Aunque no puedo vanagloriarme de haber pensado demasiado, sí he de reconocer que, lo poco que lo he hecho, ha sido realizado frente a este querido mar nuestro, el padre Mediterráneo. Hoy tengo el placer de contemplarlo desde su costa más occidental, en este, mi lugar en el mundo, que es una playa malagueña, una zona equidistante entre aquella por la que Tarik, el lugarteniente de Muza invadió la península (Gibraltar) y esa otra por la que el primer Abd-al-Rahman Omeya llegó a la península huyendo de sus perseguidores abasíes (Almuñécar). Dejo al lector el esfuerzo de adivinarlo. Pero también he observado este nuestro mar en su zona intermedia, desde la cartaginesa colina de Byrsa, allá donde Antígono, el protagonista del Aníbal de Gisbert Haefs, observaba el ocaso de aquellos campos de Cartago arrasados con sal por su secular enemiga, Roma. Y no he dejado tampoco atrás la zona oriental. Para tener las tres perspectivas no queda otra que observar esas profundas aguas azules desde el puente de Gálata, en Estambul, ese lugar donde unas mismas olas ya penetran en el Cuerno de Oro, convertidas de padre Mediterráneo en mar de Mármara. Desde el puente de Gálata debieron ver los últimos defensores de Bizancio como el sultán Mehmed II entraba triunfante, aquel 29 de mayo de 1453, en la sagrada Constantinopla y mandaba consagrar Santa Sofía, último símbolo del poder romano oriental, como mezquita.
El ocaso de algunas civilizaciones y el impacto que esos momentos históricos tienen para las personas siempre me han impresionado. Y el Mediterráneo es la patria de los ocasos, los exilios, las persecuciones… Un microcosmos donde la tragedia humana se ha desarrollado como en ningún otro lugar en el mundo. Y nuestro país no deja de ser un pedazo de tierra bañado por este mar de contrastes. Y nuestra época no deja de ser, como tantas otras, una época de ocasos.
Reflexiono así porque en cierta medida, una buena parte de las personas de mi generación estamos viviendo nuestro particular ocaso, nuestro “declive y caída” como aquel que Gibbon describió sobre el Imperio Romano. Y es que los que estamos por encima de los cincuenta y, de una forma u otra, nos tocó participar en aquella Transición que acabó no ya con la dictadura franquista sino con dos siglos de postración histórica y enfrentamientos civiles en nuestro país, no dejamos de considerarnos desilusionados. Muchos nos sentíamos orgullosos de lo logrado. Sea colaborando en algún ámbito de la política, de la empresa, trabajando por levantar el país, etc., pensábamos que habíamos creado algo nuevo, que habíamos conseguido colocar a España en la órbita de los países más avanzados en muchas materias y, en definitiva, que habíamos formado una colectividad donde las personas podían desarrollarse libres, felices y sin carencias. La europeización de nuestro país era otro de nuestros triunfos, que aquello que antes fue un campo de batalla entre distintas naciones, ahora sea un mismo espacio político de convivencia. La cosa es que siempre he creído que nuestra misión en el mundo no va mucho más allá de tratar de dejar a nuestros hijos un lugar que, si es posible, sea al menos igual que el que recibimos de nuestros padres y, si nada nos lo impide, al menos mejorarlo en algo.
Y lo malo es que ahora estamos viviendo el ocaso de esta visión de las cosas. El país está lleno de políticos corruptos, las leyes que con tanta ilusión creamos se fuerzan de forma torticera para beneficiar a los más poderosos, nuestra falsa prosperidad se ha caído a pedazos y hoy tenemos ya casi cinco millones de conciudadanos a los que no somos capaces como sociedad de darles una salida, nuestra idea de Europa se desmorona ante nuestros ojos… Y encima, se refuerzan más las actitudes que nos separan frente a las que nos unen. En fin, todos los ingredientes, para que lo que fue un éxito hoy se convierta en fracaso. Fracaso generacional sobre el que todos, los de mi edad, y los más jóvenes, deberíamos reflexionar. ¿Tendrán remedio las cosas o estamos asistiendo realmente al ocaso de una época? Por mi parte no pienso aún tirar la toalla, seguiré trabajando por las cosas en las que creo mientras me quede aliento. Y aquello en lo que creo es que una postura siempre progresista mira más hacia el futuro que una conservadora, que hay que esforzarse y trabajar sin límite para lograr un mundo mejor, que hay que ser respetuoso y tolerante con todos menos con aquellos que quieren destruir nuestro modelo de convivencia, que hay que hacer respetar la ley a todos por igual, más allá de su posición social, que hay que lograr más derechos civiles para todos los que se puedan sentir oprimidos por sus ideas o su posicionamiento personal de cualquier índole, que hay que hacer más Europa sin dejar por ello de sentirnos españoles y, por encima de todo, que hemos de crear un mundo donde erradiquemos la pobreza y fomentemos la igualdad de oportunidades para todos.
No sé si aún lograremos enderezar esto que se nos tuerce a ojos vista. Como digo, debemos trabajar por ello. Espero que lo logremos porque si no tendría que sentarme a contemplar el ocaso de mi época con la ya clara sensación de no haber cumplido con ese mandato de lograr un mundo mejor para las generaciones posteriores. En cualquier caso no quiero dejar en ningún momento la presencia de este Mediterráneo que, para bien o para mal, ha sido mi cuna y será mi tumba, o sea que a mis legatarios les queda cumplir la última misión, sacada, como ya ellos saben, de unos siempre recordados versos de Serrat, otro icono de nuestra generación:
“… y a mí enterradme sin duelo
entre la playa y el cielo.
En ladera de un monte,
más alto que el horizonte,
quiero tener buena vista.
Mi cuerpo será camino,
le daré verde a los pinos
y amarillo a la genista…”
@aqcasado vuestra generación supo construir algo mejor pero, salvo excepciones, se quedó contemplando su gran obra, orgullosos de lo construido pero sin la conciencia de que lo construido se tiene que mantener y actualizar.
Mi generación, que vino detrás, disfrutó de esa obra hasta que fuimos conscientes de que los daños estructurales hacían que el sistema estuviera condenado a la ruina, algo se tenía que hacer.
Para mí, el mayor problema es que tú generación y la mía no han sabido trabajar juntas en reformar lo que se veía claramente que estaba desmoronándose y ahora lo que nos empiezan a quedar son escombros…
Ricardo, pues tendremos que ponernos a trabajar para levantarnos de esos escombros o mal futuro nos espera.
Pues claro!