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Hurgando en la memoria. 4. Normalizando los estudios (1973-1976)

Terminé la entrega anterior remarcando el cambio que mis intervenciones de cadera trajeron consigo. Había dos nuevas cuestiones cruciales en mi vida. La primera de ellas fue que comencé a necesitar con fuerza entablar amistades y relacionarme con la gente de mi edad. La segunda, que había comprendido la necesidad de dar un giro a mi vida en lo que a los estudios se refiere. La verdad es que no recuerdo con precisión como llegué a encontrar la solución a esta segunda cuestión. Supongo que por algún anuncio de prensa o algo similar porque no recuerdo haber hablado del asunto con nadie, ni que nadie me asesorara al respecto. La cuestión es que me enteré que todos los años había una convocatoria para examinarse de la totalidad de la Enseñanza General Básica y obtener así el Graduado Escolar. Aunque por mi edad, me habría correspondido hacer la Enseñanza Primaria y luego el denominado Bachillerato Elemental, estas figuras se acababan de sustituir por la EGB. La cuestión es que busqué un centro a distancia que preparaba para ese examen único y comencé a prepararme dedicando montones de horas diarias al estudio.

La verdad es que tampoco lo recuerdo como un proceso demasiado arduo, ya que siempre había mantenido un buen ritmo de estudio bajo la supervisión de mi padre. Pero claro, una vez pasados los niveles más básicos ahí había que apretar, ya que los conocimientos de mi padre tampoco eran demasiado extensos. La cuestión es que desde el otoño de 1973 hasta que me examiné, creo recordar que en junio de 1974, del Graduado Escolar mis dos ocupaciones cruciales eran acudir a la fisioterapia de San Rafael y estudiar a tope. A causa de ello mi dedicación a la ayuda en la tienda se vio muy reducida para darme tiempo a llevar adelante los otros dos procesos. El estudio, que nunca me había desagradado, en ese momento comenzó a entusiasmarme. Recuerdo con especial agrado las redacciones que debía hacer continuamente o los ejercicios de matemáticas, disciplina esta que siempre me ha cautivado. Todo ello sin menoscabar el resto, aunque reconozco que el área de Biología, de las entonces llamadas Ciencias Naturales, nunca me entusiasmó, aunque sí lo hacían la Física y la Química.

No obstante, mantuve durante todo el curso un especial miedo a no aprobar y tener que seguir con el proceso un año más, retrasando así mi incorporación al ciclo escolar normal. Mientras tanto, lo que no avanzaba en paralelo era mi abandono del solipsismo en el que me hallaba inmerso. Lógicamente, al abandonar el hospital se terminaron las relaciones que allí tenía con mis compañeros. Solo me seguía uniendo a aquella fase de mi vida la correspondencia que regularmente mantenía con Jesús Nájera. En cualquier caso, todo el esfuerzo mereció la pena.

Aprobé y, además, con buena nota, el examen con lo que a mis quince años, ya podía considerar mi curriculum académico normalizado. Ahora tocaba pensar en el futuro y lo que haría. Pero ya lo tenía claro, debía matricularme en quinto del entonces llamado tramo superior del Bachillerato que era la continuación natural de la EGB (entonces aún este no se había cambiado por el BUP). También he de decir que la recuperación de mis caderas era ya bastante óptima. Digamos que no había alcanzado aún el estado de semi normalidad, que tardaría aún un año más, pero ya me encontraba bastante bien y tenía muy pocas limitaciones funcionales.

En el verano de 1974, ya con mi examen aprobado, hice un viaje con mi padre a Cataluña. Se casaba una prima y él y yo fuimos en representación de la familia. Hicimos el viaje en tren por la noche. En aquella época las comunicaciones eran lentas y el viaje que ahora se hace en AVE en dos horas y media entonces duraba toda una larga noche. Íbamos en un compartimento con varias personas más y entre cabezada y cabezada yo estaba atento de las conversaciones del resto de los pasajeros. La mayoría eran catalanes y hubo algo que me dejó impresionado y es que en un momento alguno de ellos comenzó a verter opiniones negativas sobre los andaluces en Cataluña. La sarta de tópicos habituales entre cierta gente, que si vagos, que si demasiado amantes de las fiestas, etc. Yo pensaba que mi padre iba a saltar pero no lo hizo. De hecho nadie lo hizo en el departamento. No recuerdo si éramos los únicos andaluces y no sé que me dolió más en aquel momento si la conversación en sí o que mi padre no interviniera. Él era bastante polemista y solía defender con vehemencia su punto de vista, pero supongo que en aquella noche no le pillaría el cuerpo con ganas de entrar en debate.

