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¿Es aún posible la socialdemocracia? 3. Poder, Estado, legislación.

Recientemente, dos articulistas de Poliloquios han disertado acerca de una temática de gran interés para la pregunta sobre la socialdemocracia que da título a esta serie. Me refiero a Adrián López Valero, con su Socialismo y bondad (1) y a Caesaripse, con su El localismo (fractal) como remedio a la polarización política. Creo que en ambos subyace una misma cuestión de fondo. Me refiero a en qué principios filosóficos o en qué concepción del ser humano, se sustenta el ideario socialdemócrata.

Mi planteamiento de hoy va a partir de algo de lo aportado por ambos autores pero para intentar llegar a un puerto diferente. Es decir que hablaré también de los fundamentos, pero en su uso para llegar a conclusiones sobre la utilidad de la socialdemocracia hoy. Y lo haré así porque creo firmemente que más allá de los fundamentos, de los orígenes ideológicos, estratégicos o tácticos, más allá de la historia, lo realmente importante es si todo o parte del recetario socialdemócrata puede ser útil a nuestra sociedad actual.

Los dos autores mencionados vienen a concluir que esa especia de solidaridad forzada a que los socialdemócratas parecen obligarnos no es consustancial al ser humano. Y que, sin embargo, el reforzamiento de nuestra propia potencia individual (quizá lo que pudiéramos llamar egoísmo, aunque alguno de los autores creo que no se sentiría cómodo con el término) es el motor que da vida a las sociedades. En el fondo, y con miedo a que me acusen de simplificar, no deja de estar ahí el elemento divisor de más importancia entre la dos alas, liberal y socialdemócrata, del escenario político actual.

Se habla también en ellos de esa especie de división practicada por la izquierda entre los buenos (los obreros asalariados, los pobres del mundo, los desprotegidos, los parias de la tierra) y los malos (los empresarios, los triunfadores, los poseedores de poder y medios). Hablaremos con más detalle de esta especie de buenismo heredado por la concepción marxista del proletariado.

Fundamentando. Baruch de Spinoza

Sentadas estas dos cuestiones, me gustaría hacer algo de historia para llegar a fundamentar lo que pienso. Para ello me remontaré a uno de los pensadores en que se sustenta una buena parte de la teoría política de las actuales democracias. Me refiero a Baruch de Spinoza, el judío de origen sefardí, que no solo fue uno de los puntales del racionalismo del siglo XVII sino que, además, revolucionó el pensamiento político y religioso de su época. Para quienes tengan interés en profundizar en su pensamiento político pueden consultar mi artículo Spinoza. IV. El pensamiento político de Spinoza o la bibliografía reseñada en las notas del mismo. Este autor anticipa una buena parte del pensamiento político que más tarde se desarrollaría con la Ilustración. En su concepción del Estado, Spinoza parte de que el hombre en su estado natural no está sujeto a restricción alguna y lo único que persigue es todo aquello que le apetece. Como nos dirá en su Tratado Político, “El derecho de la naturaleza en su conjunto y, por consecuencia, el derecho natural de cada individuo se extiende hasta donde llegan los límites de su poder”. Sin embargo, la razón nos indica que sería imposible para el hombre perseverar en su ser en un estado de esas características, ya que nuestra potencia chocaría continuamente con la potencia de los otros. Por eso, los humanos han organizado su vida en sociedad donde unos nos apoyamos en los otros en lugar de dificultarnos la existencia. El Estado, por tanto, es un elemento esencial para que las personas podamos vivir y conseguir nuestros objetivos sin que unos nos estorbemos a los otros.

Ahora bien, que se presente al Estado como un elemento necesario aún no nos ayuda a determinar qué tipo de Estado es aquel que mejor se adecúa a facilitar el desarrollo humano. En esto, Spinoza también será taxativo, “El derecho de dicha sociedad se llama democracia; esta se define, pues, como la asociación general de los hombres, que posee colegialmente el supremo derecho a todo lo que puede». Así lo anotará en su Tratado teológico-político. Es decir que la organización ideal del Estado será aquella donde la suma total de «lo que se puede» sea mayor. Y esa, desde luego, no se ubicará en regímenes autocráticos dónde el poder solo recae en uno o en unos pocos. En cambio, lo hará en aquella donde más individuos asocien su poder para constituir una unidad que acumule el supremo derecho que le han delegado sus partes.

