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Hurgando en la memoria. 3. Hospital de San Rafael (1972-1973)

La noche anterior a mi ingreso en el Hospital de San Rafael la pasé de forma muy agitada. Me invadía una gran sensación de angustia. Tenía solo trece años y lo que el doctor Munuera nos había comentado no era precisamente tranquilizador. Este tipo de zozobra siempre ha tenido para mí unos síntomas claros e identificables. Aparece como una sensación de inquietud que nace en el estómago y desde ahí va subiendo hacia el pecho para terminar anclándose en la mente, convertida ya en angustia. Es una mezcla de miedo, dolor y ansiedad. La que sentía en ese momento era muy similar a aquella que me atenazaba cuando comenzó mi escabrosa vida de colegial. O la que más tarde, de adulto, he sentido cuando alguna clase de problema me ha perturbado. En general, con el paso de los años, uno aprende a dominar a ese monstruo, pero en la infancia no se tienen aún los recursos necesarios para ello.

Y eso es lo que sucedía aquella noche de últimos de octubre de 1972 mientras estaba en la cama, sin poder conciliar el sueño y esperando que amaneciera para tomar con mis padres el camino hacia el Hospital Infantil de San Rafael, donde el doctor Munuera iba a tratar de salvar mis caderas con un conjunto de operaciones que ya presentía como complejas y dolorosas.

Creo recordar que llegué al hospital acompañado de mi padre y no sé si de alguien más (quizá mi madre o alguna de mis hermanas). Además de la situación de miedo sobre lo que iba a tener que pasar, también me atenazaba la angustia por separarme de mi familia. A esa edad siempre había estado bajo la protección familiar, incluso en las vacaciones estaba siempre cerca mi hermana Ana. Pero ahora iba a tener que quedarme solo en aquel hospital y eso me producía una importante desazón.

Tras pasar algunos trámites subimos a la sala donde me iban a hospitalizar. Era una gran estancia con más de veinte camas, prácticamente todas llenas con otros niños más o menos de mi edad. Ejercía como jefe de sala el hermano Rodrigo, un enfermero, ordenado como fraile, perteneciente a la orden de San Juan de Dios, que era la propietaria de San Rafael. Muchos de los trabajadores, quizá la mayoría, eran frailes de la orden. El hermano Rodrigo era un castellano sobrio, de mediana edad y muy profesional en su trabajo. No era de los de trato muy abierto con los niños, pero tampoco era demasiado desapegado y siempre te ofrecía un afecto algo frugal en su expresión. Me trató bien en el ingreso, me explicó como funcionaban las cosas allí y, dado que le manifesté mi afición por la lectura, me explicó como acceder a los libros de la biblioteca. Me asignó mi cama y allí me quedé, sentado sobre ella, cuando mis familiares se marcharon. Con una gran sensación de soledad y un cierto pánico a lo que tendría que venir.

Pero la solidaridad del resto de los niños hospitalizados era muy fuerte. La enfermedad compartida, como he podido comprobar en otras ocasiones a lo largo de mi vida, une con mucha fuerza. Y se comenzó a manifestar con el ocupante de la cama que había a mi derecha. Era un chico que se llamaba Ramiro y enseguida entabló conversación conmigo. Fue mi primer amigo allí y con su trato comencé a descubrir una nueva forma más normalizada de relación que la mantenida hasta ese momento de mi vida. Con ello se anunciaba ya un cambio de gran trascendencia para mi futuro, pero que yo no sabía aún que iba a acontecer.

Entre unas cosas y otras se fue pasando el día. Por la noche tocaba poner cine. Una vez a la semana los frailes instalaban en la sala una máquina de proyección y reorganizaban las camas para que todos los ingresados pudieran ver la película. No se me olvida la que pusieron aquella noche; era El oro de MacKenna, un western algo mediocre y que no me entusiasmó demasiado por aquel entonces. Tenía la mente en otro sitio y creo que no logré concentrarme demasiado en el argumento. Lo único que sí se grabó fuertemente en mi cabeza fue la canción de la banda sonora, con el mismo título de la película, y que era interpretada por José Feliciano.