Amaneciendo, el tren llegó a la costa de Tarragona y ahí vi el mar por primera vez, con quince años. Algo tan tardío no suele ser muy frecuente en la actualidad, pero en aquella época era de lo más normal. Todavía conservo las fotos que hicimos desde la ventanilla del tren. Fue algo emocionante como todas las cosas que vamos descubriendo en la vida por primera vez.

Por lo demás, el viaje tuvo también su componente iniciática. Conocí a toda mi familia materna de Cataluña. En la época de la emigración, algunos terminamos en Madrid y otros lo hicieron en Barcelona, repartidos entre un pueblo cercano al Montseny, Santa María de Palautordera, y otro del Maresme, Mataró. Tengo un gran recuerdo de aquellos días, conocí a mis primos de edad similar a la mía, recorrí Barcelona con mi padre y anduvimos desde Mataró a Santa María de Palautordera viviendo en casa de unos u otros de mis tíos. Al fin y al cabo aquel era el primer viaje de turismo que hacía en mi vida y recuerdo haberlo disfrutado muchísimo.

A la vuelta, cuando enfocábamos el fin del verano de 1974, me inscribí ya en quinto de Bachillerato. Para mí era un orgullo poder hacerlo. Pasé de considerarme un apestado social algo tontorrón a comenzar a verme a mí mismo con algo de más valía. No sé por qué, pero no me apunté en un instituto público para hacer el curso. Lo hice en una academia privada que preparaba la totalidad de la materia y luego te examinabas por libre en el instituto donde te correspondiera. Se trataba de la academia Cima que estaba en plena Puerta del Sol. La verdad es que ahora me es imposible recordar los fundamentos de la mayor parte de estas decisiones. Me hubiera sido mucho más cómodo ir a un centro oficial y haber seguido las evaluaciones trimestrales en lugar de jugármelo todo a la única carta de un examen final.

En octubre comencé, pues, mis estudios de quinto, ya en forma presencial y creo que con bastante normalidad. Mantuve una relación cordial con mis compañeros y tuve algunos magníficos profesores. De los amigos recuerdo, a Luis Antonio, un chaval con el que compartíamos aficiones musicales y quedábamos a menudo fuera del entorno escolar y a Jesús (no el Jesús Nájera de San Rafael). También comenzaron los primeros escarceos con las chicas. La primera que me atrajo y con la que llegue a trabar una cierta amistad fue con Remedios. El asunto no pasó de la amistad adolescente, pero recuerdo que me atraía bastante, más por la vertiente personal que por la estrictamente física. La chica que gustaba a todos y con la que todos mis compañeros intentaban ligar se llamaba Mari Ángeles, pero a mí me parecía bastante sosa y más allá del atractivo físico nunca tuvo más interés para mí. Jesús, Remedios y yo solíamos quedar a menudo para charlar, estudiar o tomar algo. Creo que mi amigo también sentía una cierta atracción por ella, por lo que siempre suelo comentar de forma algo jocosa, cuando me refiero a esta situación, que mi primer proyecto de novia realmente fue compartido con otro buen amigo.

Aquella fue una época magnífica. Ir todos los días a clase al centro de Madrid, atender al estudio de materias que me gustaban, charlar con amigos y plantear algunas salidas con ellos más allá del aspecto meramente docente. Todo ello tenía un significado enorme para alguien que había vivido hasta entonces una vida poco corriente, primero apartada del mundo y después alterada por una dura y larga enfermedad. Sentirse normal era algo curioso, una nueva situación para mí, dado que siempre me había considerado un bicho raro. Solo algunas pequeñas cosas ensombrecían el panorama. Una de ellas era que continuábamos viviendo en la casa de Palomeras Bajas (mis padres seguían regentando la tienda de comestibles) y en mi relación con los nuevos amigos aquello me avergonzaba algo. En general, aunque se trataban de personas de clase baja o media baja, todos vivían en pisos de otros barrios de Madrid. Hoy me avergüenzo de haber sentido vergüenza, pero entonces no lo podía evitar.