Pero, sigamos avanzando con la teoría política de aquel genial pensador de origen sefardí. En su obra podemos ver también el germen de un asunto que hoy es de trascendental importancia. Me refiero al principio de lo que hoy denominaríamos seguridad jurídica. Para Spinoza el mantenimiento de un entorno donde las personas se sientan seguras es esencial para el desarrollo humano. Así nos dirá también, en su Tratado teológico-político que “…su fin último (del Estado) no es dominar a los hombres ni sujetarlos por el miedo y someterlos a otro, sino, por el contrario, librarlos a todos del miedo para que vivan en cuanto sea posible con seguridad; esto es, para que conserven al máximo este derecho suyo natural de existir y de obrar sin daño suyo ni ajeno”.



Un último elemento que me gustaría anotar de Spinoza es su especial visión de la multitudo, el vulgo, que se deja manipular, que vive engañada en un mundo de pasiones y afectos cuya razón no es capaz de desentrañar. Y todo ello culmina en la voluntad de Dios, ese asilo de la ignorancia, tal como nos dirá en su Ética. Para Spinoza solo el correcto uso de la razón da a los humanos la capacidad necesaria para conocer la auténtica realidad de las cosas y obrar de forma adecuada a dicho conocimiento. Sin embargo, a partir de Marx existe una cierta idealización de la multitud, identificada con el proletariado. Será, pues, a partir del marxismo que se considere a la clase obrera con privilegios ontológicos sobre las clases sociales que la han conducido a su estado de carencia. Y será apelando a dicha idealización de la clase obrera que se justifique el uso de la violencia revolucionaria ejercida por dicha clase para cambiar el estado de las cosas.

Con todo esto, hemos recogido una serie de elementos que nos van a ayudar a partir de aquí a reflejar más en lo concreto del mundo actual la posible estrategia socialdemócrata en lo que al uso del poder y la transformación social se refiere.

Legislar para cambiar el mundo

El mundo ha cambiado mucho desde que Maquiavelo, Spinoza, Montesquieu o Marx elaboraron sus concepciones filosóficas. Me gustaría reseñar una característica crucial de ese cambio. Se trata del mayor acceso a las oportunidades que cada persona tiene, al menos, en las sociedades avanzadas de nuestra época. Más información, más capacidad de acción, más acceso a bienes… Todo ello confluye en una actitud de menor conformismo respecto a cualquier situación de hecho que las sociedades puedan plantearse.

Es decir que si las personas, por ejemplo, del siglo XIX necesitaban cubrir sus necesidades más básicas en un mundo que aún no se las proporcionaba, en nuestro siglo XXI, los ciudadanos, al menos en las sociedades avanzadas, parten ya de un derecho relativamente consolidado a tener cubiertas esas necesidades. Por tanto, lo que buscan es la oportunidad de llegar más lejos.

Y, en un entorno como este ¿qué camino puede seguir la socialdemocracia para transformar la realidad? Vayamos paso a paso.

Un viejo principio de la teoría marxista consistía en la comparativa entre lo que se denotaba como democracia formal y lo que debería ser la democracia real. Venía a decirse que los sistemas democráticos solo lo eran en la forma, pero no realmente en el fondo, ya que el mayor acceso a las oportunidades y, por tanto, al poder, de las clases sociales dominantes imposibilitaban la autentica equidad que se necesitaba para que el peso de cada persona fuera igual en la toma de decisiones.

Ciertamente una diferenciación de esta índole tiene sentido en lo que a la justicia social se refiere, pero en nuestras sociedades actuales no parece un elemento tan esencial. Es un hecho que siguen existiendo notorias diferencias de clase, pero ello no es óbice para que se obstaculice el principio de que todas las personas tienen el mismo peso a la hora de emitir su voto.

