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El alzheimer de Wallander

Los aficionados a las aventuras del célebre policía sueco saben que Henning Mankel nos lo dejó con Alzheimer a los sesenta años en su última entrega, “El hombre inquieto”. La verdad es que el autor, con este recurso, tuvo un acto de piedad para con el veterano policía. Cómo, si no, podría haber soportado ese entrañable personaje las características de este mundo incierto que nos está tocando vivir.
Wallander, un policía poco cercano a aquellos que conocemos de las series americanas, tuvo a bien durante toda su vida no entender cómo iba evolucionando la sociedad sueca y, por ende, el resto del mundo que la rodeaba. Asistía nuestro hombre con una pizca de inquietud y un mucho de desasosiego a la evolución de un mundo dónde el ser humano parecía haber perdido los límites éticos de su acción. Como un policía casi de pueblo, él se lo preguntaba respecto a la comunidad que conocía de toda su vida, pero no por ello su razonamiento dejaba de ser válido para cualquier sociedad en estos albores del siglo XXI.
Y es que cómo dejar de plantearnos la forma en que hemos ido sustituyendo ciertos valores fundamentales por meros principios operativos que usamos según la tiranía que nuestros intereses nos indican. Y cómo podemos sorprendernos si, algo que era elemental, fuente constituyente de la organización social, ha ido desapareciendo de nuestra sociedad. Me refiero a la función ejemplarizante de ciertas conductas como fundamento de orientación vital que todos necesitamos en este proceloso océano en que nos movemos. Cómo podemos sorprendernos de que las cosas estén como están si una parte relevante de nuestra clase política está imputada por delitos de corrupción, si muchos de los grandes hombres de negocios que manejan las finanzas del mundo juegan con los países, con millones de personas anónimas, mientras ellos no piensan en otra cosa que no sea incrementar sus bonus anuales.
Que nadie piense que estoy con esto defendiendo un cierto fundamentalismo en los valores. Ya he dicho en otras entregas (o creo que lo he dicho, si no lo hago ahora) que no soy creyente y no me gustaría, por tanto, que razonamientos de esta índole se pusieran al lado de la crítica al relativismo tan presente en la obra del papa Ratzinger. Mi crítica al relativismo moral tiene raíces distintas a las cristianas, más cercanas al mundo griego. Desde mi punto de vista la virtud ha de ser perseguida en sí misma y no por el hecho mezquino y utilitarista de ganar la salvación eterna.
Lo que parece claro es que no tenemos muchos ejemplos en qué buscar el refrendo a una conducta virtuosa. Cómo podemos entonces sorprendernos de que la indignidad reine por doquier. Si el presidente del FMI se hospeda en una habitación de tres mil dólares la noche, cómo sorprendernos de que una persona no pague su hipoteca y se defienda de ser embargado. Ya sé que no es políticamente correcto decir esto, pero para mi ambas cosas están mal, solo que la de Strauss -Khan está mucho peor en tanto que es un líder social y debe ejercer siempre una función ejemplarizante ya que en sus manos está tomar decisiones que afectan a la situación económica de millones de personas. Perdido esto, ¿qué nos queda?, cómo afearle la conducta al parado que no acepta un empleo que se le ofrece porque prefiere seguir cobrando sin esfuerzo del erario público, cómo afearle la conducta a quien falsea sus datos fiscales para pagar menos impuestos de los que le corresponderían…
Y, sin embargo, creo firmemente que si queremos que esta sociedad no se desmorone hay que seguir defendiendo una convivencia basada en los principios que nos han ayudado a navegar durante siglos, con más o menos derivas, por el más que dudoso escenario de la condición humana.
Algunos días me gustaría que mi vida la hubiera escrito Mankel para que se apiadara de mí dejándome amnésico o gilipollas para no ver el lamentable espectáculo al que estamos asistiendo.
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