El médico había dejado la prescripción de que me mantuviera encamado, moviéndome lo menos posible hasta que se llevara a cabo la operación de la primera cadera. Aún no tenía fecha asignada pero se suponía que debía ser inminente, dada la urgencia de la situación. Por tanto, acabada la película, las camas volvieron a su posición de partida y me dispuse a pasar mi primera noche en el hospital. El problema vino porque no conseguía dormirme. No recuerdo lo que nos habían dado para cenar pero me producía una sed horrible. Aquello me atenazaba; necesitaba beber agua como fuera. Y a pesar de que la sala estaba en absoluto silencio y con las luces apagadas, me levanté de la cama y me fui hasta el baño para calmar aquella desazón. Mi enfermedad estaba ya en un punto donde me costaba un mundo andar. Iba apoyándome en la pared para poder tener algo más de facilidad. Llegué al baño, bebí agua y me dispuse a volver a la cama. Y ahí vino lo peor. A la mitad del camino me caí y me resultó imposible levantarme. Estaba aterrorizado, no sabía si me había roto ya algo definitivamente y además no sabía qué hacer. Ya no recuerdo si se despertó alguien o yo pedí ayuda. La cuestión es que al poco se presentaron algunos de los frailes que permanecían de guardia todas las noches, me levantaron y me llevaron a la cama. Lógicamente tuve que dar explicaciones de por qué había desobedecido la orden de no levantarme.

Fue a los muy pocos días que se programó mi primera operación, la de la cadera derecha. El miedo, como no podía ser de otro modo, siguió atenazándome, sobre todo la noche anterior. Me operaban a primera hora, por lo que nada más amanecer llegaron mis padres y me movieron a una habitación privada donde se permanecía a la espera del traslado al quirófano. Pasé allí un par de horas carcomido por los nervios. Era la primera vez en mi vida que iba a soportar un proceso de ese tipo y todo prometía ser bastante duro. Durante la espera, en una televisión que estaba puesta en la habitación, Nino Bravo interpretaba Libre, la canción que había sacado ese mismo año y que estaba siendo un éxito. Yo la oía y no podía evitar sentirme como el joven cuya situación narraba la letra. Hubiera querido salir corriendo de aquella habitación, de aquel hospital. Pero no podía correr ni fugarme de allí. No quedaba más remedio que aguantar el duro proceso que me esperaba.

Cuando fui trasladado al quirófano me dejaron previamente en otra zona de espera donde ya estaba yo solo. Mientras esperaba allí, oía los ruidos de otra intervención que se estaba llevando a cabo. Estábamos en un quirófano de traumatología y si alguien ha pasado por uno de ellos sabrá que lo que en ellos suele oírse es bastante similar a lo que el ambiente de una carpintería produce. Máquinas de taladrar en pleno funcionamiento, golpes de martillo y escoplo, etc. Conclusión, ¡estaba aterrado! Para terminar de completar el escenario, el doctor Munuera pasó a saludarme, supongo que con la intención de tranquilizarme. Fue muy amable, aunque no recuerdo con exactitud lo que me dijo, pero lo que sí quedó grabado en mi mente fue su ropa verde de cirujano manchada de sangre producto de la intervención que acababa de realizar. Aquello, lógicamente, contribuyó a atemorizarme más aún.

Por fin entré al quirófano. La operación duró bastantes horas, aunque pocas comparado con lo que me esperaba con la cadera izquierda. Me fijaron el fémur a la pelvis con un par de largos tornillos y, para evitar que, mientras se producía la recuperación de todo aquello, pudiera moverme. Me escayolaron el pie, orientándolo hacia al interior de la pierna. También pusieron una especie de pasador por debajo de la escayola de forma que se obstaculizara cualquier posible forma de movimiento. Como la dosis de anestesia era alta debido a la duración de la operación, el proceso de despertar fue largo y angustioso. Recuerdo estar en una habitación donde dejaban ya pasar a la familia. La anestesia me adormecía sin posibilidad de despertarme con claridad. Ese efecto duró muchas horas. Pasé allí la primera noche y hasta la mañana siguiente no me percibí lo suficientemente espabilado. Mientras luchaba con la ensoñación continua de la anestesia me perturbaba el tremendo malestar de no tener almohada. No paraba de decirle a mi familia que me pusieran una pero, claro, ellos no debían hacerlo. También me atenazaba una fortísima sed, pero la enfermera nos dijo que debía esperar varias horas para poder tomar agua. A pesar de ello yo no paraba de pedirla. Por la tarde fue a verme mi hermana Ana y su familia. Mi sobrino Paco tenía entonces seis años y el pobre me escuchó pidiendo agua lastimeramente con lo que, ni corto ni perezoso, se fue al baño, llenó un vaso y me lo llevó a la cama cuando no lo veía nadie. Me lo ofreció y entonces me entró una especie de responsabilidad o disciplina ante lo ordenado por la enfermera y le dije que no podía tomarlo. El pobre se debió quedar estupefacto por la estupidez de su tío que pedía agua continuamente, pero luego se negaba a tomarla.