Quiero llegar con esta argumentación a un elemento que ha estado presente en las organizaciones socialdemócratas a lo largo de toda su historia. Me refiero al debate que se ha producido en ellas acerca de si han de seguirse los cauces marcados por la ley para intentar realizar los procesos de cambio social o si, contrariamente, es necesario transgredir la ley para que dichos cambios puedan lograrse.

En general, desde la segunda mitad del siglo XX la mayor parte de la socialdemocracia optó con claridad por el camino del respeto a la ley, cosa que no se había dado por igual en la primera mitad de dicho siglo. Hoy, en las sociedades complejas del siglo XXI se hace más necesario que nunca el más absoluto respeto al principio de legalidad. Esto no quiere decir que no se trabaje por lograr los cambios sociales que la izquierda persigue, pero siempre respetando las normas vigentes. Y no solo respetándolas, sino también intentando que cuando se tengan las mayorías necesarias no se pongan en marcha procesos de cambios legislativos que puedan implicar pérdida en la seguridad jurídica que las personas necesitan para poder vivir con la tranquilidad necesaria (Spinoza dixit).

Hoy carece de sentido pensar que los derechos de un colectivo cualquiera pueden sobreponerse a la ley por la que se rige una sociedad. Como ya hemos indicado, por parte de la izquierda se ha mantenido que, por el hecho de existir un injusto reparto de la riqueza, hay una especie de derecho de los más desfavorecidos a obtener una mejora de su situación aunque sea saltándose los principios legales. Y esto, que podía tener sentido en momentos históricos donde las oportunidades de los desposeídos eran mínimas, hoy difícilmente lo tiene. En sociedades donde la escalera social funciona y donde la educación está al alcance de todos, parece difícil justificar esa especie de derecho absoluto de quienes menos poseen. El derecho a mejorar su situación, sin duda. El derecho a gozar de todas las oportunidades, por supuesto. Pero nunca el derecho a estar por encima de la ley o transgredirla empleando la fuerza.



Manuel Azaña defendía la capacidad de legislar como la mecánica más efectiva para cambiar las sociedades. Hoy esto es más cierto que nunca. Si nos remontáramos a los siglos XIX y, sobre todo, al XX, tendríamos que admitir que muchas de las fuerzas políticas que en esos momentos estaban sobre el tablero, defendían el uso de la violencia revolucionaria como mecanismo para transformar las cosas. Hoy eso es una idea prácticamente abandonada. Sobre todo en las sociedades avanzadas es el acceso democrático al poder y la capacidad legislativa que con ello se obtiene, lo que permite hacer realmente cambios.

Por supuesto que, en ese proceso, existen muchas interferencias. El poder, la capacidad de ejercerlo y de influir en quienes lo ejercen son cuestiones no siempre transparentes. Redes sociales donde se manipula a las poblaciones, lobbies que influyen en las decisiones políticas, corrupción, ambición personal de los dirigentes… Y tantas otras cosas que interfieren en el que debiera ser el limpio escenario de pergeñar un programa político, validarlo en las urnas y ejecutarlo en el periodo de tiempo de poder que se nos ha concedido.

Trabajar en minimizar las interferencias, en lograr un entorno transparente en el ejercicio de la política, debe ser uno de los objetivos que las organizaciones políticas actuales deben seguir. Y esto no es ajeno a la socialdemocracia. Si hoy los partidos de izquierda quieren mantener o hacer crecer su influencia, deben ser conscientes de que para hacerlo no basta solo con trabajar en su tradicional meta de lograr una mayor justicia social. También deben trabajar para que el tablero sobre el que juegan sea el más limpio posible mejorando el entramado legislativo que lo posibilita.

Un gran peligro: la nueva clase

Milovan Djilas, un político yugoslavo (sí, de un país que ya no existe) escribió en los años cincuenta una obra llamada La nueva clase. En ella alertaba sobre la peligrosa situación que se estaba fraguando en los países del socialismo real donde se había sustituido la tradicional oligarquía por una nueva clase burocrática (la élite de los partidos comunistas) que era la que realmente ostentaba el poder en la sociedad.

