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Hurgando en la memoria (7. Hervás. Cambios vitales, 1986-1989)

Dejamos el capítulo anterior con Ángela habiendo aprobado sus oposiciones y con destino en Hervás. A principios de enero de 1986, fuimos ella y yo, a conocer el lugar, aunque aún no era para quedarse. Ella tenía que tomar posesión de su plaza en la oficina de empleo del pueblo, ya que ese era el destino que le habían asignado. Tendríamos también que buscar un piso o, al menos, una pensión de coyuntura donde pudiera hospedarse los primeros días de su estancia hasta que encontrara algo más estable. El lugar era encantador, un pueblo de media montaña, situado al norte de la provincia de Cáceres, muy cercano a la zona de Barco de Ávila que tan familiar era para nosotros. En total a unos 250 km. de Madrid. El pueblo conservaba (y conserva) una de las juderías más atractivas de las que quedan en el país. El pico Pinajarro, quizá una ultimísima estribación de Gredos hacia el noroeste presidía la imagen encantadora de Hervás. Un amplísimo bosque de castaños rodeaba también el pueblo, un lugar que desde entonces, tanto Ángela como yo, llevamos en el corazón.

La vida humana no tiene carácter monolítico. Se cambia muchas veces a lo largo de la misma. El cambio forma parte estructural de lo que somos. Cambiamos continuamente a nivel celular y lo mismo nos sucede con nuestras apreciaciones de la realidad, con nuestro modo de ver las cosas, incluso con nuestros principios y valores. Ya mencioné el cambio que se produjo en mí a los catorce años, tras el ingreso en el hospital por mi intervención de caderas. A partir de ese momento dejé atrás al niño tímido y apocado para convertirme en un adolescente, primero, y luego en un joven con el empuje suficiente para abordar la realidad de la vida e, incluso, con más ánimo y carácter que muchas de las personas de mi misma o parecida edad.

En los cuatro años que irían de 1986 a 1989 se iba a producir otro de esos momentos relevantes de cambio. Cambio en varios aspectos de la vida. Cambio en el modo de percibir y entender la realidad, cambio en el comportamiento, cambio en las ideas y los principios. Pero lo mejor será ir avanzando con la historia para poder comprender mejor cada una de las cosas que en esa época fueron sucediendo y cómo marcaron entonces el devenir posterior de mi vida

Pero, sigamos con la historia. Toda la belleza local de Hervás no podía acallar la tristeza que nos invadía en aquel momento. Sabíamos que en pocos días debíamos separarnos. Ángela tendría quedarse a vivir allí, sola. Y yo habría de volver a Madrid a continuar con mi trabajo y mis estudios. Si queríamos no perder de nuevo la oportunidad de que Ángela tuviera un buen puesto de trabajo, y yo no perder el mío, no quedaba otra que hacer las cosas de ese modo.

Volvimos a Madrid y a los pocos días ya abordamos el viaje definitivo. Lo hicimos en fin de semana. Ángela se instaló en una pensión y buscaría un piso de alquiler en los siguientes días. El domingo por la tarde yo volví a Madrid invadido de una profunda tristeza. Es increíble como un paisaje que he recorrido centenares de veces con la mayor fruición, esa tarde tomaba los tintes más sombríos. Nuestro mundo de los últimos ocho años, se derrumbaba. Bueno, no es que se derrumbara, pero sí que cambiaba profundamente. Nuestro plan era permanecer separados de lunes a viernes, cada uno en su trabajo y los fines de semana juntarnos siempre, bien porque Ángela fuera a Madrid o bien porque yo viajara a Hervás.

La tristeza de la separación la alimentaba otro dato adicional. El año anterior habíamos terminado la licenciatura y nuestros planes eran comenzar a intentar tener hijos cuando se diera ese hecho. La cuestión es que desde hacía unos meses habíamos abandonado los medios anticonceptivos para que la naturaleza fuera obrando. Hasta el momento las menstruaciones venían con su regularidad habitual, pero resultó que ese mes de enero se registraba un retraso importante, lo que nos hacía intuir que quizá Ángela estuviese embarazada. Aún no habían pasado días suficientes como para comprobarlo, así que me marché de Hervás con la imagen de aquella oscura habitación de pensión, pensando que dejaba allí a Ángela sola y quizá embarazada.

Pero lo peor vino a los pocos días. Esa misma semana, antes de que yo hubiera vuelto a Hervás en mi primera visita de fin de semana, saltó la alarma. Un sangrado puntual venía a perturbarnos más aún. No podíamos saber con precisión si era la correspondiente regla o bien un principio de aborto. En cuanto Ángela me llamó cogí el coche y salí corriendo para el pueblo. El médico le había prescrito reposo y allí estaba en aquella cama extraña cuando llegué. La cuestión tardó poco en resolverse. No había embarazo y todo volvía a la normalidad. Con ello comenzaba el periodo de calvario que vivimos intentando tener hijos durante los siguientes años y observando como mes a mes la regla se presentaba sin novedad. Pero ese tema es de tal relevancia que lo iré abordando más adelante. Al menos, enseguida encontramos un piso que Ángela compartió con otras dos compañeras y donde el ambiente era ya mucho más agradable. No pasando más que algunos meses ya alquilamos uno independiente con lo que se puede decir que en los casi dos años que Ángela estuvo en Hervás tuvimos allí una parte de nuestro hogar.

Mientras tanto, mi vida continuaba en Madrid. Nuestro piso de Portazgo se convirtió solo en mi piso y hube de acostumbrarme a la vida en solitario, a hacer todas las tareas domésticas (en lugar de solo las que compartía). Tengo que decir que yo no soy un tipo demasiado hacendoso a ese respecto y, por tanto, en esa época creo que nuestra casa se convirtió en el típico piso de soltero con unos niveles de limpieza y cuidado en general que quizá dejaban algo que desear. Mis camisas no iban tan bien planchadas como antes porque no soy demasiado manitas en ese arte, pero me apañé perfectamente durante esa época. Cuando Ángela venía los fines de semana a Madrid, procuraba pegar el arreón de limpieza y así dejar todo en orden y que pareciera que todo estaba mejor de lo que realmente estaba.

En ese año, tras terminar la licenciatura el anterior, estaba haciendo los cursos de doctorado. Como ya mencioné en el capítulo pasado, uno de ellos era el impartido por Gabriel Albiac sobre las fuentes marranas del spinozismo. Los otros eran sobre la Escuela de Frankfurt, mitología literaria y estética. Realmente fueron los de Spinoza y mitología literaria los que absorbieron absolutamente mi atención y a los que dediqué todo mi esfuerzo. Los otros fueron mero trámite. Afortunadamente entre el trabajo y el doctorado estaba totalmente ocupado, de forma que no tenía demasiado tiempo libre para darle vueltas a la situación en que nos encontrábamos.

