sugerencia de un posible contratista, alguien que me dijo aquello de «qué tengo que hacer yo para ganar esta licitación». Mi respuesta fue clara, «presentar la mejor propuesta técnica y económica». Pero pasaron los años, a principios de los noventa salí de la administración para montar mi primera empresa. Y me pasé un día a ver a mi antiguo jefe para ofrecerle nuestros servicios. Y cual sería mi sorpresa cuando lo que me encontré de su parte fue la sugerencia de que sobrefacturara un servicio para remunerarle a él. Vamos que quería su pago dada la capacidad que tenía para adjudicarme el trabajo a realizar. Salí huyendo de allí sin entender cómo la persona que me había enseñado a ser decente ahora me venía con estas.

Fue solo el comienzo. A partir de ahí aquello pareció convertirse en una práctica habitual. La legislación de contratos del Estado no creaba una estructura realmente punitiva para la corrupción. Parece como si nuestros estadistas no le hubieran dado importancia a esta cuestión, mientras se centraban en otras diferentes. Fue un error. Y de los grandes. Si nos pusiéramos a catalogar los males que hoy acucian a la sociedad española creo que podemos afirmar que la desafección ciudadana de la política derivada de las prácticas corruptas, no es el menor.

En mi historia personal, el asunto no acabó ahí. Siempre he sido una persona que ha tratado de vivir inserta en su medio. Y eso ha incluido siempre el mantenimiento de unas ciertas ideas sociales y políticas. Y, por supuesto, aunque no la militancia (salvo un escaso periodo de juventud), sí la implicación rotunda votando y llevando un estilo de vida acorde a las ideas que considero adecuadas. Durante casi toda mi vida adulta he votado siempre a la misma opción política. Por eso, ya más recientemente, he sufrido otro fuerte desengaño al observar cómo en la comunidad donde ahora resido el clientelismo político campa por doquier. Esas redes clientelares creadas por los partidos en los lugares donde gobiernan por mucho tiempo impregnan también la sociedad de prácticas inadecuadas e inmovilismo. Es un modo renovado de poner en el tablero las viejas prácticas del caciquismo español.

Además, este cáncer termina impregnándonos a todos. Podemos verlo en uno de los últimos ejemplos de nuestro zoo político. El caso del enfrentamiento entre Isabel Díaz Ayuso y Pablo Casado. El hecho se produce a colación de una mala práctica llevada a cabo por la Comunidad de Madrid al adjudicar un contrato, con un sobreprecio notorio, a una empresa que mantenía ciertos vínculos con el hermano de la Presidenta. Ayuso ha defendido en todo momento la legalidad de la práctica. Y es posible que ello sea cierto. Pero está claro que lo es dentro de ese contexto permisivo para este tipo de actuaciones que la legislación española ha creado.



Y si eso ya asusta, no asusta menos el hecho de que miles de personas hayan salido en defensa de Díaz Ayuso obviando la irregularidad que el hecho supone. Todos somos culpables de no tomar un criterio claro y rotundo contra este tipo de actuaciones. Todos somos culpables de no exigir a nuestros gobernantes un entorno limpio y transparente para el ejercicio de las funciones políticas y administrativas.

Para mí, lo que se deriva de la corrupción, de la prevaricación de los cargos públicos o del clientelismo partidista, tiene un mismo origen. Y este creo que es la falta de una estatuto del servicio público que defina con claridad las prácticas correctas del servidor del Estado. Por supuesto, acotando con precisión los castigos que se derivan de su incumplimiento. Y no es solo eso. Luego, también son sumamente necesarios los mensajes en la ficción, el cine, la literatura… Mensajes que pongan sobre la mesa la imagen de esos servidores que realzan la dignidad del servicio público. Nos encantan ver esas series de Hollywood mostrando a los héroes del sistema americano, soldados, policías, políticos. Nosotros tenemos pocas. Y no sabría decir si es porque realmente tenemos escasos ejemplos relevantes a ese respecto o es porque no conseguimos atraer a nuestros creadores.

Somos un país de individualistas críticos y eso está en nuestros genes, no podemos eludirlo. Pero tenemos la responsabilidad de trabajar para no convertirnos en una sociedad que con una mano admita cualquier comportamiento indeseable mientras que con la otra lo crítica en el arte que genera.

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