Pero este riesgo no solo existía en los países del telón de acero. Las democracias modernas hacen también de su clase política algo parecido a esa nueva clase de la que hablaba Djilas. Los políticos se constituyen en un grupo social cuyos componentes, en muchos casos, solo han tenido a lo largo de toda su vida la ocupación de ejercer la actividad pública en sus diferente eslabones. Los partidos se convierten así en organizaciones especializadas en gestionar el poder en la sociedad, admiten a sus iniciados que pasan en ellos su vida laboral activa, los elevan o los hacen caer según los intereses del momento. Y, en cualquier caso, los alejan de la vida real, de esa vida sujeta a una actividad económica, laboral y de participación social. Se convierten, de ese modo, en miembros de una superestructura que no siempre está atenta a los problemas reales de la sociedad que les toca dirigir. Son, en cierto modo, la nueva clase de Djilas.

No quiero exagerar esta cuestión ya que no siempre es del todo cierta, pero nuestra experiencia en España en los últimos años avala fuertemente estas conclusiones. Y, lamentablemente, en el ámbito de los partidos socialdemócratas parecen abundar más este tipo de perfiles que en el de los liberales. Quizá esto se deba a que quienes se ubican cerca del ala derecha suelen ser personas cercanas al mundo de la empresa o del poder económico. En cambio, los del ala izquierda o son políticos profesionales o empleados públicos o privados que no siempre tienen una fuerte vocación hacia la carrera profesional en la que se encuentran insertos. Siendo así que ven en el mundo de la política una oportunidad, no solo de llevar a la práctica su ideario, sino también de ubicarse en un entorno profesional que consideran más acorde con sus intereses.

Pero es que la política no debiera ser en ningún caso una salida profesional para nadie. Lo normal es que fuera simplemente un estación de tránsito para ayudar a la sociedad a mejorar. Y, desde mi punto de vista, esto solo puede conseguirse con el natural dinamismo que la sociedad tiene más allá del mundo de la política.



Los políticos profesionales, esa nueva clase, se convierten en una superestructura burocrática que, en lugar de dinamizar las sociedades, contribuyen a su anquilosamiento. Por ello, la socialdemocracia, si quiere sobrevivir y ampliar su abanico de posibilidades, debe acercarse al máximo a la sociedad real y olvidarse de que sus miembros permanezcan en cercados opacos donde no penetre demasiada luz de la realidad.

Hoy existen multitud de personas en la sociedad real que pueden ayudar a gestionar mejor las cosas y cuyas ideas están más cerca del entorno socialdemócrata que del liberal. Sinceramente creo que los partidos del ala izquierda deben poner reglas operativas claras que eviten la acumulación en sus filas de políticos profesionales y que atraigan a otras personas que en determinados momentos puedan ser cargos públicos pero que vuelvan con cierta rapidez al mundo real del que deben haber procedido.

Respeto a la propiedad privada y justicia social. Un binomio no siempre fácil

El respeto a la propiedad privada es uno de los principios fundamentales a través de los que se articulan las sociedades modernas. El mundo ha evolucionado mucho desde que la revolución industrial trajo aparejada esa situación de lucha de clases, de diferenciación entre poseedores y desposeídos, que está en la base del nacimiento de las ideas socialdemócratas.

Es cierto que hoy sigue existiendo una situación que amerita el hecho de seguir luchando por mejorar en lo que a justicia distributiva se refiere. De esto no cabe duda, es la seña de identidad más representativa de la socialdemocracia. Pero los métodos para lograr el objetivo tienen que estar adaptados a las sociedades que vivimos y a los tiempos que corren.

Y nuestras sociedades se caracterizan por su absoluta diversidad y por su enorme grado de complejidad. Una sociedad compuesta por personas que ya están acostumbradas a acceder a múltiples oportunidades, a vivir con unos grados de libertad desconocidos hasta nuestra época. Y, desde luego, por personas que gustan de tener el máximo de garantías respecto al devenir de sus vidas, a las oportunidades a las que van a poder acceder, a la defensa a ultranza de un muy amplio conjunto de derechos.