En cualquier caso, pasado el shock inicial, la vida continuó con normalidad. Nos acostumbramos a ir yo a Hervás o a venir Ángela a Madrid todos los fines de semana. En todo el periodo que duró aquello no faltamos ni uno solo. En cierta medida, la situación contribuyó a unirnos más, a fortalecer nuestra relación de pareja. Ya llevávamos ocho años conviviendo. Otras parejas suelen vivir a esa altura de su relación alguna que otra crisis y a nosotros, esa especie de separación puntual contribuyó a fortalecer nuestro vínculo.

Sobre todo en el primer año disfrutamos de Hervás, del encanto y la belleza del pueblo, de sus magníficos restaurantes, de los paseos por el centro y las afueras en el bosque de castaños. Y también de toda la comarca que lo rodeaba. Como ya sabemos el pueblo de Ángela se encontraba en la comarca de El Barco de Ávila, muy cercano a Hervás, y por tanto también nos desplazábamos allí con frecuencia. También hicimos amigos en la zona. Juli era una compañera de Ángela en la oficina de empleo y con ella y su marido, Jose, pasábamos bastantes agradables momentos. El pueblo tenía un cine que regentaba Carlos, un tipo curioso que en lugar de proyectar los filmes más comerciales como hubiera sido de esperar, nos deleitaba con cosas de bastante más calidad. Además, algunos de nuestros amigos de Madrid nos visitaban de vez en cuando, así que, en líneas generales, comenzamos a disfrutar de la situación.

Hervás en enero de 1986

Pero, además de todos estos cambios vitales, en lo que a mí respecta se estaban produciendo otros de notoria importancia. En Madrid, el primer pacto de gobierno PSOE-PCE terminó en las siguientes elecciones municipales. El PSOE ya no necesitó al PCE para gobernar y ello llevó aparejado, como siempre sucede, cambios en las personas. En el INSAM el equipo de Vicente Losada (que como ya dije tenía cierto vínculo con el PCE) fue barrido. Poco a poco el tema fue moviéndose hasta afectar al hospital. Valentín Corcés y Ángel Fernández se marcharon a Navarra de forma que lo que había sido el equipo directivo que me apoyó en todo momento desapareció de la noche a la mañana.

Dado que yo tenía un puesto de cierta relevancia, era el jefe de Admisión, y acumulaba un cierto prestigio gestor me propusieron para quedarme como administrador del hospital. Pero, según algunos me comentaron, la nueva capa dirigente, dijo que yo era un «submarino del PCE» y desestimaron mi candidatura. Aquelló me molestó bastante, ya que yo entonces ni militaba ni mantenía ninguna relación real con el mencionado partido. Pero lo cierto es que la familia del PSOE que comenzó a coordinar los temas relativos a la salud mental en Madrid estaban bastante alejandos de mi forma de ver las cosas y tenían mejores, y más afines, candidatos a quienes colocar en los puestos clave.

Como gerente llegó Andrés Muñoz Machado, un curioso gestor que a mí me parecía un intelectual absolutamente alejado de la práctica real de las cosas. Nunca tuve problemas con él, pero ciertamente el dinamismo en el trabajo al que yo estaba acostumbrado se quedó truncado en ese periodo. A lo largo de mi vida profesional he tenido algunas etapas de tipo paréntesis y esta fue una de ellas. La nueva gerencia me dejó totalmente relegado a mis funciones como responsable de la admisión y sin participar en ningún otro asunto relativo a la organización hospitalaria (como sí hacía con el anterior equipo). Ello me llevó a tener muy, muy poco trabajo. Coordinar los turnos de la admisión y hacer algunos informes mensuales era todo lo que tenía que hacer, por lo que la mayor parte del tiempo la podía dedicar a estudiar o a hacer lo que me viniera en gana. A ello contribuía el hecho de que tenía despacho propio por lo que podía encerrarme en él y disfrutar de las muchas horas de asueto que se me permitían. También, con mi amigo Ángel Jiménez, inciamos dentro de la sección sindical de CC.OO. una revista periódica, Diálogos, que abordaba temas del hospital, políticos, tribunas de opinión, etc. Allí escribí mis primeros artículos en formato periodístico y fue una experiencia muy gratificante.

Al final de los cursos de doctorado tenía que realizar los correspondientes trabajos. En el que me enfoqué realmente fue en el de las fuentes marranas del Spinozismo para Albiac. Debí hacer un buen trabajo porque me dio matrícula de honor por él. El lector interesado puede encontrarlo en este mismo blog, lo denominé Del poder, el exilio y la marginación. Cuando estaba realizándolo pensé en escribirlo en Hervás, suponía que el ambiente de la judería me ayudaría a hacer un buen trabajo. Ardía también en deseos de pasar allí más tiempo, sobre todo por Ángela, pero también por el lugar. Traté de ampliar mis vacaciones de verano con un par de meses de permiso sin sueldo. Mi trabajo era tan irrelevante que el gerente me lo concedió de inmediato. Hay que decir en su honor que le conmovía el hecho de que estuviera separado de mi pareja y de que deseara tener algo más de tiempo para estar con ella.

En cuanto pude disponer del tiempo libre, y antes de marcharme a Hervás, pasé unos pocos días documentándome a tope en la sección de investigadores de la Biblioteca Nacional. Fueron unos días muy felices. Andar entre documentos antiguos, sacando notas y extractos de todo lo que me interesaba, abriendo caminos a la historia, me apasionaba. Además la pronta marcha a Hervás me mantenía también ilusionado. En seguida me fui para allá y allí pasé esos tres meses haciendo el trabajo y disfrutando de la compañía de Ángela y de los paisajes y paisanajes hervasenses.

Esos meses fueron los que me dejaron el mejor recuerdo de Hervás y de la época. Económicamente el asunto era un poco desastroso porque yo no cobré mi nómina los dos meses de permiso sin sueldo que había unido a mis vacaciones y Ángela, como recién incorporada a la administración pública, ganaba aún muy poco. A ello había que unir que teníamos que pagar el alquiler del piso en que vivíamos. Con todo ello andábamos bastante apretados, pero todo lo llevábamos con alegría debido a que tras los primeros meses de separación volvíamos a estar juntos aunque fuera para poco tiempo.

