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¿Es aún posible la socialdemocracia? 2. Entorno económico

La socialdemocracia nace en Europa en el siglo XIX y lo hace impulsada por las desigualdades económicas tan patentes en la sociedad de aquella época. Y no es que estas fueran nuevas, la humanidad estaba plagada de injusticias de índole económica desde que el hombre bajó de los árboles. Pero es a partir de la revolución industrial cuando el proletariado urbano toma conciencia de su situación y comienza a organizarse para defender sus intereses. Surgen así los primeros teóricos del movimiento obrero, Proudhon, Marx, Engels, Bakunin… y se crea la Primera Internacional o AIT (Asociación Internacional del Trabajo), una organización supranacional que intenta coordinar las acciones de todos los sindicatos nacionales y estandarizar las causas por las que luchar así como los métodos para lograrlas.

Desde esos primeros momentos, la socialdemocracia ha ido adaptándose, quizá no siempre exitosamente, a los enormes cambios sociales y políticos del mundo contemporáneo. Y, en muchas ocasiones, lo ha ido haciendo creando notorias divergencias entre sus distintas facciones. Un ejemplo de ello es la que se produce en el primer tercio del siglo XX con la llegada al poder de los bolcheviques en Rusia. El atractivo de aquella revolución triunfante atrajo a una buena parte de los militantes socialdemócratas que crearon organizaciones independientes que se asociaron a través de la Tercera Internacional.

Por ejemplo en 1920 en España, el Partido Comunista. Las tácticas de unas organizaciones y otras respecto a cómo acceder al poder político comenzaron ya a distinguir a estas diferentes facciones. Los comunistas, partidarios de la conquista revolucionaria del Estado y los socialistas atentos a la consecución de logros que mejoraran la vida de las personas pero sin alterar el juego político existente.

Por qué fracasan los intentos revolucionarios en los llamados países del socialismo real no es algo a abordar en este artículo. Tampoco lo es el hecho de que los partidos comunistas, al menos los europeos, cambiaran sus estrategias para virar hacia lo que se llamó el Eurocomunismo. O lo que más tarde los llevó a integrarse en organizaciones plurales compartiendo espacio con otros colectivos sociales, sean, por ejemplo, Izquierda Unida y Podemos en España o Syriza en Grecia. Me centraré, en cambio, en la evolución de los partidos que permanecieron en la orilla socialdemócrata y en este artículo, sobre todo, en sus políticas económicas.

Probablemente hay poco que conecte a la socialdemocracia europea de principios del siglo XX con la de su segunda mitad, o con la actual. Relacionar a Rosa Luxemburgo o Pablo Iglesias, con Willy Brandt u Olof Palme y a estos últimos con Martin Schulz o Pedro Sánchez, parece una tarea compleja. Pero más allá de los líderes, lo realmente complejo es entender los cambios sociales que se han producido en las sociedades donde la socialdemocracia opera. Y, por supuesto, la adecuación de sus políticas económicas a dichos cambios.

Por ir centrando la cuestión, diremos que la base económica de las políticas socialdemócratas estriba en lograr una mejor distribución de la riqueza entre los distintos agentes sociales. La consecución de este objetivo ha hecho variar históricamente las políticas de la socialdemocracia. El denominado Estado del bienestar ha sido el puerto al que se pretendía llegar, pero no siempre los gobiernos socialdemócratas han logrado ir apuntalando el camino a dicho puerto. Políticas más acertadas en ocasiones y menos en otras junto a una sociedad cambiante han hecho que, a veces, no se haya acertado el tiro.

El objetivo de este artículo es tratar de aportar algunas consideraciones sobre cómo entiendo que deberían ser hoy las políticas económicas de la socialdemocracia. Y, para lograr este objetivo, no queda otra que observar la evolución histórica de las sociedades y de las medidas para mantener el Estado del bienestar que los socialdemócratas han llevado a cabo a lo largo del tiempo. Por supuesto que esto no pretende ser un sesudo estudio académico ni tampoco una arenga de marcado carácter político. Solo intentaré hacer un pequeño análisis divulgativo atendiendo en todo momento a mi punto de vista sin que el mismo pueda convertirse en una regla general. Seguramente existirán múltiples impedimentos estratégicos que puedan hacer que los partidos socialdemócratas sigan un rumbo distinto al que yo concluyo aquí que me gustaría que siguieran.

Un poco de historia de la socialdemocracia

Cómo ya se ha avanzado más arriba, la socialdemocracia nace en una sociedad, la de la segunda mitad del siglo XIX, donde las diferencias sociales son enormes. Existe en ella muy poca porosidad en la escala social. Cuando habías nacido rico y poderoso todas las oportunidades estaban de tu lado, pero si formabas parte del ejército proletario carecías totalmente de ellas. Clases estancas sin dinamismo social que cercenaban cualquier posibilidad de progreso en la vida. La educación y la sanidad, puntales para lograr sociedades cohesionadas, estaban solo a disposición de los poderosos. Los desposeídos solo podían acogerse a las estructuras de caridad que las organizaciones religiosas o los estados mantenían, pero que en ningún caso podían cubrir todas las necesidades de la población.