Hay dos profesores de los que guardo un gratísimo recuerdo, don Manuel que nos daba Matemáticas, Física y Química y don Vicente que impartía todo lo relativo a las Ciencias Sociales y las Humanas. Entonces no existía aún el nivel de especialización que tenemos hoy en la educación y era relativamente normal que un solo profesor impartiera varias disciplinas. don Manuel era orondo y bromista. Siempre lo recuerdo con su traje avejentado, manchado de tiza por todas partes. Imponía un ritmo frenético a las clase de forma que le dábamos dos vueltas completas al temario. Pero su efectividad era tremenda. Pasaba rápidamente por la teoría pero nos machacábamos a hacer ejercicios. Reconozco que su método era muy efectivo, con él aprendí matemáticas además de sacarle gusto al estudio de las mismas. De don Vicente guardo también un gratísimo recuerdo. A pesar de que tenía que impartirnos aquella asignatura doctrinaria que se llamaba Formación del Espíritu Nacional, fue la primera persona que, con todas las precauciones al uso, nos hablaba en las clases de lo que suponía el régimen de Franco para España y nos comenzaba a plantear los primeros fundamentos de lo que debía ser un gobierno democrático. Contrariamente a aquellas experiencias nefastas con mis primeros profesores al llegar a Madrid, con estos disfruté muchísimo. Guardo un gran recuerdo de este quinto curso y del sexto que haría al año siguiente en el mismo centro y con el mismo profesorado.

El año 1975 iba a traer otras importantes novedades. La primera de ellas es que mis padres decidieron finalmente cerrar la tienda de comestibles. Ambos se iban haciendo mayores, las ventas, además, se habían ido deteriorando y ya estaba claro que yo no quería participar en el negocio familiar. Mis expectativas en ese momento eran las de seguir estudiando con normalidad aunque aún no tenía clara vocación alguna. Compraron un pisito pequeño en Entrevías y allí nos mudamos. Estaba a pocos metros del que tenía mi hermana Ana y que ya he mencionado en anteriores entregas, y también del que había comprado mi hermana Rafaela cuando se casó, cosa que había sucedido al poco de salir yo del hospital. Aquello fue muy importante para mí, tenía una habitación propia, el piso aunque era pequeño resultaba mucho más cómodo que la casa de Palomeras. Tenía, por supuesto, un baño completo, por lo que ya pude abandonar la rutina de tener que ducharme en casa de mi hermana Ana. Aquello acabó también con esa vergüenza que mencioné antes respecto al hecho de vivir en una casa que era poco más que una chabola. Tengo que mencionar también que lo de tener una habitación propia no me duró mucho, ya que mi abuela Rafaela (Mama Lela) se tuvo que venir a vivir con nosotros y ocupó mi habitación por lo que yo tuve que pasar a dormir en un sofá cama en el salón de la casa.

A pesar de que en esa época aún no tenía prácticamente ninguna relación social, el hecho de vivir tan cerca de mis hermanas propiciaba un entorno que resultaba muy grato. Mi hermana Rafaela había tenido ya su primer hijo, Juan Diego, en enero de 1975, de forma que el núcleo familiar extendido lo componían ya la familia de mi hermana Ana con su marido y sus primeros dos hijos, la de mi hermana Rafaela con su marido y su primer hijo y nosotros tres. Más tarde vendrían una hija más de mi hermana Ana y un segundo hijo de mi hermana Rafaela.