Ángela en Hervás en 1986

Una de las cuestiones más espectaculares de ese verano fue que, a pesar de las dificultades económicas hicimos un viaje inolvidable a Marruecos. Mirando un día un anuncio en una revista vimos que había una asociación de amistad hispano árabe que estaba organizando un festival de música en Marrakech. Habría grupos españoles y marroquíes, y el asunto era bastante barato. De forma que, aunque no teníamos mucho dinero, decidimos gastarnos el poco con el que contábamos en ese viaje que nos apetecía un montón. Resultó que había dos fórmulas para hacerlo. Una, la más barata, era ir en autobús hasta Algeciras, cruzar en el ferry hasta Tánger y desde allí continuar en autobús a Marrakech. La otra, no demasiado más cara, era ir en avión hasta Marrakech directamente. A pesar de las apreturas económicas, siempre hemos sido un poco pijos en eso de los viajes y decidimos gastarnos lo poco que teníamos en la modalidad del avión.

Fue todo un éxito. Resultó que el grueso de los asistentes iban por el sistema del autobús, pero en el avión, de los asistentes de a pie solo íbamos tres personas, Ángela, yo y otro chico más. El resto eran un montón de mujeres pertenecientes a una asociación de esposas de diplomáticos y los miembros de la agencia EFE que organizaban el evento, con la lider del mismo de la que nunca olvidaré su nombre, Amina Haraoui. Como solo éramos tres en ese medio de transporte, Amina decidió que nos incorporaba como si fuésemos parte del personal VIP que iba con ella. Tuvimos acreditación de EFE para asistir a todas las sesiones del festival, nos recibió el alcalde de Marrakech en una recepción oficial, nos invitaron a una boda privada para que viéramos el fasto de las bodas árabes. Y, para colmo, el delegado de Coca Cola en la zona, nos invitó a su espectacular casa. Como anécdota de este último evento, fueron a recogernos al hotel varios coches y algunos de nosotros fuimos en uno de ellos conducido por un joven. Como nadie de los que me acompañaban hablaba inglés, me tocó entenderme con el conductor en ese idioma. Yo pensaba que sería un taxista que habían enviado a buscarnos y no le di mucha bola. La sopresa fue que al llegar nos lo presentaron como el hijo del delegado de Coca Cola. ¡Glub!

En realidad no pagamos ni un euro en comidas. A todos sitios íbamos invitados, acompañados de las esposas de los embajadores (o de otro personal diplomático) en España de Irak, Tunez, México, Canada, Estados Unidos… Lo que habíamos pagado incluía, además, un breve curso de introducción al árabe al que no asistimos y, por tanto, nos devolvieron parte del dinero pagado para el viaje. De forma que, finalmente, volvimos a Hervás casi con más dinero de aquel con el que habíamos salido unos días antes. La última anécdota vino al aterrizar el vuelo en Madrid. Habíamos hecho muy buena relación con la esposa del embajador iraquí y al bajar del avión me pidió por favor que me mantuviera alejado de ellas ya que estarían esperándolas sus maridos y no sabían que habían estado en un grupo donde había más hombres.

Volvimos a Hervás con la melancolía de saber que faltaba ya poco tiempo para que terminaran esos tres meses de reunión y que debíamos volver al entorno de vida separado que llevábamos. No obstante, aún faltaba un asunto interesante y del que debo hablar debido a la repercusión que tuvo en mi vida posterior. Se trata de que tenía programada la asistencia al V Seminario de Historia de la Filosofía Española que se celebraba en la Universidad de Salamanca y donde presentaba una ponencia que venía a ser un extracto de mi tesina de licenciatura y que titule El tema del desengaño en el pensamiento barroco hispano (el lector interesado puede encontrar dicha ponencia, además de en las actas publicadas por la Universidad, en este mismo blog.

Portada del libro de Actas y de la separata con mi ponencia

Ángela y yo nos fuimos para Salamanca, aunque allí yo me tuve que unir al equipo del departamento de Historia de la Filosofía Española, con José Luis Abellán a la cabeza. Mientras tanto ella se dedicaba a hacer turismo por la ciudad. Si recuerda el lector, el doctor Abellán había dirigido mi tesina de licenciatura y dirigía el departamento con el que yo tenía ya un cierto vínculo en la facultad dada la especialización que estaba tomando. Yo estaba muy ilusionado con el hecho de presentar mi ponencia y compartir esos días con los profesores y becarios del departamento donde ya había inscrito mi proyecto de tesis doctoral. Todo ello me encantaba.

Y, sin embargo, todo fue sumamente decepcionante. Cuando uno esperaba tener sesudas reuniones con las personas más solventes en el ámbito de la historia de la filosofía en España, lo que realmente me encontré es que los temas de conversación iban fundamentalmente sobre los aspectos laborales en la universidad, cuestiones de poder y política universistaria, etc. De hecho, en el congreso se dilucidaba la presidencia de una asociación de historia de la filosofía española para la que competían el departamente de Abellán y el de la Univesidad de Salamanca. De este modo, las reuniones que mantuvimos versaron más sobre lo importante que era para todos nosotros que el profesor Abellán ganara aquel puesto, incitándosenos a votar por él. No quiero que esto se me malentienda, siempre he sentido agradecimiento y admiracion por José Luis Abellán y su tarea docente e investigadora, simplemente entiendo que quizá por una conjunción estelar extraña aquellos días estaban destinados a marcar la dirección que tomaría mi vida.

Todo aquello me sumió en una duda enorme acerca de si mi futuro profesional debía centrarse en el mundo universitario. Por aquel entonces yo ya tenía un cargo medio en la Comunidad de Madrid, ganaba un salario bastante razonable y todo lo había conseguido a base de esfuerzo, de trabajo bien hecho, de presentarme a concursos, etc. Si quería tirar por el mundo universitario debía solicitar una beca para el departamento que quizá conseguiría con facilidad dado el trabajo que llevaba meses realizando. Pero dicha beca tendría un sueldo asignado que vendría a ser un tercio del que yo ganaba como empleado público en el hospital psiquiátrico. Ello unido al ambiento algo tóxico, que me encontré durante el seminario, me terminó de decidir por la continuidad en la administración pública madrileña y no solicitar la beca universitaria. Eso sí, continué adelante con mi proyecto de tesis doctoral.

Ya le había presentado a José Luis Abellán un proyecto de tesis para investigar la figura de un curioso personaje del siglo XVII español, Antonio Lopez de Vega. El lector podrá encontrarlo también en este mismo blog. Mi idea era seguir trabajando en la tesis, pero por pura afición, ya que mentalmente había abandonado la idea de dedicarme a la docencia en el mundo universitario o de la enseñanza media (las únicas salidas posibles para mis estudios). Todo ello, a pesar de la duda que, como mencioné en la anterior entrega, me surgía acerca de si me hubiera encajado más Gabriel Albiac como director de tesis.

