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Mi hermana Ana Quirós

Ayer, 6 de julio de 2022, Juan Latorre, el alcalde del Ayuntamiento de Arjona, nuestro pueblo, organizó un pequeño acto de homenaje a mi hermana, Ana Quirós. Fue un sentido acto en el que el Ayuntamiento ofreció a mi hermana una placa como «Arjonera ejemplar» tras una larga vida de trabajo y avatares de toda índole.

Nos reunimos en la sala de juntas de ese impresionante edificio neomudéjar y desde allí, en un sentido acto, Juan Latorre y los familiares y amigos que nos reunimos para el acto sorprendimos a Ana a través de una videoconferencia para resaltar el cariño que su pueblo le tiene. No podemos por menos que agradecer al Ayuntamiento y, sobre todo, a su alcalde, la realización de un acto de estas características.

Ana Quirós
Rafaela Quirós recoge la placa otorgada por el Ayuntamiento de Arjona en nombre de su hermana Ana

Para completar el acto, voy a anotar ahora aquí una pequeña reseña biográfica que trata de resumir en unos pocos párrafos la dureza de una larga vida preñada de cosas buenas y algunas no tanto. Pero siempre de fuerza, belleza y ayuda a las personas que la hemos rodeado.


Un día trágico

Hay días señalados en el calendario para cambiar negativamente el curso de nuestras vidas. Aquel lunes 12 de diciembre de 2016 tuvo ese trágico significado para mi hermana Ana Quirós. Cuando se levantó por la mañana, madrugando mucho como siempre, nada indicaba que su placentera existencia fuera a girar en el vacío como lo haría un par de horas más tarde.

Tenía setenta y cinco años. Tras atravesar una vida dura, lo que incluía haber enviudado con treinta y siete años, ahora disfrutaba de una tranquila vejez. Contaba con su pensión que, aunque era bastante parca, le daba para vivir. Estaba rodeada de sus tres hijos, Lola y Paco viviendo cerca de ella en Rivas Vaciamadrid y Magdalena en Euskadi, lo que la llevaba viajar con frecuencia a aquella maravillosa costa vasca para pasar unos días con ella y su familia. Sus numerosas y fieles amigas estaban también siempre presentes. Y la preciosa casa, con un encantador patio poblado de plantas cuidadas con pasión, le proporcionaba el resto del solaz que Ana necesitaba para estar en equilibrio. Su vida era absolutamente autónoma, ayudaba a todo el que podía, pero hasta el momento no había necesitado nada de nadie.

¡Bueno! Y también estaba Vilma. Su simpática y bien cuidada perrilla que, desde hacía ya muchos años, le daba la compañía que necesitaba en los escasos momentos en que no compartía el tiempo con los hijos, los nietos, las amigas o el resto de la familia.

Tras desayunar y dar a Vilma su ración de comida y agua se puso el abrigo. Era un día frío de diciembre y esa ligera neblina del invierno madrileño humedecía el ambiente e invitaba a no pisar el exterior sin la ropa necesaria. Le puso a Vilma su collar y ambas salieron a la calle. Eran poco más de las ocho de la mañana. Caminaron calle abajo. Era el paseo que la perra y su ama hacían a diario. Al final estaba el paso de cebra que debían cruzar para seguir el camino que a Vilma le encantaba. Un coche paró al ver que Ana y Vilma iban a cruzarlo. Se dispusieron a hacerlo. Y cuando estaban a la mitad del mismo surgió la tragedia. Un vehículo que venía por detrás entendió que el conductor detenido no estaba permitiendo cruzar a un peatón, sino que se hallaba parado por alguna otra causa. El conductor llevaba prisa, debía llegar al trabajo y antes tenía que dejar a su hijo en el colegio. Adelantó al vehículo parado y acelerando invadió el paso de cebra justo en el momento en que Ana se hallaba cruzándolo.

Y ahí comenzó esa nueva fase que trastocaría por completo la plácida existencia de mi hermana. Su vida autónoma desapareció en el instante en que el apresurado y descuidado conductor la arrolló mientras atravesaba un paso de cebra. La ambulancia, que no tardó en llegar, la llevó de inmediato a las urgencias del Hospital Gregorio Marañón. El fuerte traumatismo había dañado seriamente la médula espinal. Aunque no la seccionó en su totalidad, la dejó lo suficientemente dañada como para que todo su cuerpo estuviera prácticamente inmóvil.

Ahí comenzó la primera fase del calvario. Estado semiconsciente en el área de Reanimación, varias funciones corporales absolutamente desequilibradas y, a los pocos días, pérdida hasta de la capacidad para respirar y alimentarse. Con respiración y alimentación asistida el personal médico se esforzó por salvarle la vida. Las noticias que nos daban no eran buenas. Podía pasar cualquier cosa. Desde el más fatal de los desenlaces hasta una posible recuperación total, ya que la médula solo estaba inflamada, pero no seccionada.