El mundo del capital raramente entendía al asalariado como un activo a cuidar dentro de la estructura productiva. Enormes jornadas de trabajo, falta de derechos laborales, despido arbitrario, salarios ínfimos… Es en un entorno histórico de estas características donde los asalariados comienzan a organizarse para defender sus intereses colectivos. Así surgen los sindicatos y las organizaciones de carácter socialista con un objetivo fundamental, mejorar el nivel de vida de los trabajadores. Para lograr esto surgen dos líneas, a veces paralelas y a veces no tanto, la sindical, centrada en la mejora de las condiciones de trabajo y la política con objetivos de más calado, dirigidos a cambiar las sociedades tratando de conseguir más poder para las clases populares.

De este modo, la socialdemocracia en sus inicios se nutre de un perfil militante claro: el asalariado. Y sus objetivos también eran concisos: acortamiento de la jornada laboral, mejoras salariales, condiciones de trabajo menos duras, etc. En general el entorno negociador se produce con los empresarios a nivel individual o al de rama de la producción.

Conforme, ya entrados en el siglo XX, las organizaciones socialistas de cariz político comienzan a competir también en el entorno electoral, el acceso al poder estatal aparece en el horizonte como un objetivo que puede actuar sobre el cambio de las relaciones de producción. Ya en la primera mitad del siglo XX las organizaciones socialdemócratas de los países nórdicos consiguen llegar al poder y comienzan desde esa ventajosa posición a crear las bases de ese Estado del bienestar referido.

La cuestión es que conforme el siglo XX va transcurriendo, ambas líneas, la sindical y la política se afianzan, consiguiendo así importantes mejoras para los trabajadores. Fuera de las turbulencias de dos guerras mundiales, la sociedad cambia notoriamente. Un sistema de producción cada vez más complejo hace que en el mundo del capital vaya creciendo la idea de que los trabajadores son activos relevantes para dicho sistema. Se unen así varios elementos para lograr sociedades algo más justas y avanzadas. Por un lado, estos cambios del modelo productivo reseñado que llevan al capital a ceder parte de sus plusvalías en mejorar el nivel de vida de los trabajadores. Por otro, la fuerza de las organizaciones de los trabajadores que tanto a nivel político como sindical han mejorado fuertemente su posicionamiento negociador.

Se llega así a esos finales del siglo XX donde ya se han logrado objetivos relevantes como la sanidad y la educación más o menos universal, mejoras significativas en las condiciones laborales y los niveles salariales, subsidio de desempleo, etc. El trabajador asalariado, sobre todo el industrial, en parte ha pasado a convertirse en eso que se denomina clase media. La sociedad se ha vuelto más porosa como consecuencia del acceso universal a la educación. El bienestar ha aumentado fuertemente a causa de la existencia de redes sanitarias y sociales de libre acceso para todas las personas. Los subsidios, como el de desempleo, aseguran una vida más independiente y libre de avatares fortuitos. Es la época de la fortaleza de las socialdemocracias nórdica, alemana, francesa o española. Europa se constituye en la patria del Estado del Bienestar.

Hay que ser consciente de que una buena parte de estos logros se han conseguido por el acceso al poder de los partidos socialdemócratas. Controlando la maquinaria del Estado y la posibilidad de intervenir en el proceso legal, regulador, se ha ido construyendo una sociedad que difiere notoriamente de la ya descrita de finales del siglo XIX. Digamos que el Estado ha ganado fuerza frente a sus capacidades anteriores. Y los agentes sociales han ido adecuándose a un entorno distinto a aquel otro donde solo la fuerza de cada uno de los agentes era la base reguladora de los procesos de producción.

Ese Estado más fuerte usa dos herramientas básicas para la mejora de la vida de los ciudadanos: la fiscalidad y la intervención en el sistema productivo. Digamos que en la redistribución de la riqueza las manos del Estado han ido creciendo, lo que fluye de unas clases hacia otras pasa primero por un intermediario público que cada vez crece más para poder dar cobertura a una sociedad compleja.

Y, como toda maquinaria creada por los humanos, esa nueva superestructura estatal tiende a su autoconservación y crecimiento. Es de este hecho de donde surge la contraofensiva del mundo del capital. Ahora veremos cómo, pero antes debemos dejar anotado el hecho de que hay ya un principio asentado en la sociedad que es difícil remover. Me refiero a que todos, ricos y pobres, han entendido que solo en sociedades más justas la vida humana se torna más llevadera. Digamos que los poderosos, más allá de la presión que hayan podido sufrir por el mayor poder político de los desposeídos, también han entendido que sin algún nivel de redistribución de la riqueza, las sociedades equilibradas no son posibles.