En cualquier caso, esos maravillosos tres meses de asueto, de vuelta a la vida en pareja, de viajes y de estudio, se terminaban y había que volver al hospital. Y así lo hice. Aquello ahora me parecía un rutina espantosa, seguíamos en la época reseñada, con Andrés Muñoz Machado en la gerencia, y todo se había ido sumergiendo en un tremendo adocenamiento, nada comparable al dinamismo de la época de Valentín Corcés. Así, pues, yo estaba deseando que llegara el fin de semana para volver a Hervás. Lo único que me animaba algo era comenzar a trabajar en el proyecto de tesis. Y para ello decidí comprarme un ordenador que me ayudara con el proceso de acopio de datos y escritura. Como ya reseñé, había tenido la experiencia de escribir mi tesina con el equipo para el proceso de textos del hospital, de forma que pensé que un ordenador propio me ayudaría mucho. Dicho y hecho. Entonces los PCs del MS-DOS que había creado Bill Gates para IBM acababan de salir al mercado y eran muy caros aún, pero había otras alternativas. Yo me incliné por un Amstrad PCW8256 que venía dotado con LocoScript, un procesador de textos bastante potente para la época. También le añadí un sistema gestor de base de datos, el dBase II, con la idea de emplearlo para gestionar las fichas bibliográficas, las citas, etc.

Y ahí las cosas dieron un giro radical. Mi vida cambió totalmente. Quizá fuera una suma de cosas, Ángela en Hervás, un seminario en Salamanca con el personal del Departamento de Historia de la Filosofía Española de la Complutense, un proyecto de tesis que no me terminaba de ilusionar en exceso, un ordenador, un trabajo que me dejaba todo el tiempo libre del mundo… Quién sabe. La cuestión es que aquella máquina me entusiasmó y en unos pocos meses toda mi vida profesional giró en el vacío. En lugar de ponerme a trabajar en la tesis, me puse a indagar a tope acerca del ordenador, me compré libros de dBase y comencé a programar como loco aplicaciones basadas en dicho lenguaje.

El mundo de la computación comenzó a atraerme con una fuerza inusitada. De tal modo que arrinconó totalmente a la filosofía. Quizá por una vuelta al mundo de las matemáticas, que siempre me atrajo y no se me dió mal, la programación comenzó a copar todos mis afanes intelectuales. Era algo práctico, sumamente alejado del mundo teórico en el que llevaba sumido los últimos años. Programar, crear aplicaciones que ayudaban a resolver problemas cotidianos me pareció algo sumamente gratificante. Y a ello me lancé con todas mis fuerzas, dejando en un cajón el proyecto de tesis doctoral.

Tal fue el nivel con el que la computación me absorbió que en un par de meses ya programaba con cierta soltura y había creado bastantes cosas que me ayudaban en los informes del hospital. Pero el empujón definitivo vino de Hervás. En uno de aquellos fines de semana que pasaba allí le hablé a Jose del asunto y enseguida me propuso que hiciera aplicaciones para su gestoría y para los clientes que llevaba desde allí. Cosas del tipo, contabilidad, gestión del IVA, facturación, almacenes… Y a mí se me encendió la bombilla, la mente comenzó a dar saltos al estilo de como tantas otras veces en la vida lo ha hecho: 1. El trabajo en el hospital me aburría, 2. La informática comenzaba a apasionarme, 3. Si podía trabajar con o para Jose, estaría en Hervás con Ángela. Vamos que el asunto estaba claro. Jose y yo hablamos de montar una sociedad para desarrollar software e incluso vender ordenadores. Se haría como una especie de complemento a su gestoría y tendríamos como punto de partida sus propias necesidades y lo que sus clientes nos fueran encargando.

De este modo, prácticamente en un par de meses todo estaba en marcha. Piense el lector que a finales de septiembre de 1986 yo estaba todavía asistiendo al seminario de la Universidad de Salamanca. De octubre a diciembre se fraguó todo esto: aprendí (mal aprendí) a programar, hice miles y miles de líneas de código para preparar las aplicaciones que necesitaríamos en el proyecto de Hervás, localizamos a una empresa de PCs clónicos y logré la distribución de sus equipos para venderlos a los clientes de Jose en Hervás. Obviamente el Amstrad pasó a mejor vida, no recuerdo exactamente lo que hice con él, pero en seguida se vio sutituido por un PC con MS-DOS y un procesador 8086 u 8088, no recuerdo bien.

Para arrancar el proyecto pedí un permiso sin sueldo en el hospital. Lo hice por seis meses, lo que me pareció un tiempo razonable para testear estas nuevas veleidades mías. Y de vuelta he de decir que Andrés Muñoz Machado se portó muy bien conmigo. Mi disculpa oficial era que Ángela seguía en Hervás y yo no me adaptaba a vivir solo, por lo que deseaba pasar una nueva temporada con ella. El ritmo de trabajo en la admisión del hospital era tan leve que mi ausencia no se notaría en lo más mínimo. Me sustituiría Inmaculada, que era la oficial administrativa que trabajaba conmigo y que podía hacerse cargo de todo sin ningún problema.

En enero de 1987 me marché a Hervás para comenzar el nuevo proyecto. He de decir que no tardé mucho más de un par de semanas en arrepentirme de la decisión tomada. Y el arrepentimiento vino de observar al que iba a ser mi socio un poco más de cerca y con una relación que ya no era de simple amistad para salir a pasear, comer, etc. sino que debía ser de coordinación profesional. Jose resultó ser un tipo algo áspero. No me gustaba demasiado el hecho de que habitualmente gritara a su mujer. También lo hacía con Asun, la chica que le ayudaba en los asuntos de la oficina.

En lo profesional no puedo quejarme, se fueron cumpliendo las previsiones, le vendimos ordenadores a sus clientes, también los montamos en la oficina para llevar ya de forma automatizada el papeleo de la gestoría. Mis aplicaciones se fueron instalando por todos lados. Pero en ello también se agazapaba otro de los problemas a los que me tuve que enfrentar. Hay que tener en cuenta que para mí todo aquello era nuevo. Estaba al frente de una tecnología que apenas acababa de comenzar a conocer. Tuve que enfrentarme a muchas incógnitas técnicas, a muchos problemas en un entorno que me resultaba muy novedoso. Todo ello me producía, quizá por primera vez en mi vida, una sensación de agobio que no me gustaba. Yo venía de trabajar en un entorno mucho más simple y en el que además había ido creciendo a lo largo de muchos años. Y ahora me enfretaba a una terra incógnita. A pesar de ello todo se fue superando y salimos adelante de todas las situaciones.