Al dia siguiente me trasladaron a la sala general y mi familia ya no pudo quedarse conmigo. Pasé mucho dolor, tanto en la cadera como en el pie, producto de la escayola que me habían puesto y de la posición en la que lo forzaba a quedarse. Por la noche tuvieron que darme fuertes calmantes para que la sensación de malestar pudiera moderarse un poco. Al menos, en cuanto aquello se fue normalizando, fui consciente de que ya había pasado por una de las duras pruebas que me esperaba y eso me alegraba. Ya quedaba menos. Pronto me operarían de la otra cadera y si todo iba en orden podría dar por acabado aquel duro proceso.

Pero no fue así. Efectivamente a los pocos días volví a entrar en el quirófano, esta vez para la pierna izquierda. A pesar de que ya sabía lo duro que era el asunto iba con el optimismo de pensar que aquello pondría fin a la cuestión y que luego ya solo faltaría enfocar la recuperación. Nada más lejos de la realidad. Esta segunda operación fue bastante más terrorífica que la primera. Encontraron la cabeza del fémur muy dañada y tuvieron que cortarla, no pudiendo fijarla directamente a la cadera como habían hecho con la derecha. Una vez realizado esto, debían fijar el trozo de hueso que quedaba con una placa y unos tornillos, pero ante el riesgo de que una operación tan compleja terminara por necrosar los tejidos, el doctor Munuera decidió dejar eso para una segunda parte. A pesar de ello, la intervención fue muy larga, creo recordar que duró seis horas. No habían previsto anestesia para tanto tiempo por lo que me desperté a la mitad y tuvieron que ponerme más dosis. Realmente no llegué a tener consciencia clara de nada en ese despertar intermedio, ya que estaba totalmente adormecido. Tanta anestesia, finalmente contribuyó a que el despertar posterior fuera aún más pesado que el de la primera operación. Creo que hasta el día siguiente no fui consciente de casi nada. Y lo peor vino cuando me contaron lo sucedido así como que tenía que someterme a una nueva operación tras dejar pasar un tiempo importante desde esta.

Ahí se me vino el mundo abajo. Ya sabía que pasaría mi cumpleaños (el 7 de noviembre) en el hospital, pero confiaba en que para la Navidad estaría en casa. Y esto borraba mis expectativas de que ello pudiera suceder. El tiempo que transcurrió entre esa intervención y la última fue el peor que pasé en el hospital. Estaba francamente deprimido.

Pero finalmente llegó la tercera operación aunque no recuerdo con exactitud cuanto tiempo transcurrió desde la segunda, aunque creo que debió ser bastante. Es más que probable que no se llegara a realizar hasta primeros de 1973, es decir, un par de meses después. Por fin llegó y con ella la nueva tortura del quirófano, la anestesia, etc. Esta vez con el agravante de que me escayolaron casi de cuerpo entero. La pierna operada, al completo y la derecha, para evitar movimientos, hasta la rodilla. Ambas abiertas en un ángulo de treinta grados o más. Luego la escayola se continuaba cadera arriba hasta el pecho, con la sola salvedad de un hueco importante para poder orinar y defecar. En la zona de la cadera tenía una especie de arco, también de escayola, que usaban los enfermeros para poder manipularme a fin de cambiarme la cama o poner ponerme la cuña debajo para hacer mis necesidades. Todo un espectáculo.

No quiero contar los picores que sentía por todo el cuerpo casi cubierto, con la excepción de los brazos, por aquella pesada armadura. Pero bueno, a todo se acostumbra uno y, pasados los primeros días, no tenía ningún malestar así que había que seguir viviendo hasta que llegara la hora de quitarme la escayola, cosa que creo que tardó unos dos meses en poder realizarse.