Es en este germen donde las políticas liberales se revitalizan para hacer frente a las de la socialdemocracia. A pesar de que en el Reino Unido el Partido Laborista ha tenido durante el siglo XX numerosas participaciones en el gobierno, es en el mundo anglosajón donde la revitalización liberal cobra más fuerza. Los liberales no pugnan ya por volver al imposible mundo del siglo XIX donde solo la potencia de tu posición marcaba tu relevancia en el entorno social. Ahora ya son conscientes de que el capital puede lograr más beneficios en un entorno de tranquilidad social donde los asalariados no pierdan el posicionamiento logrado. Sin embargo, lo que sí discuten es el método para conseguirlo. Desde su punto de vista, ese nuevo Estado fuerte solo ha conseguido anquilosar, burocratizar el proceso productivo. Ellos defienden que la alta fiscalidad no es mejor para la consecución de objetivos de justicia social.

Un entorno más libre de corsés reguladores, un Estado menos intervencionista en la vida económica, una fiscalidad más baja, traerán como consecuencia el crecimiento económico necesario para que las sociedades sean más prósperas. Y piensan que con esa prosperidad se logrará un mejor acceso por parte de todos a las oportunidades de formación, sanidad, etc.

Es en la Inglaterra de Margaret Thatcher y en los Estados Unidos de Ronald Reagan donde las políticas liberales se asientan. La Escuela de Economía de Chicago, liderada por Milton Friedman da consistencia teórica a este discurso que se va fortaleciendo por todo el mundo. Ello se va manifestando en múltiples consecuencias, pero una de las más relevantes es la idea de que el Estado debe dejar de ser un agente económico más en competencia con el resto del sistema productivo.

Ya hemos dicho que, hasta ese momento, los Estados intervenían a través de políticas reguladoras de la actividad empresarial, a través de una fiscalidad progresiva y a través de su participación en la estructura económica. Existían multitud de empresas públicas en bastantes ámbitos diferentes. Era algo normal entonces que la energía eléctrica, la telefonía, una parte de la banca, determinados sectores industriales, etc. fueran de titularidad del Estado. En España existía, incluso, el INI (más tarde la SEPI) como organismos coordinadores de toda la participación pública en el sector industrial.

Pero todo esto se cae. Por la influencia del discurso liberal se va aceptando por parte de todos el hecho de que el Estado no debe participar en el sector empresarial. Así, casi todos los países desarrollados, entre finales del siglo XX y principios del XXI se desprenden de sus activos a este respecto pasándolos a la iniciativa privada. E

l Estado se reserva su posición reguladora y la gestión de los servicios esenciales tales como la Sanidad y la Educación. Sin embargo, dentro del entorno liberal, aunque en esto no han sido tan beligerantes, se viene también a defender que la gestión de estos servicios públicos debería ser privada aunque su acceso siguiera siendo universal. Es decir, que se trata de definir un Estado cuya función sea meramente de regulación y reparto a través de la fiscalidad, pero que no intervenga en ningún caso ni en el proceso productivo ni en la organización de los servicios públicos.

El posicionamiento del eje liberal ha impulsado, como no podía ser de otro modo, una adecuación del eje de la socialdemocracia. Las ideas liberales se ha impuesto de un modo tan fuerte que, en ocasiones, han arroyado al ideario socialdemócrata. Máxime cuando al conseguir el poder en sus sociedades, los liberales no han solido crear catástrofes para los más desposeídos sino que, incluso, en ocasiones, aprovechando el auge económico, han logrado mejorar la situación de las personas.

Hoy nos resultaría difícil pensar, desde una óptica socialdemócrata que el Estado creara algún tipo de empresa, por ejemplo, para fabricar automóviles como en su día lo fue la SEAT en España. No se ha tirado la toalla, en cambio, en lo que a la gestión de los servicios públicos se refiere. Sanidad y Educación, más allá de la aceptación de las redes privadas, siguen estando en el portfolio de aquello que la socialdemocracia no está dispuesta a ceder.

No todo es occidente

Este cuadro pintado para el mundo occidental durante la segunda mitad del siglo XX no es extrapolable al resto del planeta en aquel momento. Digamos que alrededor de mil millones de los habitantes de la Tierra son los protagonistas de la película descrita, pero nos faltan unos pocos miles de millones más que nada tienen que ver con lo narrado. Mientras en Europa, Estados Unidos o Japón las sociedades avanzaban según lo descrito, el resto de la población mundial seguía sumida en la pobreza, la enfermedad o las hambrunas.

El panorama comienza a cambiar a finales del siglo pasado. Y lo hace por varias razones, pero no es la menor el hecho de que el mundo del capital, en un intento de abaratar sus costes de producción, diseñara una arriesgada política consistente en deslocalizar su producción. Esto llevó a las grandes empresas industriales americanas, europeas o japonesas a comenzar a fabricar en otros países lo que antes hacían en casa. Si el salario medio de un trabajador industrial en Estados Unidos podía estar en los dos o tres mil dólares mensuales, la realidad es que en una buena parte de los países asiáticos podía ser diez veces menor.

Comienza así la política de deslocalización que desde finales del siglo pasado comenzaron a llevar a cabo las grandes corporaciones industriales de los países ricos. El asunto consistía en mantener los procesos de alto valor añadido en sus países de origen, pero llevar los de menos entidad a países donde los costes laborales fueran mucho menores y la escalabilidad mayor. Japón fue uno de los primeros abanderados de estas política apostando por Corea o Taiwán como sus centros de producción. Estados Unidos y Europa no tardaron en seguirlo.