Y, sin embargo, esos seis meses en Hervás cambiaron mi percepción de las cosas. El hecho de vivir allí en un entorno de cierta opresión laboral comenzó a presentar el lugar a mis ojos con unos tintes algo más sombríos de lo habitual. Y Ángela tampoco estaba disfrutando de la situación. Ella lo que realmente quería era que le dieran el traslado cuanto antes y volver a Madrid. Y yo estaba totalmente de acuerdo con la situación. Estábamos deseando que llegara el fin de semana para coger el coche y volar a nuestra casa madrileña, ver a los amigos, a la familia… No tenía sentido en una situación de este tipo prolongar mi excedencia y continuar avanzando en el negocio. Sin embargo, hacerlo era en cierta medida dejar colgado a mi socio. Pero bueno, lo hablé con él, le garanticé que le daría asistencia desde Madrid y que si había que volver a arreglar algún estropicio, lo haría. No sé si lo entendió, pero en cualquier caso ahí terminó mi primera, y poco grata, experiencia empresarial.

La vuelta a Madrid a principios del verano coincidió con una viaje que teníamos planeado a Italia. Fuimos con Ángel y Lola. Dinero no teníamos mucho así que nuestra idea era recorrer el país en coche y dormir en tienda de campaña en los campings donde procediera. Cargamos el maletero de latas de comida para no tener que gastarnos luego mucho en Italia y tiramos para allá. Fue un viaje agotador, pero nos encantó. De Madrid subimos a Turín y Milán, de allí pasamos a Venecia y tras ella comenzamos a bajar a Asis. De allí cruzamos a Nápoles y al golfo de Capri, vimos Pompeya y subimos después a Roma. Terminamos el periplo por Florencia y Pisa y desde allí volvimos por la Costa Azul. Teníamos tan poco dinero que al final del viaje la gasolina se iba acabando pero no queríamos repostar hata cruzar la frontera española, ya que el precio aquí era bastante más barato. Apuramos hasta el final y prácticamente la última gota se acabó entrando en la gasolinera de La Junquera. Volvíamos tan agotados que yo me prometí que era el último viaje que hacíamos usando el método del camping. Me dije a mi mismo que si teníamos dinero viajaríamos, pero en hoteles y si no lo teníamos no viajaríamos. Pero, en cualquier caso, fue un viaje espectacular. Lo pasamos genial con Ángel y Lola y, en los quince o veinte días que estuvimos por allí disfrutamos enormemente de Italia y su gente.

Ángela y yo descansando un rato en los museos vaticanos

Pero a la vuelta teníamos de nuevo la torturante situación de estar Ángela en Hervás y yo en Madrid. Ella había hecho ya varios intentos de traslado, pero aún no tenía a tiro nada con un índice de probabilidad razonable. Yo me incorporé de nuevo al hospital y allí iba a encontrarme en los siguientes días con la más agradable de las situaciones. Resulta que en las elecciones locales de 1987 se produjo una situación que cambió algo las cosas. Las ganó el PSOE, como las anteriores, pero algún vuelco debió haber en las familias políticas que dominaban la FSM, de modo que Valentín Corcés y Ángel Fernández volvieron a Madrid, muy reforzados en lo que a su poder técnico se refería. Andrés Muñoz Machado se marchó tan silenciosamente como había venido. Y yo dependía de nuevo, de las personas que más habían confiado en mí.

El otoño de 1987 comenzaba a tener tintes espectaculares. Por un lado, la nueva situación del hospital se manifestó en que se creó una unidad de informática que se puso a mi cargo. De este modo, la admisión del hospital seguía dependiendo de mí, pero realmente Inmaculada se ocupaba de todo lo referente al día a día. Y yo, junto con otras tres personas montamos la nueva unidad. Ninguno de nosotros éramos informáticos de carrera, yo tenía ya la escasa experiencia que he reseñado, pero las otras tres personas simplemente los seleccioné entre mis compañeros porque les vi actitudes suficientes. Con alguna formación que yo les di enseguida estábamos haciendo lo básico que se esperaba con un departamento como el nuestro: pequeñas aplicaciones para tareas concretas, ofimática, asesoramiento a los departamentos e interfaz con EPIMSA, la empresa de informática de la Comunidad de Madrid, de la que ya he hablado anteriormente y sobre la que recaían realmente las aplicaciones corporativas del hospital: contabilidad, recursos humanos, admisión de pacientes, etc.

A pesar de lo simple de nuestras funciones, el camino fue apasionante. Construir las cosas desde cero, organizar los sistemas de trabajo, comenzar a diseñar otras aplicaciones más allá de las rutinarias de temas fiscales que había hecho, etc. Todo ello me absorbía. Corcés comenzó a ocuparse del desarrollo de la red de centros de salud mental que se prentendía que abordaran los asuntos en primera instancia antes de llegar al entorno hospitalario. Para dar soporte a las necesidades de estos centros y obtener información estadística que ayudara en los procesos de investigación desarrollé el Registro de casos psiquiátricos de la Comunidad de Madrid que continuó usándose durante bastantes años incluso con posterioridad a mi salida de aquel entorno.

Por otro lado, en octubre de 1987 finalmente Ángela logró volver a Madrid. Por aquel entonces ella estaba afiliada a Comisiones Obreras y le ofrecieron liberarse para pasar a trabajar en el área de administración pública del sindicato. Aunque nunca hemos tenido una buena impresión de esto de los liberados sindicales, el asunto no estaba como para despreciarlo. Aceptar suponía acabar con la tortura de vivir cada uno por separado así que solo había que dar un sí rotundo y dejar al tiempo que hiciera lo demás. Afortunadamente aquello duró poco. A los pocos meses en un concurso de traslados, Ángela logró plaza en el Tribunal Económico Administrativo Regional de la Comunidad de Madrid y, a partir de ahí, su vida profesional ya quedó claramente vinculada a la adminsitración pública en Madrid, primero en ese puesto y bastantes años más adelante, en otro en la Dirección General del Libro.

Su vuelta fue espectacular. Con Ángel, Lola y sus dos hijos (Rodrigo y Álvaro) hicimos pancartas de bienvenida y nos fuimos al lugar donde llegaba el autobús que la traía desde Hervás. Era emocionante el momento y lo que suponía, que tras casi dos años de anomalías, volvíamos a tener organizada nuestra vida.