Reseñada la dureza del proceso clínico, me gustaría también relatar aquello que en el fondo estaba siendo más importante para mí. Me refiero al proceso de socialización del que carecí en mi primera infancia tras la emigración a Madrid y que ahora se estaba llevando a cabo. Como ya he mencionado, en la sala había algo más de veinte niños ingresados y lo normal es que el jolgorio permanente lo invadiera todo. Allí hice amigos de forma inmediata. Todos partíamos de un mismo problema y, por tanto, existía una interesante solidaridad y compañerismo entre nosotros.

Además, enseguida surgió una amistad que destacaba sobre todas las demás. Allí encontré al que, con toda probabilidad, fue mi primer gran amigo. Se trataba de Jesús Nájera, un chico más o menos de mi edad que había padecido polio y estaba ingresado para hacerse un alargamiento de tibia. Esta operación era curiosísima. Le intervenían primero para seccionar la tibia y le colocaban un aparato en cada uno de los trozos seccionados. Cada día se giraba muy poco una rueda que separaba muy despacio cada uno de los trozos y así se iba generando nuevo hueso que hacía crecer el que se había quedado detenido por la enfermedad. El proceso era largo por lo que nuestra estancia en el hospital fue bastante en paralelo.

Jesús ocupó la cama que había al lado de la mía y que había dejado Ramiro al marcharse. Él era una persona sumamente alegre y extrovertida y enseguida hicimos una gran amistad, nos contábamos nuestras cosas con el placer que supone el haber encontrado un alma gemela para un proceso tan duro como el que estábamos viviendo. Ambos teníamos intereses intelectuales, nos gustaba la música y la lectura y disfrutábamos compartiendo nuestras impresiones al respecto. Teníamos en común una gran afición por la poesía de Machado, cosa que en él se incentivaba al ser el poeta un gran cantor de su tierra soriana. Jesús era de Covaleda, un lugar cercano a la machadiana Laguna Negra. Debido a la lejanía del lugar, su familia, que al igual que la mía era de origen humilde, no podía acompañarlo y solo iba a visitarlo de tarde en tarde. Y como a mi familia le cayó muy bien, mis padres y mis hermanas complementaban lo que a él le faltaba en esos momentos tan duros.

Pero sí había una diferencia crucial entre Jesús y yo. Se trataba de que él estudiaba. Creo recordar que cursaba en ese momento el quinto curso del Bachillerato. Para que los ingresados no perdieran su ritmo de estudio el hospital ponía a nuestra disposición un profesor que apoyaba a todos en función del curso que estuviera realizando. Para esa labor teníamos a don Rafael, un polifacético profesor que podía cubrir los estudios de todos los niños a pesar de que entre los distintos ingresados podía haber hasta cuatro o cinco cursos de diferencia. De hecho, creo recordar que Jesús era el más mayor y, por tanto, el que estaba en unos estudios más avanzados. El caso es que yo me convertí en el único ingresado que no daba clase cada día con don Rafael. Eso constituía para mí una situación que me avergonzaba y que me ayudó mucho a reconsiderar la situación en la que me hallaba.

Además de esto, iba siendo más consciente de que si no estudiaba probablemente no tendría más futuro que el de seguir con el negocio familiar, la tienda de comestibles que tenían mis padres. Y ese pensamiento me resultaba sumamente desagradable. En resumen, yo quería dedicarme a temas más intelectuales, pero ¡no había hecho ni la primaria! ¿Cómo solucionar aquel desaguisado? La estancia en el hospital me estaba haciendo consciente de que mis dificultades relacionales estaban desapareciendo, que disfrutaba del contacto con el resto de los niños y que no encontraba ninguna animadversión de ellos hacia mí, como sucedía en mi primera infancia. A lo largo de mi estancia en el hospital llegué a la conclusión de que tenía que resolver aquello de una u otra forma. En esos momentos no sabía cómo. Me parecía un muro demasiado alto a escalar. No intuía aún lo fácil que más tarde iba a solucionar la situación.