Pero una política que quizá tenía en su origen solo el deseo de abaratar costes por parte de las compañías se convirtió en una de las situaciones que más ha cambiado la faz del mundo en los últimos años. Asia al completo, y China en particular, se convirtieron en la gran factoría del mundo. Sus bajos costes y su enorme capacidad de producción fueron la base de uno de los fenómenos más grandes de cambio que ha conocido la humanidad.

Hoy, algunos miles de millones de personas han pasado a formar parte de lo que se denomina el mundo desarrollado. El poder y la riqueza han sufrido un reequilibro continental. Asia ha pasado a capitalizar una buena parte de la riqueza creada con su aportación a la fabricación mundial y hoy países como China están a punto de convertirse en la primera potencia económica mundial compitiendo con Estados Unidos. Lo que en principio se concibió por parte de las grandes corporaciones occidentales como un sistema diseñado para mejorar la capacidad productiva e incrementar los beneficios, se ha convertido en una de las revoluciones más impresionantes que ha vivido la humanidad. Miles de millones de personas de países asiáticos han mejorado notoriamente sus rentas per cápita y se han incorporado al mundo desarrollado, reequilibrando así las estructuras de poder internacionales.

Pero todo esto ha traído también relevantes consecuencias a las sociedades. La entrada de ejércitos productivos asiáticos de bajo coste trajo consigo una paralela bajada de la importancia que el trabajo manual tenía en el área desarrollada del planeta. Esa situación, que parecía perseguirse, consistente en dejar los procesos de alto valor añadido en Occidente y llevar los de bajo valor añadido a Oriente no ha funcionado en su diseño inicial. Asia ha mejorado enormemente su capacidad de diseño, no solo la de manufactura, a la vez que que Occidente se empobrecía en ambos apartados.

Esto está llevando al mundo a una situación en la que los llamados países ricos están sufriendo un importante cambio en el panorama productivo. Los grandes sistemas de protección social desarrollados en la época de las vacas gordas se tambalean. Quizá hubo un momento en que el tradicional binomio occidental de clase dominante-clase dominada comenzó a invertirse para pasar todo Occidente como clase dominante a tener su clase dominada en Oriente. Pero eso hoy no se sostiene. En Oriente han subido notoriamente los costes de producción en paralelo a su crecimiento industrial. A su vez, en Occidente la pérdida del trabajo fabril ha ido creando ejércitos de desocupados que no siempre son capaces de incorporarse a los procesos laborales de mayor valor añadido que los entornos de trabajo de sus países pueden ofrecerles.

Solo los cambios del modelo de producción con un incremento relevante de entornos de poco valor añadido, como la hostelería o el turismo, consiguen absorber una parte de estos ejércitos laborales que antes se empleaban en la manufactura. Hasta ahora parece que aún nuestros países conservan alguna buena posición en sectores como el del automóvil, pero la pérdida de competitividad es cada vez más patente frente a Asia en todas las áreas tecnológicas e industriales.

Hace años escribí un artículo, Volvemos a fabricar en casa donde me planteaba el reto de intentar cambiar este modelo productivo por otro donde parte de la producción manufacturera volviera a Occidente como una vía para reequilibrar el mundo. El artículo tiene ya casi seis años y no parece que se estén dando pasos importantes a ese respecto.

Y… algunas consecuencias

Todo esto ha traído grandes cambios en las relaciones de producción. Algo que comenzó como una oportunidad para que el capital occidental incrementara sus plusvalías ha traído algunas consecuencias relevantes. Resumamos algunas de ellas.

  • Un alto porcentaje de la población mundial se ha incorporado al mundo desarrollado. Miles de millones de personas ahora poseen, o están cercanos a poseerlo, el estándar de vida de los obreros industriales occidentales de la segunda mitad del siglo XX.
  • El abaratamiento de costes de la producción en Asia ha supuesto para los trabajadores industriales europeos una notoria pérdida de su influencia en el panorama de la producción mundial. La dificultad para mantener sus niveles salariales es una consecuencia lógica de ese proceso.
  • El desarrollo industrial de Asia no ha seguido el mismo camino que siguió el europeo en el siglo XX. El concepto de Estado del bienestar, tal como se lo conoce en Europa no tiene un paralelo similar en Asia donde existe bastante más desprotección social. Las ideas liberales parecen haber calado más en estas sociedades, a pesar de que el gigante chino, con su régimen ¿comunista? sea el principal baluarte de todo este proceso.
  • Toda esta nueva situación ha aportado relevantes cambios al panorama de la producción mundial. En general, los obreros industriales han perdido influencia y la imagen de eso que se venia denominando proletariado se ha difuminado, creando una nueva estructura social donde el tradicional análisis marxista ha ido perdiendo vigencia. Y ello, lógicamente, ha alterado la estructura programática de la socialdemocracia, algo perdida entre este cambio de circunstancias productivas en paralelo al crecimiento del neoliberalismo ya descrito anteriormente.
  • En occidente la pérdida de puestos de trabajo industriales ha ido creando una nueva clase nutrida de personas con empleabilidad más precaria y que, en muchas ocasiones, se desempeñan autónomamente en sectores donde las empresas de más tamaño no tienen mucho que aportar. El sector servicios es el principal receptor de este tipo de perfiles que se caracterizan por vivir en un entorno de variabilidad laboral, ya que nada les garantiza sus niveles de ingresos frente a lo que sucedía con los trabajadores industriales de finales del siglo pasado.