Con la vida nuevamente organizada, en mi interior notaba como el elemento profesional cada vez ganaba más cuota dentro de mí. Siempre se ha dicho que la década donde los aspectos profesionales copan la vida de las personas es la de los treinta. En noviembre yo cumpliría 29 y el cambio vital que me invadía se hacía cada vez más patente. Se podría llamar ambición, ganas de progresar, quién sabe. La cuestión es que, al trabajo del hospital se fueron uniendo otras actividades en pluriempleo que comenzaron a copar la totalidad de mi tiempo. Comencé a impartir clases de informática en la Cámara de Comercio e Industria de Madrid y, además, seguía haciendo aplicaciones en mi tiempo libre para lograr otros ingresos. De este modo, la actividad intelectual se vio totalmente arrinconada. La tesis fue poco a poco quedando en el olvido. Las actividades profesionales, una vez que había de nuevo logrado la estabilidad emocional, comenzaron a copar quizá demasiado espacio en mi existencia. Este es uno de los giros esenciales que dio mi vida en ese periodo de tiempo, me refiero al hecho de que mi existencia vinculada a temás intelectuales, políticos, académicos, etc., dio un giro brutal hacia el mundo profesional que, a partir de ahí llenaría mi vida durante muchos años. Y he de reconocer que esto, como no podía ser de otro modo, tenía sus luces y sus sombras. Muchas veces en mi vida, me he preguntado si los caminos que vamos tomando son al ciento por ciento decisión nuestra o fruto de circunstancias, microdecisiones y otros elementos que no siempre son totalmente conscientes. Mi giro del mundo de la Filosofía al de la Informática, del mundo de la intelectualidad al profesional es un claro ejemplo de ello. Yo nunca fui consciente de que esto se hiciera por una decisión soberana mía, sino más bien por conjuntos de circunstancias como los que estoy relatando. ¿Por qué pase de querer ser un profesor universitario a un emprendedor incansable? ¡Quién podría dar una respuesta definitoria a esta pregunta!

La vuelta de Ángela puso sobre la mesa otra de las cuestiones esenciales para nuestra vida futura. Ya he contado antes lo del amago de aborto en Hervás. Realmente desde que terminamos los estudios habíamos dejado de tomar medidas anticonceptivas, pero no conseguíamos que Ángela se quedara embarazada. Con su vuelta a Madrid, desde finales de 1987 comenzamos a tomarnos el asunto en serio. Fuimos a un especialista para que nos ayudara a entender lo que podía estar pasando. Nos hicimos pruebas ambos y el diagnóstico fue un mazazo. Resulta que ambos estábamos capacitados para tener hijos, pero el moco cervical de Ángela se cargaba mis espermatozoides en cuanto entraban en contacto. De esta forma ninguno podía progresar hasta los óvulos y no se producía la fecundación. En definitiva, un proceso de incompatibilidad reproductiva que hacía que Ángela pudiera tener hijos con cualquier otro hombre y yo con cualquier otra mujer, pero juntos no. El ginecólogo nos indicaba que estas cosas a veces eran temporales y podían ser producto de haber tenido relaciones durante muchos años, pero poniendo métodos anticonceptivos de por medio. Es decir que una opción podría ser esperar a que la naturaleza obrara. Esto no nos convencía demasiado, creíamos que la edad que teníamos (rozábamos los 30) no debería retrasarse mucho para la concepción, de forma que le pedimos otras posibles soluciones. Su recomendación fue la de que probáramos con la inseminación artificial.

Aquello consistía en inyectar mis espermatozoides directamente en el útero de Ángela para que así, al no haber tenido contacto con su moco cervical, no fallecieran en el intento. Y a ello nos dispusimos. No recuerdo cuántas exactamente pero hicimos varias. El triste método consistía en que yo tenía que masturbarme en el lavabo de la clínica, recoger mi esperma y al final del proceso el ginecólogo se lo inyectaba a Ángela. Aquello era desastroso. No era fácil masturbarse sabiendo que me estaban esperando para inyectar el resultado. Además, en ocasiones, para Ángela el proceso era bastante doloroso. En una de las inseminaciones le dio un terrible espasmo mientras le inyectaban el esperma y casi pierde el conocimiento.

Fueron meses horribles. Esperábamos con desazón que la regla no apareciera, pero siempre lo hacía. Aquello no estaba funcionando. Tras hacer varios intentos, le comentamos al ginecólogo que no estábamos por la labor de continuar con aquella tortura. El siguiente paso que nos recomendaba era la fecundación in-vitro, pero aquello no nos convencía, el asunto era aún más complejo que el de la inseminación artificial y las posibilidades de éxito bastante escasas. Declinamos no seguir ese camino. La cuestión de tener hijos fue convirtiéndose en una obsesión. Cada vez que veía a un padre pasear con un hijo de la mano me entraba una desazón intensa.

Lo hablamos profundamente. Valoramos la posibilidad de que Ángela se quedara embarazada de otro y obrar como si fuera hijo mío. El tema no nos convenció. Desconcíamos cómo aquello iba a impresionar a mi psique en el futuro y si no lo hacía bien quizá fuera la criatura la que pagara el pato. Tras darle muchas vueltas nos inclinamos por la adopción. En España en aquel momento aún se podía optar a adopciones nacionales de forma relativamente ágil. Ciertamente también probamos con las internacionales, pero los contactos que tuvimos nos parecieron de corte mafioso. En ningún caso estábamos interesados en comprar la paternidad. Por tanto acudimos a los servicios sociales de la Comunidad de Madrid y allí hicimos la solicitud. Pasamos el arduo proceso de selección, nos hicieron muchísimas entrevistas para calibrar hasta que punto nuestra decisión era firme. Recuerdo que en una de ellas, la trabajadora social que nos entrevistaba me preguntó algo azorada que si no me parecia que mi extrema dedicación laboral de aquel momento no me impediría ocuparme suficientemente del niño que adoptáramos. Le contesté que renunciaría a alguna de las labores que en ese momento llevaba a cabo, fundamentalmente la de las clases de informática en la Cámara de Comercio.

Según el protocolo que en aquel momento tenían establecidos los servicios sociales, por nuestra edad podíamos optar a un niño recién nacido. Si hubiéramos sido algo más mayores eso ya no podría haber sido así y tendríamos que haber adotado alguien un poco más mayor según un baremos por el que aumentaba la edad del niño a razón de cómo aumentaba la de los padres. También nos preguntaron sin tendríamos alguna objeción a que el niño o la niña fueran de otra raza, si teníamos preferencia por alguno de los sexos o si aceptaríamos alguien enfermo. Todo eran preguntas que pretendían catalogarnos como futuros padres más que segmentar el tipo de criatura que quisiésemos adoptar. Les respondimos que la raza y el sexo no nos importaban en lo más mínimo y que respecto a la enfermedad, con algo de sorna, les respondimos que habría que determinar si estábamos hablando de un catarro o de una enfermedad incurable. En el primer caso, cero problemas, pero respecto al segundo lo mismo que si se tratase de un embarazo nuestro intentaríamos en todo momento el entorno más saludable, para una adopción pensábamos lo mismo. No nos encontrábamos preparados para adoptar a un alguien con una grave enfermedad.