Otra cuestión crucial que ocurrió a principios del año 1975 es que comencé a trabajar. Lógicamente al cerrar la tienda el único ingreso familiar que quedaba era el salario de mi padre que seguía trabajando en la farmacia del Alonso Vega. Mis padres habían sido siempre unas hormiguitas ahorradoras de forma que la vivienda nueva se había comprado con sus ahorros y, lógicamente, firmando algunas letras, pero en general con lo que teníamos más o menos podíamos vivir. Sin embargo, parecía lógico que yo fuera comenzando a tener una cierta independencia económica. Algo que yo buscaba porque no quería ser una carga en el hogar. La cuestión es que mi padre se enteró de que el sacerdote del hospital donde trabajaba estaba buscando un administrativo para una empresa de construcción que tenía con otros dos socios. ¡Véase cómo funcionaba el clero! Más adelante contaré alguna cosa más, de índole curiosa, de esta persona, pero por ahora baste decir que me fui un día con mi padre para que me entrevistara. Lo hizo y me contrató (¡bueno, esto es un decir, ya que no tenía contrato, solo un acuerdo informal!) de inmediato. El puesto era de lo que se llamaba listero en la construcción, es decir, el encargado de los números en una obra, altas y bajas de empleados, contabilidad, bancos, etc. La empresa, que se llamaba Construcciones Rigay estaba comenzando a hacer un bloque de viviendas en Valdemoro. Al principio yo trabajaba en una oficina que el sacerdote mencionado poseía en la calle de Bravo Murillo y que prestaba a la empresa como domicilio social. Más adelante, ya alquilaron unas oficinas propias en la calle Francisco de Rojas y allí nos mudamos. Con el tiempo, y cuando la obra, ya estaba avanzada, ocupamos el piso piloto y tenía que desplazarme todos los días en tren a Valdemoro, pero para eso aún faltaba más de un año.

Trabajaba solo por las mañanas. Ese era el acuerdo, ya que bajo ningún concepto iba a dejar de estudiar ahora que había cogido el ritmo. Recuerdo que mi salario era de ocho mil pesetas al mes. Realmente era muy poco pero a mí me permitió comenzar a vivir como un rey y permitirme incluso algunos caprichos, como por ejemplo, el de comprarme un tocadiscos (que pagué a plazos), ya que la música, como más abajo comentaré, era una de mis grandes aficiones. Mis días, comenzaban ya a estar más que ocupados. Entraba a trabajar a las nueve, salía a las dos, me iba a comer a casa, estudiaba un rato y me marchaba a clase que, si no me equivoco, era algo así como de seis a diez. Llegaba a casa derrotado por la noche, cenaba y me iba a dormir. Desde entonces hasta hace relativamente poco, así han sido todos mis días, con doce o catorce horas de ocupación diaria, entre estudios y trabajo o solo con trabajo, pero rara vez con la típica ocupación de ocho horas.

A pesar de que mi situación vital había mejorado notoriamente, aquella era una España sombría, en la que Franco consumía sus últimos alientos. Los jóvenes apenas si teníamos un mínimo de información política. Casi nadie conocía nada acerca de ideologías, partidos, personajes históricos… Nuestros padres o abuelos habían combatido en uno u otro bando durante la guerra civil (el mío en el republicano), pero la represión y la dureza de la postguerra hicieron que la mayor parte de ellos se olvidaran (o intentaran olvidarse) del conflicto. En aquella España anodina, el impulso intelectual venía más de USA que de Europa. Desde que en los años cincuenta Franco firmó el tratado con los americanos, la cultura que se acercaba desde el otro lado del Atlántico parecía tener más porosidad en nuestro medio que la europea. Los países vecinos, todavía con el nazismo y el fascismo en la memoria, no simpatizaban demasiado con el régimen de Franco. Y, desde luego, el oficialismo franquista tampoco veía con buenos ojos a democracias progresistas como las que en aquel momento gobernaban la parte occidental del continente.