Una vida de esfuerzo y superación

Mi hermana Ana Quirós es la mayor de todos nosotros. Nació el 3 de julio de 1941 en Arjona, un maravillo pueblo de la campiña norte de Jaén. Pero la época en que vino al mundo no era precisamente idílica. Nuestros padres, Martín y Magdalena, se casaron el 9 de septiembre de 1940, al poco tiempo de que Martín volviera del batallón de trabajadores donde los triunfadores de la guerra civil le habían retenido durante unos meses tras finalizar la contienda. Aquellos eran los conocidos como “años del hambre”. Una guerra destructiva, una sequía atroz, otra guerra en el mundo que dificultaba el tráfico comercial ordinario… Todo un conjunto de elementos que ponían carencias en el escenario de vida de aquellas personas. Mal alimentada, nuestra madre sacó adelante a Ana como buenamente pudo. 

Pero ella fue una niña feliz. Era menuda de cuerpo y con el rostro de una belleza singular. Vivió sus primeros años en la tranquilidad de un hogar donde los padres se querían y se esforzaban tremendamente porque a los hijos no les faltara un bocado que llevarse a la boca. Pronto vinieron dos hermanos, Antonio en 1944 y Rafaela en 1950. Los pocos estudios que las niñas de familia humilde podían hacer en aquellos años, Ana los realizó en el colegio aledaño a la iglesia de Nuestra Señora del Carmen en Arjona.

Ana Quirós con 15 años

Su vida no iba a ser fácil y el primer mazazo no tardó en llegar. Cuando Ana contaba con 16 años y mi madre me llevaba aún en su vientre, un camión atropelló a nuestro hermano Antonio que iba en su bicicleta a trabajar. Falleció en el acto. Aquello parecía un vaticinio de la fatalidad que los accidentes de tráfico iban a tener en su vida. En plena adolescencia, cuando salir con las amigas, ir al baile, comenzar a relacionarse con los chicos eran las actividades que deberían poblar la vida de una joven, ella se vio abocada a padecer una pérdida tan cercana y, por supuesto, a sufrir las consecuencias para su vida de una circunstancia como la acaecida. Hubo de soportar el riguroso luto que para este tipo de situaciones marcaba la época. También, en cierta medida, a sustituir a mi madre, que cayó en una profunda depresión, en las labores domésticas y el soporte familiar. Y, por último, tras nacer yo a los pocos meses (1958), a cuidarme como una madre, ya que a la nuestra le faltaban las fuerzas para hacerlo. También hubo de soportar una intensa enfermedad renal que la postró durante un buen periodo de tiempo.

Pero todo va pasando. Conoció a Diego y emprendieron un noviazgo que pronto se convertiría en matrimonio (1963). Nació Lola, su primera hija (1964). Años tranquilos aquellos que tampoco iban a durar mucho. El descanso no parecía ser un estado que fuera a poblar largas etapas en su vida. La situación económica en el campo comenzaba a ser insoportable. El trabajo faltaba y la emigración estaba a la orden del día. Siguiendo la estela de mis padres y quienes aún convivíamos con ellos (mi hermana Rafaela y yo), Ana, Diego y Lola hubieron de emigrar a Madrid a buscar el sustento que en Arjona comenzaba a faltar a quienes vivían solo de sus manos para trabajar a jornal en el campo. Y lo hicieron estando ya ella embarazada de Paco (1965), el que sería su segundo hijo. 

Mientras se establecían y mi cuñado Diego encontraba trabajo en una ciudad nueva y desconocida, la solidaridad familiar suplía las carencias que un Estado, que aún no era del bienestar, debería proporcionar. Una buena parte del embarazo lo pasó en la casa de nuestra tía Antonia, un ángel que se ocupó de todos nosotros hasta que nos aclimatamos a un Madrid que desde entonces iría pasando a convertirse en nuestra nueva patria. Y aquel embarazo no fue sencillo. Ana contrajo el sarampión mientras se hallaba en ese estado y para que madre e hijo no sufrieran demasiadas consecuencias de esa enfermedad que hoy ya casi no existe, debió guardar cama hasta el parto.

Y, nuevamente, las cosas volvieron a serenarse. Diego encontró un trabajo aceptable y pluriempleándose, como casi todos en la época, lograron la autonomía de vida necesaria. Pronto se mudarían a una casa aledaña a la que mis padres ocupaban. Y, no tardando demasiado (1969), al primer piso al que mi familia accedía en Madrid. El cuidado de los hijos y el resto de las actividades normales para una ama de casa fueron sus principales ocupaciones por aquel entonces. Un periodo de calma durante el que vino al mundo su tercera hija, Magdalena (1977). 