Mientras tanto la vida transcurría en aquella enorme sala llena de vida, enfermedad, compañerismo y, en cierto modo, alegría. Ya había pasado allí mi cumpleaños y poco a poco me fui acostumbrando al ambiente y podría decir que no me resultaba demasiado pesado. La angustia del inicio había desaparecido y mi integración en la vida diaria, salvo por el asunto escolar, era total. Los frailes que llevaban el hospital eran en su mayoría gente muy amable que te hacía la vida fácil. Recuerdo a algunos de ellos con bastante afecto, sobre todo al hermano Rodrigo, nuestro jefe de sala o al hermano Leonardo, un viejecito encantador que siempre andaba por allí con nosotros contándonos historias. Muchos de ellos habían ido pasando por varios hospitales de la orden a lo largo de varios continentes. La vida del hermano Leonardo había estado llena de dedicación a la salud de los niños. Él no era enfermero, como sí lo era el hermano Rodrigo, su labor era solo de vigilancia y apoyo en las salas, pero a todos nos era muy grato. No obstante, también había otros frailes bastante desagradables. Recuerdo a uno de ellos, aunque su nombre se me ha borrado, que nos castigaba continuamente al más mínimo desliz. Y no solo nos castigaba sino que también nos propinaba sonoros cintarrazos con la correa de su hábito. Los hermanos de San Juan de Dios llevaban el hábito dominico, negro y con una correa que les rodeaba la cintura y luego les colgaba casi hasta los pies. Aquel fraile cuando alguno cometíamos alguna de nuestra infantiles (o adolescentes ya) tropelías, agarraba su correa y nos fustigaba con ella. En general, los profesionales eran diferentes. Además del hermano Rodrigo, teníamos al hermano Minguito, un riojano que era fisioterapeuta y se encargaba del departamento de rehabilitación, el lugar donde más tarde pasaría muchos meses de mi vida. Era uno de los más jóvenes, algo guasón y siempre muy dedicado a su labor. De él, al igual que de los hermanos Leonardo o Rodrigo, guardo un imborrable recuerdo. Había otros, pero he olvidado sus nombres. Y lo lamento porque muchos de ellos fueron para mi un importante soporte en ese momento de mi vida.

En mi cabeza quedó también una graciosa anécdota del hermano Leonardo. Yo continuaba siendo un lector impenitente y un día pedí de la biblioteca Sinuhé el Egipcio de Mika Waltari. El fraile me vio con el libro y consideró que las escenas de tipo sexual que describía no eran adecuadas para alguien de mi edad. Me propuso (o más bien impuso) un cambio. Se llevó aquella magnífica novela y me la sustituyó por Ben Hur de Lewis Wallace, obra que consideraba mucho más adecuada para mi alma en ese momento de mi evolución. Creo recordar que me enfadó algo la situación, pero, no obstante, disfruté enormemente de Ben Hur cuyas descripciones de Judea así como de las aventuras del príncipe Judá de la casa de Hur me parecieron magníficas. Y Sinuhé quedó disponible para ser abordado algunos años más tarde, fuera ya de las imposiciones de los frailes.

Mi familia me visitaba todos los días. No hubo ni uno solo de los que estuve ingresado en que alguno de ellos no fuera a verme. Sobre todo iba mi padre. Hay que tener en cuenta que él trabajaba y se ocupaba de la tienda. Nunca condujo, por lo que no tenía coche y se movía siempre en transporte público. Trabajaba a casi dos horas de desplazamiento desde nuestra casa por lo que su jornada laboral era notoriamente larga. El hospital estaba en la zona norte de Madrid y nuestra casa en el sur, por lo que también el tiempo para llegar era extenso. Y a pesar de ello mi padre no faltó en su visita ni un solo día de los seis meses que permanecí ingresado. Se encontrara bien o mal, cansado o no, lloviera o hiciera un día soleado, él siempre estaba allí. Durante ese periodo se quedó muy delgado, supongo que por el esfuerzo o por la angustia que le suponía verme en el estado en que me encontraba. Y es que mi aspecto exterior era un poco lamentable, con la escayola cubriéndome casi la totalidad del cuerpo y esperando a ver si algún tipo de recuperación sería posible en el futuro, ya que el doctor Munuera nos daba solo esperanzas limitadas y seguía señalando con su dedo hacia arriba cuando le presionábamos. Pero además de la familia más directa también me visitaban otros menos cercanos. Fueron muchos pero recuerdo gratamente la visita de mi primo Antonio, uno de los dos hijos de mi tío Gabriel, el hermano de mi padre. Antonio debía tener por entonces unos veinte años y estudiaba periodismo. Hasta ese momento nuestro contacto había sido prácticamente nulo, pero el día que fue a verme a mí me pareció un ejemplo a seguir. Universitario y con un aspecto físico envidiable, ese día me propuse cambiar mi vida para parecerme a él en el futuro.