Y de USA venían no solo las películas y los telefilmes que copaban las dos únicas cadenas de televisión que podíamos ver. También lo hacían otras cosas que incluso en ocasiones, por la valoración que siempre hacía el régimen de lo americano como bueno, nos traían frescura e incitación a la revuelta contra lo establecido. Entre estas cosas había que destacar la música. El rock and roll, el folk contestario… Mi generación se abrió a la juventud oyendo a Jimi Hendrix, a Janis Joplin, a Bob Dylan, a Jefferson Airplane… Pudimos ver la película del festival de Woodstock con Joan Baez, Arlo Guthrie, Santana, los Credence, Janis Joplin, The Who, Jefferson Airplane, Joe Cocker, Jimi Hendrix y tantos otros. Esta música para nosotros nos permitía ver algo de luz entre todo lo oscuro que nos rodeaba, suponía también una cierta clase de revuelta contra lo establecido. Llevábamos el pelo largo, vestíamos contra el gusto oficial y oíamos a toda esta generación de grandes músicos contestatarios. Pero, además de contracultural, este modo de vida era underground, subterráneo. Es decir que permanecíamos casi ocultos para la parte oficialista del país. No se ocupaban mucho de nosotros. El franquismo temía más a la oposición política organizada que a aquellos hippies melenudos que se salían de la colectividad, pero que no la combatían con la fuerza de la oposición política que ya se organizaba dentro y fuera de nuestras fronteras.

Pero, además de la música que nos venía de USA, en España comenzaban a eclosionar también ciertos grupos que participaban de fundamentos musicales similares a los de los americanos. Y esto tuvo una especial fuerza en Sevilla. Desde finales de los años sesenta se estaba produciendo un interesante proceso de infiltración intelectual en la capital andaluza. La cercanía de las bases americanas de Morón y Rota hacía que muchos de los jóvenes militares americanos destinados en ellas se mezclaran con los jóvenes sevillanos en los locales de la ciudad. Los americanos traían la buena música de su país y, algunos de ellos, también la influencia de movimientos como los que devenían de la beat generation, los hippies, los yippies, etc. La cuestión es que en aquella Sevilla surgió el underground español a finales de los sesenta. En lo que a la música respecta, a pesar de otros grupos anteriores, hay que hablar de Smash como de los que recogieron esa influencia del rock americano y crearon a partir de ella algo que, con la mística del tiempo, ha venido a llamarse, rock andaluz.

Y yo en aquella época, mientras estudiaba mis asignaturas de quinto en la pequeña habitación de casa en la que podía hacerlo, escuchaba Popular FM. Aquella era la emisora por antonomasia del underground madrileño. No recuerdo a todos, pero allí estaban Vicente Cagiao cuyo programa Ciclos se ocupaba del rock sinfónico, Álvaro Feito que inundaba nuestros oídos con buena música folk… Siempre recordaré el programa de Álvaro Feito del 25 de abril de 1975, el día del aniversario de la Revolución de los Claveles en Portugal. Obviamente puso el Grandola Vila Morena y, con el lenguaje que se podía usar aquellos días, trató de comparar la situación política, ya sumamente abierta, del país vecino frente a la oscuridad de la nuestra, con el dictador aún ejerciendo su autoridad ilimitada. Supongo que la revolución portuguesa fue una de las primeras fuentes con la que los jóvenes de aquella España vimos posible la oportunidad de otro mundo.

También leía Star, Ozono y más tarde Ajoblanco, las revistas de la contracultura del momento. Recuerdo especialmente un número de Ozono, el 3 (junio de 1975), con un especial sobre rock español y reportajes sobre los festivales de Burgos y Canet. Yo quise asistir al de Canet, pero no pude y ya no recuerdo por qué. Quizá no encontrara amigos que me acompañaran, quizá no tenía el dinero suficiente, quién sabe.

Ozono

Pero, además de la música había más cosas. La gente de la revista Star  estaba bien enfrascada en difundir la literatura que nos gustaba. Además de su publicación periódica comenzaron a editar los Star Books. Fue por ellos que leí por primera vez a los autores de la beat generation norteamericana, a Ginsberg, a Kerouak, a Burroughs… Guardo esos libros con una especie de devoción religiosa. Tengo la edición que hicieron de las poesías Ginsberg, allí estaban sus magníficos versos:

«El peso del mundo es amor
bajo el caos de soledad
bajo el caos de insatisfacción
el peso que llevamos es amor..»