Y qué hay de la socialdemocracia

Creo que no queda otra que reconocer que en este nuevo mundo que estamos describiendo, la socialdemocracia no ha encontrado aún del todo su camino. El mantenimiento del principio clásico de la redistribución de la riqueza sigue firme en las organizaciones políticas de este ala. Sin embargo, los métodos para conseguir ese objetivo parece que están algo dispersos. El enorme empuje de las ideas liberales parece haber noqueado en parte a los partidos del ala izquierda que andan navegando muchas veces con un rumbo poco claro en este nuevo océano.

Ese enorme auge de las ideas liberales ha hecho que la socialdemocracia abandonara algunos de sus principios esenciales para adecuarse a algo que parecía ser una demanda de la población en general, me refiero al adelgazamiento del Estado, al abandono de este de las estructuras productivas para ceder a la libre competencia y al mercado todo el acontecer del ciclo económico.



Pero, para que la socialdemocracia pueda ser una alternativa política con seguidores suficientes para acceder al poder, tiene que diferenciarse programáticamente. No sirve con aceptar sin más las políticas liberales y diferenciarse solo en cómo se trata la fiscalidad para lograr que el reparto llegue a la clase social que la sustenta. Es una misión esencial de la izquierda ampliar su base electoral, constituir una alternativa diferenciada y consistente. Para lograr esto el programa económico es esencial y no puede quedarse solo en los aspectos fiscales. Hay que definir qué tipo de sociedad se quiere, cómo vamos a financiar nuestra vida, qué elementos económicos serán aquellos que apoyaremos y, sobre todo, cómo el Estado puede continuar siendo un agente relevante en el proceso económico.

En los siguientes apartados trataré de apuntalar esta idea profundizando en algunos puntos ya tratados pero que considero indispensable ampliar.

Algunos puntos esenciales

Estado subvencionador versus Estado inversor

Al tener que abandonar el mundo de la participación directa en la economía real, el Estado ha pasado a ejercer un fuerte rol subvencionador. Hoy apenas si quedan empresas productivas reales de carácter público, por tanto lo que los gobiernos hacen es subvencionar iniciativas. En el sentido empresarial no parece haber mucha diferencia entre socialdemócratas y liberales, en general, gobiernos de ambos sentidos políticos introducen partidas en sus presupuestos para subvencionar la economía real, sea para fomentar el I+D en las empresas, sea para empujar determinadas áreas de interés, como por ejemplo el mundo de las energías renovables.

Donde si existe una diferencia notoria es en el ámbito de la subvención a los particulares. Esta puede producirse de múltiples maneras: becas, rentas mínimas, servicios sociales… La socialdemocracia ha apostado con fortaleza por tomar más presencia en este área, mientras que los liberales suelen ser más restrictivos.

El gran historiador, recientemente fallecido, Tony Judt se plantea hasta qué punto esta pérdida del rol inversor del Estado no es nociva para la sociedad. Cuando se tiene una fuerte presencia económica seguramente puedas ejercer un peso más fuerte en el mercado que si solamente te posicionas como un elemento regulador el mismo. Sobre todo si esa regulación está sujeta a tantos corsés por los procesos de globalización como hoy lo está. Digamos que el Estado ha perdido presencia en el mundo económico por más que desde los entornos liberales se le siga pintando como un monstruo que canibaliza el buen funcionamiento de las cosas cuando se las deja a su libre arbitrio.

Además, la mayor presencia en el entorno subvencionador hace que el Estado aparezca ahora como una especie de dilapidador de los recursos públicos. Se critica que ese aporte adicional de dinero a los particulares no se emplee en el mundo productivo en forma de rebajas impositivas. Este es un eje complejo donde la socialdemocracia tiene uno de sus retos más difíciles. La rebaja impositiva para dinamizar la actividad económica contribuye a la pérdida de entidad del Estado en tanto que ya no interviene en cómo se invierte ese dinero adicional que la sociedad logra. En cambio, si se mantiene una fiscalidad más alta, el Estado tiene presencia en el reparto de la misma. Esta es una situación compleja y la socialdemocracia no ha sabido crear una narración adecuada para defender su posicionamiento ideológico.

Competir en un mundo global

Cuando la economía estaba más centrada en cada país las cosas eran más sencillas. Aunque quizá fueran más difíciles para la mayor parte de la población mundial, sobre todo para la de los países pobres.