Otro de los aspectos que evolucionó fuertemente durante mi estancia en el hospital fue mi visión de la religión. A mis trece años, cuando ingresé, reconozco no tener nada relevante que indicar al respecto de esta materia. Era un niño más de la sociedad española del momento. Nacido en una familia católica, bautizado, con la comunión hecha y viviendo la religión de un modo no demasiado relevante aunque tampoco demasiado poco. Mi padre, como persona de ideales de izquierda no estaba demasiado apegado a la iglesia aunque tampoco se confesaba no creyente. Mi madre lo era algo más, aunque tampoco al estilo del beaterio tan presente en una buena parte de la sociedad española del momento. Podría afirmar que en mi familia la religión se vivía como un ritual social que tomaba cuerpo en en el momento de los bautizos, bodas, comuniones, entierros, etc. Pero no había una vivencia interna fuerte de la misma. Reconozco que en alguna parte de mi infancia me obsesionó el asunto del infierno y algo de miedo debió darme el castigo eterno, algo tan empleado tradicionalmente por la iglesia para mantener a raya a las personas.

Pero al ingresar en el hospital, mi fe subió algunas pulgadas. Quizá por la sensación de impotencia que se deriva de la enfermedad, quizá por la soledad en la me encontraba sobre todo en los primeros momentos de mi estancia, la cuestión es que comencé a vivir más intensamente el fenómeno religioso. Recuerdo que la orden de San Juan de Dios editaba un folleto sobre el sufrimiento en los niños que padecían enfermedades como la que a mí me acuciaba en ese momento. Tenía fotografías de niños con muletas y textos que promovían el ofrecimiento a dios del sufrimiento que la enfermedad nos producía. Se trataba de buscar el bienestar de los demás a través de ese intercambio de tus padecimientos. Aquel mensaje me impactó y durante bastante tiempo acaricié una cierta vivencia mística del fenómeno religioso. A ello contribuía, sin duda, palpar a diario la entrega de los frailes que, sin ningún interés material, contribuían a ayudarnos en nuestras penurias.

Sin embargo, aquello no fue más que un fortalecimiento ficticio antes de la crisis final. Recuerdo que todos los domingos un sacerdote de la orden daba misa en la sala. Igual que para el cine, se reorganizaban las camas y todos los pacientes asistíamos a la misa. Antes, por supuesto, quienes queríamos hacerlo nos habíamos confesado. Y por el tema de las confesiones comenzaron mis primeras dudas sobre el fenómeno religioso. Lógicamente, con la edad que teníamos estábamos en una etapa en que el fenómeno de la masturbación era algo sumamente presente en nuestras vidas. De este modo, la confesión se convertía en algo donde el sacerdote te preguntaba «¿Cuántas veces esta semana, hijo?» y tú le respondías un número que solía ser directamente proporcional al número de padrenuestros o avemarías que te mandaba rezar para paliar tus terribles pecados. Aquello se convirtió para mí en una tediosa y poco comprensible labor semanal que, poco a poco, fui abandonando. Creo que mi última confesión en la vida debió producirse más o menos como a la mitad de mi estancia en el hospital. Aquello no me llevó de inmediato a alejarme del fenómeno religioso, solo me apartó de algunas de sus formas. Pero abrió una rendija por la que se fue colando la duda. Y con el paso del tiempo el agujero se fue haciendo más grande, hasta llegar a la total pérdida de la fe, alcanzando su cúspide un par de años más tarde.

Mientras tanto la vida iba avanzando. La estancia en el hospital se presumía bastante larga. Llegaron las navidades de 1972, las primeras que pasaba fuera de mi casa. Y aunque no podía evitar que la tristeza derivada de ese hecho me invadiera, reconozco que tampoco fueron tan malas. Por supuesto que toda la familia me visitó en los días cruciales de las fiestas. Además, el hospital se esforzaba en hacernos gratas aquellas fechas que nos veíamos obligados a pasar alejados de nuestras familias. Tuvimos alguna actuación, visitas de algún que otro personaje y, sobre todo, muchas colaboraciones para que los Reyes Magos pudieran dejarnos cosas que nos alegraran la vida y nos alejaran momentáneamente de la vivencia de nuestra enfermedad.