En un entorno de estas características, la búsqueda de una mejor redistribución de la riqueza tiene que buscar caminos inexplorados para conseguirse. Tradicionalmente han sido los impuestos progresivos lo que la socialdemocracia ha defendido para lograr ese mayor grado de justicia social. Sin embargo, hoy se dan curiosas situaciones que hacen de este método un arma de doble filo para los partidos de la izquierda. Las clases medias han pasado a ser las más numerosas, al menos en las sociedades occidentales avanzadas y, por ende, las que soportan principalmente el coste del estado del bienestar. Y entre dichas clases existe un cierto hartazgo de la situación. Si la mayor justicia social lograda hubiera conseguido sociedades más dinámicas, con más posibilidades productivas, con un mejor nivel de competencia, si ese mayor grado de distribución de la riqueza generara una población más enfocada en mejorar las posibilidades económicas del país… quizá todos estaríamos más satisfechos. Pero la impresión es que no siempre es así. En general, se percibe que los impuestos recaudados no se emplean en su totalidad para la finalidad que debieran emplearse. Y esto es por:

  • La existencia de esa nueva clase arriba mencionada que la sociedad percibe como una acaparadora inmerecida de los recursos públicos.
  • El empleo de los impuestos en acciones que los ciudadanos no siempre perciben como beneficiosas para la mayoría de la sociedad.
  • El hecho de que la clase que más paga no tenga la percepción de que recibe un trato equitativo a cambio de su contribución.

Resumiendo

Hemos comenzado por indicar que los seres humanos parten de un estado natural donde no existe ley moral alguna más allá del propio beneficio. Pero que, como este es imposible conseguir en esa selva de voluntades, solo la asociación comunitaria y el planteamiento de reglas nos pueden llevar a una vida fluida, libre y gozosa. Y dentro de ese planteamiento de reglas, creo que también hemos resaltado suficientemente la importancia que tiene en las sociedades el hecho de que la mejor distribución de los recursos contribuye a una mayor cohesión social.



Sentado lo anterior también nos parece que esas normas que los humanos hemos ideo creando están basadas en un conjunto de principios, de valores que se han ido atesorando a lo largo de los miles de años de nuestra existencia como especie lúcida y consciente de sí misma. Valores como el del respeto a la vida propia y ajena, la protección a quienes no están capacitados para protegerse por sí mismos, la preeminencia de la ley frente a la imposición de los poderosos, la valoración del entendimiento, y no de la imposición, como camino para la cohesión social y un largo etcétera de elementos similares. En una u otra medida, los seres humanos hemos ido interiorizando este catálogo de principios como propios de nuestra especie en sustitución de los instintos primarios con los que en nuestro estado natural hemos sido dotados.

Y, entre ellos, no cabe duda de que el repudio de la violencia ocupa un lugar de preeminencia. Ello hace que el rechazo de la fuerza como impulsora del cambio social sea hoy también un valor indiscutible. Las revoluciones rara vez han traído nada positivo para la humanidad. ¿Es que podemos decir que la revolución rusa del 17 contribuyó a mejorar la existencia del proletariado? Después de Stalin no creo que nadie pudiera afirma esto. ¿Es que las invasiones de Irak o de Afganistán por parte de Estados Unidos han contribuido a cambiar realmente esas sociedades? Sin duda que no. En cambio, los procesos basados en la evolución, esos que parten del pacto, de la negociación entre los distintos colectivos sociales, del proceso de transformación que surge del hecho de tener el poder para legislar, son mucho más consistentes. No quiero con esto negar en absoluto el uso de la fuerza. A veces es estrictamente necesario. Pero solo como elemento de defensa ante quienes pretenden trastocar ese entorno de vida libre, basada en normas y respetuosa con esos valores intrínsecos al ser humano. No lo es como un elemento de imposición de ciertos cambios que un conjunto de la población desea imponer a los otros.