En un mundo global, las reglas son globales. Hoy, por ejemplo la industria automovilística alemana tiene que competir con la china y los costes de producción y las economías de escala son radicalmente diferentes. En un entorno de este tipo es imposible que un trabajador alemán pueda seguir ganando tres mil euros al mes cuando uno chino hace el mismo trabajo por menos de mil. Tradicionalmente esto se hubiera resuelto impidiendo que un coche chino pudiera venderse en Alemania, pero eso hoy atentaría contra las reglas del libre comercio internacional que el mundo ha decidido imponerse.

Ciertamente, los trabajadores chinos van aumentando sus niveles salariales, pero aún existen importantes diferencias. Esto fuerza de manera inmediata a que los alemanes tengan que reducir los suyos si quieren competir. Hasta hace poco las diferencias productivas y la mayor capacidad tecnológica u organizativa moderaban esta tendencia, pero eso soy ya no sucede. Oriente está al mismo nivel tecnológico que Occidente.

Esto es un reto enorme para la socialdemocracia. Sus alas sindicales exigen el mantenimiento y la mejora de los niveles salariales de los trabajadores, pero el mercado impide que esto pueda llevarse a cabo. En este sentido, los propios trabajadores de los países más desarrollados o con mejores niveles salariales se han convertido en los enemigos de sus colegas de los países más pobres, ya que piden a sus gobiernos normas para evitar que la producción de estos países compita en libertad con la propia.

Todavía a finales del siglo XX, y con unas economías asiáticas menos desarrolladas, esto podía llevarse a cabo en cierta medida. Hoy es imposible. La economía es global, las empresas compiten no local sino globalmente. Y a la socialdemocracia no le queda más remedio que crear alternativas para este nuevo entorno. Y estas no pueden ser el mantenimiento de niveles salariales que hagan imposible dicha competencia global. Si apostaran por esa vía estarían ayudando a llevar a la bancarrota a sus sociedades y estarían condenando a los trabajadores al desempleo.

Obreros industriales de finales del XX / Sociedad compleja del XXI

La socialdemocracia surgió para dar cobertura a las demandas de los obreros industriales de los siglos XIX y XX. Una sociedad con los rasgos de simplicidad que ya se han mencionado en este mismo artículo. Pero la sociedad del siglo XXI es algo más compleja.



Ya incluso en sus inicios los partidos socialdemócratas tenían serias dificultades para hacer que sus políticas adecuadas para los asalariados no fueran demasiado agresivas para los pequeños empresarios. Hoy esto no solo se mantiene sino que se ha disparado. En nuestro mundo las pequeñas empresas y los profesionales autónomos son legión. La socialdemocracia no puede permitirse seguir ciñendo su representación a los asalariados. Se debe ser consciente de que el pequeño trabajador autónomo es alguien tan desposeído o más que el trabajador asalariado. Plantear políticas solo en beneficio de los primeros pero sin tener en cuenta como perjudican a los segundos es algo que los partidos de izquierda no pueden permitirse si no quieren perder apoyo electoral masivamente.

No es fácil. Véase, por ejemplo, la polémica acerca de la subida del salario mínimo en España. Dicha subida puede beneficiar a los asalariados, pero también perjudicará a los pequeños propietarios, que verán subir sus costes en detrimento de sus ingresos personales, las más de las veces iguales o incluso inferiores a los de sus trabajadores. También irá en contra de los autónomos, ya que estos verán incrementadas sus cotizaciones sociales. ¿Qué hacer? Lamentablemente no tengo la respuesta, pero del equilibrio que se mantenga en este orden de cosas dependerá que las organizaciones socialdemócratas no pierdan un apoyo social que les es imprescindible para ganar elecciones y gobernar en sus sociedades.

La socialdemocracia en el nuevo escenario europeo

En Europa, sobre todo desde la gran crisis de 2008, hemos visto cómo los partidos socialistas tenían serias dificultades para acceder al poder en los diferentes países. Su electorado tradicional les reprocha que sus políticas hayan basculado hacia posiciones que consideran de derechas. No se ha sido consciente por una buena parte del votante socialista tradicional de lo difícil que era mantener las políticas socialdemócratas al uso en este nuevo entorno que nos está tocando vivir.

Países donde los partidos socialistas han tenido una gran fuerza y gobernado durante muchos años, como es el caso de Francia o Grecia han visto hundirse casi totalmente sus oportunidades políticas. Parece, en cambio, que en otras sociedades como las nórdicas o la alemana, dichas opciones se han mantenido a través del pacto con alternativas liberales, sacrificando, por supuesto, determinados aspectos de su ideario tradicional. En España, en cambio, el PSOE ha accedido al poder a través de un pacto con su izquierda, pero cada día surgen nuevas informaciones acerca de los tremendos equilibrios que dicho gobierno debe hacer para mantener la cohesión.

Por otro lado, en determinadas sociedades como la francesa con Macron, la americana con Biden o la canadiense con Trudeau, partidos progresistas han llegado al poder con idearios que podrían considerarse equidistantes entre el socialismo moderado o de centro y el liberalismo progresista.

¿Será este el camino? Quien lo sabe. Yo apuesto por él, ya que pienso que la actual complejidad social tiene que llevar a dinámicas de pacto, de sacrificio de los programas de máximos para lograr la necesaria cohesión social que permita el buen desarrollo de la actividad económica y mantenga, de ese modo, la capacidad competitiva del país.