Como en anteriores ocasiones, los periodos de tranquilidad no duraron lo que hubiera sido deseable. En 1979, un infarto implacable se llevó a mi cuñado Diego. Ana quedó viuda con treinta y seite años y tres hijos a los que sacar adelante. Las fuerzas, esas fuerzas que han sido siempre parte de su personalidad, parecía que iban a faltarle en aquellos momentos. Cuando se revisan fotografías de la época, vemos a una mujer sumamente delgada, con unas prominentes ojeras y una cara de infinita tristeza a cuyos ojos, de inusual belleza, parecía habérseles marchado la luz que siempre tuvieron.

Una vez más, hubo de sacar fuerzas de flaqueza. No podía dejarse arrastrar por la tristeza. Sus hijos la necesitaban y ella, que tanto había ayudado a que los demás saliéramos adelante cuando lo precisamos, ahora necesitaba recibir de nosotros todo lo que fuésemos capaces de darle. Pero, también, como siempre, dio más que recibió. Ciertamente, el mundo entonces ya era un lugar algo mejor para quienes no estaban sobrados de recursos y a ella le quedó una correcta pensión de viudedad. Sin embargo, tres hijos consumen muchos recursos y hubo de complementar esos ingresos lanzándose a trabajar en lo que pudo. Limpió casas y oficinas y cuido niños. Todo lo necesario para que nada les faltara a unos hijos que habían perdido a su padre, sobre todo los dos mayores, en la edad en que más necesaria es la figura paterna.

Por supuesto que cuidó de sus hijos como la mejor madre. A pesar de su juventud nunca quiso volver a asentar una nueva relación de pareja. En esa nueva situación de madre joven y viuda vio como los hijos iban saliendo adelante, estudiaban, encontraban sus primeros trabajos, formaban parejas y tenían hijos. Los nietos pronto comenzaron a poblar de felicidad su vida. 

No obstante, su nivel de esfuerzo aún no había acabado. Cuando nuestros padres comenzaron a necesitarlo fue Ana quien principalmente protagonizó su cuidado. Los últimos años de su vida vivieron con ella y aunque los otros hijos echamos alguna mano, fue Ana quien realmente se enfocó en cuidarlos hasta sus últimos momentos. Por fortuna, ambos se marcharon antes de ver ese último mazazo que un apresurado conductor propinó a su vida.

La fuerza que a los demás quizá nos falta

La dureza de la lesión medular fue tremenda. Le supuso una lucha durísima para salir adelante. Tras un primer atisbo (más bien un espejismo) de recuperación terminó en el Hospital de Parapléjicos de Toledo. Allí recuperó el control de los pulmones y volvió a la alimentación autónoma, pero la movilidad jamás retornó. Con la sensibilidad perdida desde la mitad de la zona dorsal hacía abajo, era incapaz de usar las piernas y de mantener el torso con el equilibrio necesario como para moverse por sí misma hasta en la cama. A lo largo de muchos meses de rehabilitación comenzó a recuperar parte del control sobre brazos y manos. Eso fue todo. Necesita sondado permanente para el control de esfínteres, asistencia especializada para su día a día, incluyendo salir y entrar de la cama, etc. Por todo esto, tuvo que vender su preciosa casa y comenzar a vivir en una residencia donde recibe la ayuda especializada que necesita para su día a día.

A pesar de todo esto, su fortaleza sin límites volvió a estar ahí. Se adiestró en usar la silla electrónica para poder moverse de un lado a otro. Y, aunque necesita ayuda para sentarse o salir de la misma, la maneja con el rigor del mejor conductor. Ella que nunca había aprendido a conducir tiene hoy un manejo proverbial de la silla. Teniendo en cuenta que solo dispone del uso de las manos (con ciertos límites), con su silla se mueve casi sin límites por el espacio de la residencia e incluso fuera de ella. Su personalidad abierta hace que tenga allí una inmejorable relación con el resto de sus compañeros y compañeras, así como con el personal que la cuida. 

Es sorprendente el ánimo que rezuma. A pesar de sus enormes limitaciones, su humor siempre es magnífico y la capacidad para tener presentes los problemas de los demás, se manifiesta como siempre lo ha hecho en su vida, de forma infinita. Cuando los demás deberíamos consolarla a ella, es ella la que nos consuela a nosotros de cualquier problema menor que pudiéramos tener.

Ana ha aprendido a vivir con sus limitaciones y a hacer algo que a los demás nos parece sobrehumano, disfrutar de las cosas por más que la adversidad se ciegue contra nosotros. Su vida, rodeada de sus hijos, sus nietos y, ahora también, de su primer bisnieto, transcurre con la paz de quien ha aceptado su destino y ha aprendido a no dejarse arrastrar por las tormentas de la vida, por más que el viento azote con una fuerza que a muchos podría parecernos insufrible. Uno no puede estar más orgulloso de tener una hermana como ella por más que lamente todos los golpes que, en una vida llena de dureza, le ha ido propiciando la fortuna. 

Humilladero (Málaga), 12 de junio de 2022


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