Las cosas iban acaeciendo. El mecanismo para alargar la pierna de Jesús la hacía crecer, milímetro a milímetro, cada día. Mi cuerpo se acomodaba a aquella enorme escayola. Frente a mi cama, además de las camas de otros niños, había una de las varias ventanas que tenía la sala y desde ella observaba continuamente al gran cartel luminoso del hotel Eurobuilding, cuya vista era accesible desde aquel lugar de la calle Serrano en el cruce con Concha Espina, donde se ubicaba el hospital. Ese fue mi paisaje durante los seis meses que duró mi hospitalización.

Con el paso del tiempo también me iba invadiendo una tremenda añoranza por la autonomía que suponía moverse por uno mismo. Casi los seis meses de mi estancia en el hospital los pasé encamado y reconozco que, conforme los días transcurrían, esa necesidad de movimiento me invadía hasta en los sueños. Pero también es cierto que la veteranía en el centro incrementaba mi tranquilidad al estar en un espacio reconocible y donde controlaba las reglas. Por otro lado, la vida en común con el resto de los niños hospitalizados tomaba cada vez unos matices más esclarecedores para lo que más tarde iba a ser mi futuro.

Y una de las cosas que a esas alturas del partido comenzaba a poner en práctica era de la hacer alguna trastada, cosa que en mi extraña infancia de niño bueno, casi no había llevado a cabo. En ese orden de cosas recuerdo una espectacular operación que llevamos a cabo una noche. El asunto es que mi familia y las de otros niños nos llevaban comida para completar la dieta que el hospital nos proporcionaba, y que no era mala, por cierto. Entre algunas cosas de las que yo tenía almacenadas había una estupenda lata de mejillones en escabeche. Y una noche, cuando ya todas las luces estaban apagadas y, en teoría, se nos había mandado a dormir, nos justamos alrededor de mi cama y de la de Jesús, cuatro o cinco colegas más de aquellos que podían moverse porque no habían sido operados aún o porque ya estaban en periodo de recuperación. Abrimos la lata para comérnosla junto a algunas otras cosas con tan mala fortuna de que todo el caldo rojizo de la misma se derramó sobre mi cama. El susto y la desazón fueron grandes. Ya nos esperábamos los más terribles castigos por parte de los frailes. Pero ahí se puso en marcha nuestra inventiva. Sabíamos donde estaba el pequeño montacargas auxiliar donde se echaba la ropa a lavar cuando nos cambiaban las camas. También controlábamos el almacén de la ropa limpia, así que enseguida pusimos en marcha el operativo. Quienes tenía capacidad de movimiento retiraron las ropa de mi cama y la arrojaron al montacargas como cualquier otra ropa sucia. Del almacén de ropa limpia salió un nuevo juego de cama que se instaló correctamente en la mía. Y ahí acabó todo. Los frailes nunca se enteraron del suceso.

Poco a poco, el tiempo fue pasando y llegó el tan ansiado momento de quitar la escayola y comenzar la rehabilitación. Pero que nadie se piense que aquello fue un proceso rápido. Ni mucho menos. Cuando me quitaron la escayola me montaron en la cama una serie de artilugios para que comenzara a movilizar las piernas. Se trataba de un arco del que colgaban unas poleas con cuerdas que iban a mis tobillos y a mis rodillas. El doctor Munuera me dijo que tenía que estar ejercitándome con aquello de forma continua. Solo cuando ya hubiera considerado que la musculatura estaba lista me dejaría levantarme. La verdad es que no recuerdo fechas exactas, ni cuanto tiempo duró cada proceso, pero sé que finalmente llegó el gran día. Claro que el resultado fue tan desastroso que no tenía muy claro si me alegraba de que tal día hubiese llegado.

Recuerdo que sentía un miedo enorme de que algo se fuera a romper cada vez que apoyaba el pie en el suelo. Mis caderas estaban totalmente rígidas y parecía un robot cada vez que me movía. Para mantenerme en pie necesitaba dos muletas y mis pasos eran tan cortos y pesados que prácticamente añoraba el periodo en que estaba encamado. Comencé también a asistir a fisioterapia para comenzar con la rehabilitación. Me trataron dos fisioterapeutas a los que les debo mucho, Francisco y Carlos. Mientras estuve ingresado fue más Francisco quien me asistió y tras el alta, los largos meses en que tuve que seguir yendo todos los días al gimnasio de San Rafael, era Carlos quien se encargaba.

