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Cenizas en el parque

El padre

Primavera avanzada. En el amanecer de un barrio del extrarradio de Madrid unas pocas personas se agachan al pie de un pino en el límite del parque. La vista hacia el sur es espectacular. En el horizonte, la amalgama de vías de ferrocarril que distribuyen el tráfico de los muchos trenes AVE que por allí circulan a diario. La Nacional IV saliendo de Madrid y avanzando hacia el sur, aquel sur, origen y meta de todos los presentes. Las cocheras de los autobuses, unos centenares de metros más abajo, escupían máquinas para incorporarse al denso tráfico diario. Con un utensilio de jardinería uno de ellos hace una pequeña oquedad en la tierra, una mujer del grupo lleva en sus manos una urna funeraria con las cenizas del padre de ambos. Las vierten en la oquedad en parte y en parte las distribuyen alrededor del pino. Emoción, algunas lágrimas.

El viejo había muerto unos días antes. Y en ese momento los hijos ejecutaban su deseo de descansar en aquella arboleda con buena y extensa vista hacia el sur de Madrid. Habían llegado a aquel barrio treinta años atrás y, mientras tuvo movilidad suficiente, los paseos por el parque habían sido una de sus rutinas más relajantes. Primero, en los años setenta, cuando todavía trabajaba, no había mucho tiempo para el relax, pero después, cuando llegó la jubilación, había poco que hacer, más allá de echar una mano con los nietos, hacer la compra y pasear. Pasear mientras la artrosis lo permitía. Luego, los paseos fueron solo un recuerdo de tiempos mejores. Hubo que cambiar de barrio para que una hija cuidara de ellos. Por eso al morir quiso volver a él, a aquel límite del parque con unos cuantos pinos como frontera protectora, algún banco y una pequeña pista redonda de patinaje. Y sobre todo, con unas vistas espectaculares al sur. A ese sur desde el que llegó un lejano día de los años sesenta, buscando una vida mejor.

 

El hijo

El hijo volvía con asiduidad al parque. No era creyente, no creía en la vida eterna, pero se acostumbró a volver para hablar en silencio con su padre, meditar con él acerca de las decisiones importantes que debía tomar en la vida. Llegaba a la zona, aparcaba el coche y se acercaba silencioso al pino que en su día abonaron con las cenizas del su padre. Desde allí contemplaba la espectacular vista hacia el sur. Hablaba con el viejo y consigo mismo. Hubo algunos momentos duros en que hubo de tomar decisiones importantes, decisiones que de un modo u otro marcarían el futuro. No había mejor lugar que aquel para meditar sobre esas cosas.

También estuvo enfermo mucho tiempo. Fue entonces cuando se acostumbró a representarse el lugar en su mente. Como no podía visitarlo, pensaba en él. Con los ojos cerrados se pintaba internamente un cuadro donde estaba el pino, la pequeña pista de patinaje y el banco. Se acostumbró a ver a su padre de espaldas, sentado en el banco, bajo la sombra de un plátano. Mirando al horizonte. Las manos apoyadas en el bastón y una gorra de visera, la que siempre llevaba en vida, sobre su cabeza. El viento soplaba y movía las hojas del plátano. Era siempre la misma imagen. Le gustaba pensar en ella. Primero la usaba para tranquilizarse, para tratar de encontrar la paz entre las turbulentas aguas de la enfermedad y la desazón de no poder controlar el futuro.

No creía en dios. Tampoco en la inmortalidad. Pero se acostumbró a pensar que había encontrado una forma de volver a encontrarse con su padre. Cuando quería ayudar a alguien se concentraba en las hojas del plátano, movidas por el viento e intentaba pensar que podía enviar desde allí efluvios positivos que ayudaran a quien lo necesitara en ese momento. Era como lo que un creyente hacía cuando oraba a su dios por alguien. Para el hijo, aquello era como una puerta a lo trascendente. No sabía con exactitud si significaba algo o no, pero seguía representando el cuadro en su mente cada vez con un mayor nivel de detalle.

 

La muerte

El hijo, últimamente, había estado concentrado como nunca en su imagen mental. Llevaba meses en un proceso terminal. Sabía que la muerte se acercaba poco a poco y que aquello ya no tenía solución. Al principio le costó acostumbrarse a la idea. Surgió su rebeldía de siempre. Nunca se había conformado con la realidad de las cosas. Siempre quiso cambiarlas, nunca se quedó quieto cuando una situación no le gustaba. Pero pronto se dio cuenta de que el final estaba llegando y que esta batalla la tenía perdida de antemano. Entonces le entró una cierta conformidad con la situación. Continuó sin ser creyente. No iba a ser como esos que, asustados por la llegada del final, cambiaban sus principios de la noche a la mañana y empezaban a rezarle a un dios imaginario en el que nunca habían creído. Pero es cierto que cada vez le iba embargando más la idea de que las cosas no iban a acabar así. No le tranquilizaba la posibilidad de cerrar los ojos para siempre, perderse en la oscuridad más absoluta para toda la eternidad. Necesitaba pensar que tras cruzar el Leteo podría mantener algún tipo de sensibilidad, de consciencia. No sabía cómo, ni de qué clase, ni cuándo surgiría. No sabía si tendría recuerdos de su vida, de su yo personal. Eso no le importaba.

Conforme se acercaba el momento cada vez pensaba más en su imagen de siempre. El parque, el viento sobre las hojas de los plátanos, su padre, el horizonte hacia el sur… La imagen era cada vez más vívida. Los detalles iban tomando unos tintes de perfección inauditos. Un perro, su perro muerto hace tantos años, de repente estaba echado a los pies de su padre. El césped era más verde, los troncos de los plátanos más blanquecinos, el cielo más azul. Podía casi sentir la brisa, esa misma brisa que movía las hojas de los plátanos. Conforme su cuerpo iba sumergiéndose en el sopor de la falta de dolor que le proporcionaba la morfina, todo aparecía cada vez con más intensidad.

Fue una transición dulce. Supo que había muerto. Fue consciente de que se había roto su ancla con el mundo de las cosas. No sabía cómo, pero era consciente de que aquello había desaparecido para siempre. Y entonces ocurrió. La escena estaba allí. Él estaba fuera de su cama de enfermo terminal, podía moverse, no sentía dolor alguno. Se encontraba dentro de su escena de siempre. El parque, los plátanos, el sur… Pero ahora en el banco había dos personas sentadas, su padre y él. Entonces comprendió, ¿podía llamarse a eso comprender?, que aquello era una especie de eternidad.

 

2 comentarios en «Cenizas en el parque»

  1. Muy bien Antonio, tu forma de contarlo nos hace vivir esos momentos que para mi no son de ninguna manera ficticios si no que se ajustan a la realidad de muchas personas. Enhorabuena .

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