Finalizado el proceso, nos declararon aptos para adoptar y nos pusieron en la lista de espera. Nos avisaron que se debía dejar pasar como mínimo un año para garantizar que realmente la decisión nuestra era firme. Pasamos ese año ya algo liberados de la atención a si venía o no la regla y esperanzados de que el proceso de adopción llegara pronto y bien.

Mientras tanto, los asuntos profesionales seguían girando de forma vertiginosa. Con Paco, mi sobrino, y Kiki. el marido de mi sobrina Loli, habíamos formado un grupo para ir trabajando en los asuntos de informática sobre los que teníamos un interés común, desarrollar aplicaciones para vender a terceros y quien sabe, montar una empresa común en el futuro. Al final del verano de 1988, mientras Ángela y yo andábamos enfrascados con las entrevistas del proceso de adopción, este otro asunto iba tomando también cada vez más presencia. En un determinado momento, Paco escribió una rutina para pasar cifras de números a letras, con la finalidad de poder rellenar de forma automática la parte de los talones bancarios donde debía expresarse en letras y no en números la cifra a pagar. Lo hizo en el lenguaje que en ese momento estábamos usando, Clipper, un compilador para dBase. Clipper se estaba convirtiendo en el lenguaje favorito de los desarrolladores de software para crear aplicaciones. Tenía la ventaja de que una vez compilado el código ejecutable no era necesario que el cliente adquiriera ninguna licencia adicional de producto para que las aplicaciones corrieran. Con el .EXE que les facilitaba el programador era más que suficiente. En aquel momento no existía internet y la documentación de base para que los programadores aprendieran el uso de un lenguaje escaseaba. Quizá por ello, en cuanto observé la rutina que había escrito Paco, me pareció que más allá de usarla como una función más en nuestros programas, podríamos escribir libros de programación que formaran a los demás en este lenguaje donde teníamos ya una maestría indudable. Se lo propuse a Paco y KIki y aunque creo que les pareció una locura desorbitada, aceptaron lo que les propuse y que consistía en escribir un capítulo de ejemplo, explicando como se había creado la rutina de los números a letras, y enviarlo a varias editoriales técnicas con una propuesta de libro completo de programación en Clipper.

Dicho y hecho. Enviamos el proyecto a cuatro o cinco editoriales y a primeros de octubre nos contestó editorial RA-MA. No era la más grande, pero sí tenía un ganado prestigio en varios temas relativos a la computación. Nos reunimos con ellos y allí fue donde dieron la sorpresa. Aceptaban el proyecto, pero la condición era que la obra tenía que estar terminada para presentarla en el SIMO, una feria que se celebraba a primeros de noviembre. ¡Horror! Ellos pensaban que aquello estaba totalmente escrito y que solo habría que corregir y publicar. Pero nada más lejos de la realidad. Estaba todo por escribir y, si queríamos que nos la editaran, teníamos alrededor de veinte días para terminarla. Obviamente aquello era una locura. Pero lo hablamos y decidimos tirarnos al charco. Dividimos el trabajo y nos pusimos a ello veinte horas diarias. El libro se presentó en el SIMO, no solo por nuestra rapidez haciéndolo sino también por la de RA-MA en confeccionar la edición. Fue un éxito que nos lanzó de lleno al mundo del desarrollo de bibliografía para programadores, cosa que sería el germen de la futura empresa que íbamos a montar.

El libro se título Clipper: Técnicas, aplicaciones y rutinas de programación y, aunque puede parecer increíble, después de treinta y seis años, todavía puede encontrarse en librerías de segunda mano como la del enlace. Para nosotros fue un éxito tremendo, un auténtico best seller tecnológico, no solo lo editó RA-MA en España sino que también lo hicieron Macrobit y Addison Wesley en Latinoamérica. Vendimos alrededor de 30.000 ejemplares y ganamos con sus derechos una sustanciosa cifra que nos animó a seguir trabajando en el ámbito del desarrollo de material para programadores. De esta forma, nada más terminar esta obra, la editorial ya nos estaba acuciando para que nos pusiésemos a trabajar en la siguiente, cosa que hicimos ya sin parar. Así nació Grupo Eidos, el nombre que nos adjudicamos y que en el futuro sería también el de la empresa que montamos. Pero para eso aún faltaban un par de años.

Mientras todo esto ocurría, en el verano de 1989 nos avisaron de que no nos fuéramos de vacaciones porque por nuestra posición en la lista de adoptantes estábamos a punto de que nos llamaran. Así lo hicimos y la tarde del 23 de agosto de 1989 sonó el teléfono en casa. Lo cogió Ángela. Era de los servicios sociales para decirnos que había un niño recién nacido esperando la adopción. Nos explicaron que aún no era nuestro turno, pero que habían estado intentando localizar a los padres que iban en la posición anterior a nosotros en la lista y no habían dado con ellos. Una vez más, la casualidad impactaba en nuestras vidas. Al día siguiente fuimos a Santa Cristina a recoger a Martín (bueno, a Javier Gutierrez que era el nombre con el que lo habían inscrito). No tengo palabras para describir ese momento. Nos dejaron esperando en un despacho de la Consejería de Binestar Social en la calle O’Donnell frente a la maternidad de Santa Cristina, mientras una trabajadora social iba a recoger al niño. Tenía siete días, recuerdo su uñitas largas con las que se había arañado la cara. El momento fue indescriptible, no creo que haya nada más emocionante ni perturbador en la vida, da igual que sea por una adopción que por un nacimiento biológico.

Nos acompañaron Ángel y Lola y sus dos hijos. Recuerdo la cara extraña de Álvaro, el menor, que nos veía desviar las atenciones que normalmente le dedicábamos a él ahora a este nuevo habitante del planeta que no debía despertarle demasiadas simpatías en el momento. A partir de ahí comenzó un proceso que, salvo por el parto de la madre, no debía ser demasiado diferente con el de un nacimiento biológico normal. Cambio absoluto del ritmo de la vida, biberones a todas horas, primeros baños, visitas continuas de tíos, amigos y abuelos. Para mí aquello determinaba un cambio de enorme trascendencia. Recuerdo que alguien me preguntó lo que suponía y le contesté que la vida había girado de modo que ya había dejado yo de ser el protagonista de la misma, para que ahora lo fuera Martín.