Versos a los que pondría música Hilario Camacho en su estupendo álbum De paso, una de las joyas de la música española que ya casi nadie recuerda, máxime desde la muerte de su autor. Allí estaba también su Kadish, la oración judía ritual, dedicada a la madre muerta. Tengo también la edición del On the road, de Kerouac, aquel fabuloso monólogo interior a ritmo de jazz; probablemente el libro que más marcó esta primera fase de mi juventud. Todo ello sin olvidar Tarántula de Bob Dylan, un pequeño poemario que me introdujo a otra forma de versificar muy alejada de los poetas clásicos a los que me enfrentaba en mis estudios.

Las relaciones humanas que iba haciendo con los compañeros de clase se completaban también con otras que se organizaban a través de la música. En Lavapiés teníamos un club de música donde nos juntábamos los domingos para escuchar lo que uno u otro aportábamos. Apenas si recuerdo a ninguno de mis amigos del club, ya que en aquella época tenía más relaciones sociales con mis compañeros de estudios, pero la tarde del domingo era prácticamente sagrada. En el club oí por primera vez a Lou Reed, a la Velvet Underground, a Patti Smith y a tantos otros músicos del rock canalla americano del momento.

Así llegué hasta el fin de curso. Tuve que pasar el examen final en el Instituto Cardenal Cisneros, aprobé en junio todas las asignaturas menos una, el Dibujo Técnico, con el que siempre he sido bastante malo. La profe que nos examinaba era Dolores Escribano, la autora del manual con el que nos preparábamos y que, lógicamente, era muy exigente. Saqué buenas notas en todo y el dibujo lo aprobé en septiembre.

El otoño de 1975 iba a traer ya grandes cambios en todo. Me inscribí en el sexto curso del Bachillerato Superior, de nuevo en la academia Cima. Curiosamente no coincidí con ninguno de mis compañeros de quinto por lo que hubo que trabar nuevas relaciones, pero aquello ya era algo normal para mí. En ese curso coincidí también con otra persona que sería uno de mis buenos amigos durante unos años, aunque curiosamente la amistad no perduró luego. Se llamaba Jesús Torres Turín. Si no recuerdo mal buscaba más él mi amistad que yo la suya. Y es que era muy diferente a mí. Era de físico curioso, muy delgado y bajito y con una larga melena y barba rala. Mientras que yo andaba por aquel entonces con los autores de la beat generation norteamericana y el rock and roll a él le entusiasmaba Pio Baroja y su música era la de tipo disco y poco más. Vivía en Usera y se le podía definir como el típico macarrilla de barrio. Sin embargo, creo que era un gran tipo y más allá de todas las diferencias reseñadas mantuvimos una excelente relación. Revisando en mis papeles antiguos he encontrado incluso algunas cartas que intercambiamos cuando él hizo la mili que, a pesar de su físico escuchimizado, realizó en los paracaidistas. Creo que nuestra amistad fue desapareciendo poco a poco y se terminó por mi rotundo cambio de ambiente y de forma de vida que se produjo a partir de 1977, sin embargo esa es otra historia y debe ser contada más adelante.

Pero, obviamente, 1975 tuvo más cosas importantes en nuestras vidas. La más singular, sin duda, fue la muerte del dictador. Por fin las puertas del futuro parecían abrirse, el cambio se esparcía por todas partes. En mi caso ese espíritu libertario y underground fue cambiando hacia una politización más activa. De Star y Ozono pasé a El viejo topo. La admiración por la contracultura americana fue cediendo ante la influencia que ya se recibía por todas partes de los movimientos obreros tradicionales. En mi caso primero fue el anarquismo y después el marxismo.

Por aquella época yo intentaba ligar con Lola, una compañera de clase, y tengo dos recuerdos muy vívidos de ella. El primero tiene que ver con la muerte de Franco. Ese día habíamos quedado para ir al cine y como todos cerraron por el luto no pudimos vernos. Hablé con ella por teléfono y creo que debí decir algo así como «este hijo de puta hasta para morirse nos ha tenido que joder». Mi padre escuchaba y me echó una bronca monumental alegando que la policía podía tener intervenido el teléfono y escuchar esas cosas. El segundo recuerdo es sobre cómo desapareció mi edición del Manifiesto Comunista, adquirida clandestinamente. Se la presté a la misma chica (quizá para reforzar mis oportunidades de ligar) y no solo no lo logré sino que el libro emigró a Londres junto con ella. Mi Manifiesto se esfumó junto con mis oportunidades sexuales.