Bases para una política económica socialdemócrata

Resumiré en este apartado algunas puntos que me parecen importantes para la definición económica del programa socialdemócrata. Algunos son absolutamente usuales y poco controvertibles, pero seguro que otros serán mucho más discutibles. En cualquier caso estoy convencido de que se necesita un fuerte proceso de reflexión en la izquierda respecto al ideario económico. De no darse este proceso es bastante probable que la socialdemocracia siga perdiendo fuelle frente a las alternativas liberales.

Mi propuesta a este respecto se centra en algo que ya he mencionado con anterioridad, me refiero al binomio Estado subvencionador frente a Estado inversor. Las políticas económicas de la socialdemocracia deberían girar desde el primero hasta el segundo. Usar la fiscalidad para repartir lo que ya existe en forma de subvenciones a particulares o a empresas creo que no es el mejor modo de mejorar nuestras sociedades. Si ese dinero en lugar de gastarse se invierte de forma que los resultados de esa inversión reviertan al Estado, este tendría una mayor capacidad para abordar sus políticas sociales sin necesidad de recurrir a la subvención más que en los casos estrictamente necesarios. También reduciría la necesidad de aplicar altos tipos impositivos en tanto que habría una mecánica de financiación adicional a la fiscal.

En ocasiones parece haber una cierta contradicción entre la persecución de lo que es mejor para el país y lo que es mejor para la clase social que mayoritariamente sustenta a los partidos. Resulta poco gratificante ver cómo en el programa político del PSOE se da mucha importancia a los aspectos fiscales pero no se habla demasiado de cómo fomentar la industria del país para ser más competitivo y crecer. Si la economía general no funciona bien poco habrá que repartir fiscalmente hablando. Pero parece que esto último se delega en la iniciativa privada mientras que para el Estado se reserva fundamentalmente un rol controlador de la fiscalidad o supervisor del entorno económico. Yo creo que esto es un error. Hay que participar más en la actividad económica, fomentar con políticas presupuestarias claras la economía del país.

Por ejemplo, en el entorno político actual en España, una diatriba de estas características solemos verla a diario entre lo que defiende el Ministerio de Economía a través de Nadia Calviño frente a lo que defiende el Ministerio de Trabajo a través de Yolanda Díaz. La primera persigue con sus políticas el crecimiento económico del país, la segunda defiende la mejora salarial de los trabajadores. El problema es que no puede haber mejora salarial de los trabajadores si no hay un sostén económico fuerte de la sociedad. Y no siempre ambas políticas transitan en paralelo, aunque, desde luego, no sería justo que si existe expansión económica los beneficios de la misma no recayeran en quienes han aportado su esfuerzo laboral para conseguirlos.

Hay una base que creo que es imprescindible para la política económica de la socialdemocracia. Me refiero al sostenimiento de servicios públicos de calidad para todos. Sanidad y educación con los mejores niveles. Y en redes públicas, que garanticen que no habrá elementos económicos que puedan resultar discriminatorios. Esto es la seña de identidad de la socialdemocracia y bajo ningún concepto debe perderse. Por supuesto, sin menoscabar que se habiliten cuantas redes desee crear la iniciativa privada, pero conservando la inversión pública solo en las primeras. Pero para mantener servicios públicos de calidad la socialdemocracia tiene que alentar la actividad económica. Y para ello se deben hacer evolucionar sus programas basados en la economía subvencionadora para fomentar una economía de tipo inversor por parte del Estado.



Estaría bien limitar las subvenciones individuales a situaciones bien delimitadas e inspeccionables. Se trata de que el dinero llegue realmente a quien lo necesite pero que no se pierda por los caminos. En cuanto a las subvenciones empresariales, mi punto de vista es que deben eliminarse en su metodología actual. Yo creo que el Estado debe volver a formar parte del tejido productivo y una opción sería usar el dinero dedicado a subvencionar ciertos sectores a crear empresas mixtas entre la iniciativa privada y la pública.

Estas empresas deberían estar controladas por consejos de administración también mixtos. Sus mecánicas de gestión deberían diseñarse para apuntalar con claridad los objetivos de desarrollo del área en cuestión, pero buscando la rentabilidad empresarial que revirtiera a Estado y empresa en función de su participación en el proyecto. Piénsese lo diferente de un sistema en el que el Estado solo inspecciona la gestión del dinero que da a las empresas y otro donde el Estado es un agente claro de dicha aportación económica.

Mi punto de vista es que es mejor apoyar el tejido empresarial en áreas determinadas, siempre que esto aporte rentabilidad social, beneficios públicos, puestos de trabajo. Es preferible que el Estado contrate a cien personas para crear, por ejemplo, un espacio de manufactura para determinado material médico de alta tecnología, a que pague desempleo o subvenciones sociales a esas cien personas. Si, además, se logra que el proyecto aporte beneficios económicos, el saldo final será mucho más positivo para la sociedad.