En un tapiz como este que estamos desplegando, ¿cuál debe ser, pues, el signo diferencial de la socialdemocracia en nuestra época? Sin duda, y siempre solo bajo mi punto de vista, el trabajo por lograr una sociedad más justa en lo que al reparto de la riqueza se refiere. Y ¿cómo lograrlo? En primer lugar hay que tener claro que se necesita convencer a la sociedad de la bondad del hecho. Es decir, de que son mejores, y funcionan más eficientemente para todos, las sociedades con menores diferencias sociales frente a aquellas donde estas se agrandan. Esa es la gran labor educativa que la socialdemocracia debe llevar a cabo en el mundo actual. A partir de ahí, hay que aprovechar aquellos momentos en que se consigue el poder para legislar en esa dirección. Pero siempre teniendo en cuenta que no existe una preeminencia de derecho en una clase social que justifique el abuso de la ley para conseguir mejores oportunidades. Por ello, solo la consecución de pactos razonables puede llevarnos a lograr los cambios necesarios a fin de conseguir ese entorno de justicia social perseguido como objetivo. No se puede legislar solo para los de un lado. Si así se hace, al llegar al poder los del otro lado, legislarán al contrario. Por tanto, hay que intentar solidificar el camino y eso solo puede hacerse convenciendo a la sociedad, pactando el rumbo legal a seguir y logrando leyes estables que lo hagan duradero. El pacto social debe ser el fundamento de la sociedad. La mayoría debe ser consciente, percibir con claridad dicho pacto. Ejemplo: empresarios, sindicatos y Estado en temas económicos. Siempre habrá extremos que se saldrán, pero hay que conseguir pactos de mínimos poco forzables por unos y por otros.

Creo dejar asentado, pues, que el uso de la ley es la gran herramienta para conseguir el cambio social. No obstante, hay que tener en cuenta que en las sociedades complejas la diversidad es la norma y existen turbulencias que en todo el proceso pueden llegar a darse. En el mundo actual no es fácil hacer leyes simples. Existen monopolios tecnológicos que se afanan en controlar la información, formas sutiles de buscar la explotación del hombre por el hombre, abusos no evidentes del poder, etc. Bucear entre estas complejidades, desentrañarlas y luchar contra ellas es la gran tarea de la socialdemocracia.

Otra gran tarea es la lograr equilibrios razonables para que la redistribución de la riqueza no levante muros infranqueables que la impidan. Con esto me refiero a lo ya anotado del hecho de que las clases medias perciben que son quienes más trabajan para la consecución de dicho objetivo sin que lo que reciben sea equitativo. Siendo dichas clases las más numerosas en las sociedades desarrolladas actuales, se tornaría una tarea imposible lograr el poder para redistribuir si esto se hace en contra dicho colectivo. Sus votos irían siempre hacia las organizaciones de corte liberal, donde entienden que están mejor representados sus intereses. Lograr atraer a este amplio colectivo social requiere algunas cosas de gran importancia. No es la menor el hecho de mantener una absoluta transparencia en todos los aspectos de la gestión económica del Estado. El uso de los fondos públicos en proyectos que realmente beneficien a todos y hagan crecer la sociedad se torna esencial. La elaboración de un corpus legal que se ensañe con la corrupción y persiga de modo inmisericorde a quienes se lucran a través de su posición en la estructura del estado es una tarea ineludible. Para lograr esto es vital que en la cabeza de los líderes de la izquierda se asiente la idea de que no existe una preeminencia ontológica de la clase obrera sobre las demás clases. Todos los ciudadanos debemos ser iguales ante la ley, sujetos de los mismos derechos y deberes. A veces, la gestión de determinados políticos de la izquierda deja la impresión en la sociedad de que con tal de trabajar en la dirección de sus ideas políticas se tuercen las normas y se recorren caminos alternativos a los del recto uso de la ley. Hay que lograr que los políticos de la izquierda entiendan que trabajar para lograr sus objetivos políticos no es algo que pueda hacerse fuera del conjunto de normas y principios aceptados en la sociedad.

Digamos que, en general, al igual que los liberales deben entender que es mejor para todos tener sociedades más igualitarias, los socialdemócratas tienen que aceptar que es mejor para todos buscar sociedades más prósperas.

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