La foto que hizo mi amigo Ángel para celebrar la llegada de Martín

Hizo mucho calor aquel verano, el primer mes entre biberones, cólicos infantiles y calor, dormimos poco, pero transcurrido ese periodo vino otro de normalidad que duró algo más de un año. El niño dormía bien, comía con un apetito voraz y se desarrollaba con absoluta normalidad. Ahora quedaba resolver todos los temas administrativos. Realmente teníamos al bebé en régimen de acogida, pero la adopción aún no estaba realizada. Para ello aún faltaba el trámite de que la madre biológica renunciara a él para que el juez pudiera ya gestionar la adopción plena. Nos habían avisado que probablente tendíamos suerte a ese respecto. La madre biológica era una joven que había decidido dejarlo en adopción desde el principio de su embarazo y nada apuntaba a que ahora fuera a cambiar de parecer. Obviamente, en cumplimiento de la legislación, se colocaba un muro absoluto entre padres biológicos y adoptivos. Ni la madre podía saber ningún dato nuestro ni nosotros de ella. La cuestión es que lo previsto se cumplió en toda regla. En menos de seis meses nos llamaron del juzgado para comunicarnos la adopción total, pudimos ya ponerle el nombre que habíamos elegido, Martín, y así lo escribieron en el libro de familia, aquel libro de familia que nos dio el juez malhumorado once años atrás, cuando nos casamos por el juzgado en función de aquella ley preconstitucional.

Ahora ya las cosas tomaban un rumbo que imponía tomar decisiones. Participar en la crianza de un niño mientras el éxito profesional te sonríe no es tarea fácil y hay que mantener la cabeza sobre los hombros para poder compartir ambos mundos sin que uno de ellos salga demasiado deteriorado. Piénsese que en aquel momento yo era un informático de prestigo en el ámbito de la salud mental madrileña. Valentín Corcés y su fuerte núcleo de poder en la Consejería de Salud apoyaban mis proyectos. El Registro de Casos Psiquiátricos se usaba ya en toda la red y, por tanto, el trabajo en ese ámbito era fuertemente absorbente. Únase a eso que como Grupo Eidos no parábamos de pergeñar nuevos proyectos literarios sobre Clipper, bases de datos, SQL, etc. Y, por último, las clases en la Cámara de Comercio que, lo reconozco, a pesar de mi promesa a la trabajadora social en el trámite de la adopción de Martín, aún no había abandonado. Trabajo, trabajo, trabajo… No recuerdo otra época de mi vida tan cargada de cosas como aquella. Había momentos en que estaba realmente agotado. Solo la juventud podía hacer llevadera la situación. En cualquier caso, reconozco que si no llega a ser por Ángela no sé como podría haber sobrellevado todo aquello. Ella llevaba realmente la carga fuerte de Martín. En mi mente se forjaba la idea de que prefería que mi hijo se sintiera orgulloso mañana de las cosas que su padre había conseguido, a pesar del deterioro en su atención que tuve esos primeros años. Durante esa época, la profesión ganó la batalla a la paternidad, lo reconozco con una cierta vergüenza. Tardé algún tiempo en darme cuenta de que aquello no podía seguir así y hacer virar la situación. Pero eso se contará más tarde.

El libro que escribíamos cuando llegó Martín con la dedicatoria al evento

Creo que en aquella época andaba un poco ensoberbecido. Nuestros éxitos literarios hacían que me llovieran las propuestas de trabajo en otras empresas. Sin embargo, lo que hacía para la Consejería de Salud me motivaba lo suficiente como para que las fuera declinando. Sin embargo, no estaba demasiado satisfecho con mi nivel salarial. Realmente mi puesto como empleado público era el de Jefe de Negociado de Admisión, pero realmente estaba realizando trabajo de superior categoría Hablé con Corcés para que se intentara resolver aquello y me ayudó en todo lo que pudo, pero el ascenso no venía desde Recursos Humanos. Decidí demandar a la Comunidad de Madrid a ese respecto y gané el juicio por lo que tuvieron que pagarme una importante cifra por las dierencias salariales entre el puesto que ocupaba jerárquicamente y las funciones que realmente hacía.

Sin embargo, no veía aquelo suficiente. Un informático ganaba en el mercado prácticamente el doble de lo que yo ganaba allí, a pesar de ganar el jucio. Y fueron mis amigos Jaime Escobar y José Luis Díaz los que me abrieron la posibilidad de mejorar sin que el cambio afectara realmente al rol de empleado público que yo deseaba seguir manteniendo. Ellos trabajaban en ICM, la empresa de informática de la Comunidad de Madrid (que había creado Borrell unos pocos años antes con el nombre de EPIMSA, Empresa Provincial de Informática de la Comunidad de Madrid). Ambos me sugirieron que fuera a hablar al gerente de la entidad y que le hablara de mi caso. Así lo hice y su propuesta llegó de inmediato. Desde su punto de vista no debería haber personal informático con posiciones corporativas en las Consejerías, ya que todo lo relativo a informática debería ser competencia de ICM. De esta forma su propuesta era simple, me contrataba ICM como Consultor / Jefe de Proyecto y me asignaba a trabajar en el mismo puesto que en ese momento estaba ejerciendo. Pero ya no me pagaría la Comunidad de Madrid sino ICM, la empresa de gestión privada pero de capital público que gestionaba todos los servicios informáticos de la Comunidad. Yo me sentaba en la misma silla, pero pasaba a ganar prácticamente el doble. De este modo el 31 de diciembre de 1989 terminó mi vinculación como Jefe del Negociado de Admisión del Hospital Psiquiátrico de Madrid, Y el 1 de enero de 1990 comencé a fungir como Consultor / Jefe de Proyecto en ICM.

Cuando pienso en esta época de mi vida no puedo dejar de observar cómo es que fue en ese corto periodo de cuatro años en el que se forjó casi todo lo que he sido después. Y, considerando, como ya he mencionado la fuerte impronta que ciertos elementos casuales y no decididos por mí, marcaron el camino que siguieron las cosas. Siempre me ha parecido curiosa la vida de las personas que desde muy jóvenes tienen una vocación muy marcada, que eligen estudios o trabajo en función de ese parámetro y que pasan su vida laboral centrados en el mundo que han elegido. A lo largo de la vida me han tocado cosas tan extrañas como dirigir equipos con centenares de telecos o de informáticos, siendo yo licenciado en filosofía. Una consecuencia de todo esto también ha sido que siempre me he sentido extraño en casi cualquier ambiente. Cuando me reunía con personas de los ambientes inteléctuales pensable, ¡qué hace un empresario como yo en este ámbito! Cuando asistía, por ejemplo, a alguna jornada sobre tecnología, en mi interior gritaba ¡pero si eres un mero aficionado a la filosofía! Extraño en cualquier comunidad profesional de personas, ese ha sido el camino que me ha tocado vivir y no sé si yo lo elegí o la vida lo eligió por mí.

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