En general, lo que propongo es una vuelta del Estado a parte de la actividad empresarial. Pero con medidas de gestión muy claras, limitando su área de actividad solo al apoyo de la iniciativa privada y no a su sustitución. Todo ello con una búsqueda de los objetivos de rentabilidad similares a los de las empresas privadas y con una política de recursos humanos también similar a la de aquellas. Uno de los elementos que ha hecho fracasar a las empresas públicas es la gestión de sus recursos humanos, muy basada en el estamento funcionarial con lo que la evaluación del rendimiento apenas si influía en la carrera profesional.

Se necesita personal con contratos laborales o de dirección similares a los de las grandes empresas privadas, sujetos a la supervisión de consejos de administración mixtos que realmente persigan los objetivos económicos designados. Esto es solo un leve apunte, no tengo muy claro como debería desarrollarse este sistema, pero creo que es indispensable para que la inversión pública intente buscar una rentabilidad real para la sociedad. La clave, desde luego, tiene que ser gestionar al estilo privado todas las inversiones públicas, con un entorno legal de control duro y preciso.

Digamos que el objetivo a perseguir es que parte de las plusvalías que van directamente al mundo del capital privado reviertan al Estado de forma que este pueda mejorar su capacidad de abordar el programa socialdemócrata de una mejor distribución de la riqueza y de servicios sociales de calidad sin que esto gravite solamente en medidas recaudatorias de tipo fiscal.

No obstante, seamos realistas, en el mundo actual con la globalización económica, este tipo de actuaciones no deben interferir con la iniciativa privada. Las trasnochadas políticas nacionalizadoras que se defienden desde la izquierda populista no son posibles hoy. Formamos parte de una estructura estatal supranacional, la Unión Europa, que tiene reglas muy claras a este respecto y que delimita con rigor el punto en que los Estados pueden participar en la actividad económica. Pero creo que encontrar el camino por el que el Estado pueda mantener un rol inversor y activador en la economía real debería ser uno de los puntos cruciales de las políticas económicas propuestas por la socialdemocracia.

El reto es buscar una fiscalidad adecuada a la complejidad del mundo actual. Ya hemos reseñado cómo las políticas liberales son hoy bienvenidas por un muy amplio conjunto de la sociedad. Atraer a colectivos que en este momento se inclinan por este tipo de políticas, pero que por su capacidad económica se encuentra entre las clases medias debería ser un objetivo ineludible de la socialdemocracia. Por ejemplo, en nuestro país, los autónomos y los pequeños empresarios. Para los primeros hay que adecuar un entorno impositivo que realmente se adecue a lo fluctuante de sus ingresos, poner a su alcance medidas de protección social similares a las que los asalariados poseen, etc. Para los segundos, un apoyo estatal claro a sus iniciativas empresariales a través de cooperación estatal del tipo de la reseñada anteriormente, proyectos mixtos, etc.

En el mundo occidental, las clases medias conforman una parte esencial de la población, en muchos casos, la más numerosa. Hacer que el proyecto político de la socialdemocracia sea atractivo para estas clases debería ser una tarea ineludible para las organizaciones de izquierda. En general, los llamados trabajadores de guante blanco, me refiero a los profesionales de la tecnología, del mundo de las finanzas, los consultores… vienen optando por alternativas liberales que consideran más cercanas a su modo de ver la vida.

El problema es que las clases medias suelen ver como ellas son las principales aportadoras impositivas al Estado y no siempre existe un equilibrio entre dicha aportación y lo que se recibe a cambio. Hallar la clave para equilibrar esa balanza es esencial para lograr que el proyecto socialdemócrata sea atractivo para dicho conglomerado social. Una socialdemocracia que se queda encasquillada en la defensa del trabajador industrial clásico se quedará cada vez más relegada puesto que este colectivo pierde cada día componentes en los países occidentales.

Piénsese, además, que el concepto de asalariado hoy ya no es tan univoco. Cuántos trabajadores invierten en bolsa parte de sus rendimientos salariales. Cuántos trabajadores poseen pequeños patrimonios acopiados por herencia familiar o a lo largo de su vida profesional. Esto hace que sus intereses sean mixtos entre los de un asalariado convencional y los de un pequeño propietario. Centrar el tiro solo en los más desposeídos hace que el colectivo afín sea cada vez más reducido en sociedades que han incrementado su nivel de riqueza. Para esta nueva sociedad, la fiscalidad y la seguridad jurídica son esenciales. No hay que renunciar en ningún caso a la defensa de la fiscalidad progresiva de modo que paguen más los que más tienen.

El proyecto que presentan los liberales parece haber sustanciado mejor la nueva situación del mundo en que nos hallamos y han creado una narrativa que es bien recibida por una parte importante del electorado. Lo que no podemos hacer los socialdemócratas es quedarnos de brazos cruzados o apelar a viejas recetas que hoy no pueden ya llevarse a cabo. Hay que poner todo el esfuerzo en crear una alternativa económica a nuestras sociedades que ayude a lograr la prosperidad de todos porque solo a través de este logro, la socialdemocracia podrá seguir ejecutando su política perseguidora de una mejor distribución de la riqueza y unos servicios públicos universales de gran nivel.

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