Pero con el paso de los días, junto al miedo fue apareciendo también una agradable sensación de poder. Me sentía de nuevo en el mundo y, además, con ganas de reorientar muchas cosas de mi vida y con una visión de futuro más basada en la confianza que cuando seis meses atrás ingresé en el hospital.

Y, por fin, a mediados de abril, no recuerdo con exactitud el día, llegó el alta. Me sentía extraño volviendo a casa. No termino de tener un recuerdo exacto de cómo fue la vuelta, solo que los primeros días fueron muy duros, ya que el entorno de la casa no estaba tan adaptado a las necesidades de alguien que apenas podía moverse, como lo era el del hospital. Añoraba a Jesús, que seguía ingresado. En un momento se planteó que podría quedarse en casa un tiempo. No recuerdo muy bien la causa, algo así como que le tenían que dar el alta en el hospital para tener que ingresar nuevamente al poquísimo tiempo y en lugar de volver a Covaleda, hablamos de que podría quedarse en Madrid con nosotros durante ese periodo intermedio. Pero luego, tampoco recuerdo la causa, eso no sucedió.

Tenía que ir a diario a rehabilitación. Durante las primeras semanas era totalmente dependiente y tenía que acompañarme cada mañana alguien. Lo hacía mi padre o alguna de mis hermanas. Luego, en casa, mi padre continuaba ayudando a ejercitarme con los ejercicios que nos habían indicado. Fue una de esas tardes en que al movilizar una pierna sentí como si realmente mis caderas se hubieran despegado. A partir de ese día comencé a ganar movilidad. Despareció una muleta y un poco más tarde la otra. Tardé meses en andar con la confianza necesaria, pero si mal no recuerdo a las pocas semanas ya iba yo solo a rehabilitación todos los días. Tenía que tomar dos autobuses y tardaba prácticamente una hora en llegar y otra en volver, pero esa autonomía era brutal para mí, me hacia sentirme libre, dueño de mis destino quizá por primera vez en mi vida.

Fueron muchos meses en el gimnasio de San Rafael. No recuerdo cuantos con exactitud, pero sí sé que en diciembre de 1973, cuando se produjo el atentado contra Carrero yo estaba allí tumbado en la camilla mientras Carlos me daba caña como todos los días. La verdad es que como fisioterapeuta era bueno, pero dándome moral era terrible. Recuerdo que me costaba un mundo ganar cada milímetro de flexión y llegó un momento en que se desesperó y tiró la toalla. Me dijo que ya no podía hacer más y que me daba el alta. Ciertamente, en los meses sucesivos gracias a mi continuo esfuerzo gané mucha más flexión sobre todo en la pierna derecha.

En resumen, la dolorosa experiencia terminó dejándome prácticamente operativo en todo. No podía hacer deporte grupal o donde fuera necesaria mucha flexión, pero a partir de los 16 años, más o menos, llegué a encontrarme perfectamente. Hacía largas marchas por la sierra, subía los escalones de dos en dos y, salvo la flexión total de la cadera, por el resto de las cosas nadie notaba que me hubiera pasado algo. Fue milagroso que mi vida pudiera continuar de la forma que lo hizo. Además, hasta algunas cosas positivas tuvo aquello, como que me libró de hacer la mili. Durante muchos años llevé una existencia totalmente normal, no recuerdo ningún inconveniente siquiera digno de mención. Llegó a parecerme mentira que mis caderas fueran realmente una ferretería, llena de placas y tornillos. Hasta los cuarenta y cinco años todo fue sobre ruedas, fue a partir de esa edad donde la cosa se comenzó a torcer, al haber desarrollado una artrosis monumental que me llevó de nuevo al quirófano. Pero esa es otra historia y tendré que contarla más adelante.

Lo más importante de este periodo, entre mis trece y mis quince años, fue el cambio que se operó en cuanto a mi socialización. Y no solo eso sino también en cuanto a liderar mi vida para dirigirla a lo que deseaba que fuera en el futuro. Así, en cuanto salí del hospital comencé a replantearme mi actitud hacia el ambiente escolar. Los inconvenientes eran grandes, ya que a mis catorce años no tenía cursada ni la enseñanza primaria. Pero bueno, el camino que transité a este respecto deberá ser tratado en la siguiente entrega.

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