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Mamarrachadas del mundo moderno

A veces, en la mañana, mientras alojo mis posaderas sobre el inodoro a fin de depositar en él ciertos elementos que mi organismo ha generado el día anterior, me da por echarle un ojo a algunas redes sociales. Realmente, he de confesar que más allá de algún interesante comentario, suelo encontrar bastantes cosas insulsas, además de una buena colección de mamarrachadas repetitivas, predecibles. Y, desde luego, muy, muy poco útiles para el buen desarrollo intelectual de mi psique o de la de cualquier congénere mío.

Abundan frases que se difunden como la pólvora y que pretenden instruirnos sobre cómo lograr la felicidad, ser mejor persona o conseguir la estabilidad. Y es a algunas de estas a las que en este artículo estoy denominando «mamarrachadas del mundo moderno». Hoy hablaré de una que me he encontrado por enésima vez y ha disparado en mí la idea de escribir este artículo. Se trata de aquello de que «hay que quererse más a uno mismo». ¡Madre mía! Como si en este mundo actual, individualista y egocéntrico no pusiéramos a cada minuto nuestro interés por encima del de los demás.

Estas recetitas dignas de las galletas de la fortuna o de los sobres de azucarillos vienen a iluminar nuestro día, abriéndonos un horizonte de esperanza. Las leemos, nos parecen increiblemente acertadas y nos proponemos ponerlas en práctica de inmediato. Pero, nunca, por supuesto, tratamos de meditar un poco acerca de la cuestión en sí, de la idea que se nos pretende transmitir. Nuestro mundo está lleno de frases huecas, de narrativas creadas no se sabe muy bien ni por qué, ni para qué. Aunque en algunos casos, bien que lo sepamos. Pero eso es otra cuestión y no es hoy el día de profundizar en ella. Hoy solo quiero ahondar en la cosa esta de quererse a sí mismo, como epítome de esas mamarrachadas que menciono.

Y es que, eso hoy tan de moda, contradice siglos de historia de la humanidad y del cúmulo de valores que nos han formado como especie. A mi me parece que en esa mamarrachada del quererse a sí mismo, se oculta lo más avieso, lo contrario del amor, de la solidaridad y de la tendencia a esforzarnos por servir a los demás. Que me disculpen los que sigan esta norma, pero yo creo que eso del «amor propio» no es ni ético ni estético. Revísese, por ejemplo, los versos que Borges le dedicó a Spinoza y su concepto de dios.

Bruma de oro, el occidente alumbra
la ventana. El asiduo manuscrito
aguarda, ya cargado de infinito.
Alguien construye a Dios en la penumbra.

Un hombre engendra a Dios. Es un judío
de tristes ojos y de piel cetrina;
lo lleva el tiempo como lleva el río
una hoja en el agua que declina.

No importa. El hechicero insiste y labra
a Dios con geometría delicada;
desde su enfermedad, desde su nada,

Sigue erigiendo a Dios con la palabra.
El más pródigo amor le fue otorgado,
el amor que no espera ser amado.

¡Qué pasada! «El más pródigo amor le fue otorgado, el amor que no espera ser amado». Qué opuesto a eso del amarse a sí mismo, ¿verdad? Amar al otro sin esperar siquiera ser correspondido. Qué diferente de las mamarrachadas mencionadas. Ello por no hablar del insigne don Francisco de Quevedo, en uno de los sonetos más bellos del castellano, Amor constante más allá de la muerte.

Alma a quien todo un dios prisión ha sido,
venas que humor a tanto fuego han dado,
médulas que han gloriosamente ardido,

su cuerpo dejará, no su cuidado;
serán ceniza, mas tendrá sentido;
polvo serán, mas polvo enamorado.

El amor al otro elevado a la más alta cumbre de lo humano. Qué cosa más contradictoria pensar que el amarse a sí mismo, como concepto supremo, es algo positivo para las personas. ¿Es que un padre sobrepone sus intereses, su individualidad por encima de las necesidades de sus hijos? Nunca. Y, para los que sois cristianos, ¿pensáis que ese Jesucristo sacrificado en la cruz estaba sobreponiendo el amor a sí mismo al del prójimo por el que se estaba inmolando? ¿Es que ese servidor público, ese policía, ese guardia civil que es capaz de sacrificar hasta su vida en un acción de servicio a los demás, se ama a sí, antes que al ciudadano que está tratando de salvar? ¿Es que esa persona desinteresada que, con desprecio de su vida, se centra en salvar la de otro que ve peligrar, se ha parado a pensar si se ama a sí antes o después que al otro? O es que, por el contrario, se sienten miembros de una especie con la que les une indestructibles lazos de solidaridad y amor.

Tantos siglos de ética filosófica, tanta perseverancia en Aristóteles, en los estoicos, tanto afán de perseguir la virtud por el solo hecho de ser virtuoso, como parte crucial de nuestra esencia humana. Tanta relevancia de ese imperativo categórico de Kant que viene a indicarnos que nuestra acción para con los demás no debería ser nunca peor que la que llevamos para con nosotros mismos. Tantos siglos de religiones que nos han empujado a volcarnos en ayudar a los demás para ahora caer en la receta de la galletita de la suerte: «si no te amas a ti mismo no podrás amar a los demás».

Pues miren ustedes, yo creo que la evolución de la especie humana está llena de renuncias a los intereses propios para ocuparse de los intereses de los otros. Un camino lleno de figuras que se han sacrificado por los demás, que han amado a los demás mucho más que a sí mismos. Una ruta llena de procesos normativos que han tratado de reforzar la idea comunitaria de que hay que ayudar a los más débiles. Y un largo etcétera de elementos de esa misma índole que representan el amor, como fuerza suprema, hacia nuestros congéneres antes que el amor a uno mismo, lo más alejado de las mamarrachadas mencionadas.

Pero, para terminar, no quiero dejar de mencionar que también este mundo terrible que vivimos, genera muchos individuos sumidos en la frustración y la falta de autoestima. Para ellos sí que debería ir dedicada la frase del azucarillo. Porque ciertamente, aunque yo creo que hay que volcarse en los demás antes que en uno mismo, esto no es óbice para reconocer que a muchas personas también les es necesario equilibrar esa balanza entre la percepción de su yo individual y de su yo colectivo. No sé si amarse, pero sí, al menos, valorarse a sí mismos, de forma suficiente.


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