Aunque siempre había tenido una cierta concienciación política, es en este momento cuando el asunto comienza a fraguar más en mí. En los orígenes, obviamente, estaba el hecho de la antigua militancia de mi padre, su participación en la guerra civil con el Ejército de la República y sus opiniones que, dentro de una gran tolerancia para con todos, siempre fueron firmes en defensa de la democracia y el socialismo. A ello había que unir la eclosión política que desde antes de la muerte del dictador existía en España. También que, tras la muerte de murió Franco, las cosas en el país comenzaron a moverse mucho más. Ciertamente mis compañeros de clase o los del club de música no estaban suficientemente politizados. Solo Lola lo estaba y es con ella con quien comencé a mantener bastantes conversaciones al respecto. El paso de mi interés desde los temas contraculturales a los estrictamente políticos vino también marcado por la lectura. Aunque estaban prohibidos lo normal es que circularan libros como el ya mencionado Manifiesto Comunista que me compré. También compré El proletariado militante de Anselmo Lorenzo y una versión resumida de El Capital de Marx. Como ya he dicho, comencé también a leer El viejo topo que tenía interesantísimos artículos sobre las distintas corrientes de la izquierda: anarquismo, comunismo, socialismo. Reconozco que en aquel momento fue el anarquismo el que más me sedujo. Quizá por su cercanía con el entorno contracultural que me había alimentado intelectualmente en los últimos tiempos.

En el trabajo, contrataron a otro chico de mi edad para llevar temas administrativos, no de la constructora sino asuntos particulares de uno de los socios. Pero al menos ya éramos dos personas los que trabajábamos asiduamente en la oficina. Él estaba también bastante interesado en los temas políticos. Alguien por allí compraba Triunfo y Cambio 16, no sé si él o alguno de los socios, la cuestión es que me acostumbré también a leerlas mientras paraba unos minutos para tomar el bocata del desayuno. Me parecían muy ligeras con respecto a mis otras lecturas. En ese momento mi ideario se estaba radicalizando, estaba mucho más cerca de los que defendían la ruptura que la reforma democrática.

Pero el tema no fue aún a más en ese momento. Iba a las manifestaciones, leía lo que caía en mis manos y charlaba de política con Lola o con mi compañero de trabajo, del que siento no recordar el nombre. En general casi todo en mi vida estaba bien. Terminé el curso, me examiné en el Cardenal Cisneros y, para continuar con la costumbre, suspendí la Física, a pesar de que era una asignatura que me gustaba y que creo que llevaba bastante bien preparada. Luego la recuperé en septiembre con sobresaliente como nota.

A pesar de la normalidad que iba tomando mi vida, aquel verano de 1976, la finalización del curso trajo consigo el incremento de alguna sensación que estaba ahí adormilada, pero que por la edad tenía que eclosionar de un modo u otro. Me refiero al tema de las chicas. Echaba de menos tener una relación más cercana, y no solo en materia sexual. Como ejemplo, tengo una imagen que sigue recurrente aún en mi cabeza. Aquellas noches calurosas yo solía sentarme a leer en la terraza de casa, después de cenar. Recuerdo que en aquel momento estaba leyendo La Iliada de Homero. Y justo en la terraza del edificio de enfrente, todas las noches una chica cuyos rasgos no podía distinguir en la oscuridad, se asomaba a la ventana en ese mismo horario. No sabía quien era, no podía localizarla, pero no podía evitar que la mente novelara fantásticas aventuras con ella. ¿Sería alguna de las chicas con las que me cruzaba en el autobús por las mañanas cuando iba a trabajar? ¿Sería alguna de las vecinas con las que me encontraba por la calle? Más allá de las relaciones superficiales con Remedios o con Lola, hasta el momento, con diecisiete años, no había mantenido una relación fluida (e insisto en que no hablo solo de materia sexual) con alguna chica. Y esa deficiencia arrojaba cierta sombras. Aquello debía cambiarse.

Y no tardó mucho en hacerlo, pero eso será materia de la próxima entrega.

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