Madrid fue durante muchos años una ciudad de fuerte atractivo. Para las personas de mi generación fue la que nos abrió las puertas cuando nuestra familia tuvo que emigrar para ganarse la vida; el lugar que nos acogió y nos permitió salir adelante en una época llena de dificultades. Como decía Neruda, la patria de uno se encuentra en el lugar donde ha hecho el bachillerato, y yo lo hice en Madrid. En aquel Madrid de la última época del franquismo y la primera transición, lleno de ilusión, repleto de proyectos y aventuras. En ese Madrid que conservaba también el recuerdo y el orgullo de haber sido la ciudad que supo pararle los pies a Franco aquel noviembre de 1936 cuando las columnas africanas del dictador tuvieron que pararse en seco frente a la ciudad y cambiar totalmente sus planes para la conquista de la España republicana. El Madrid, del mítico “No pasarán” que ha pasado a formar parte de la historia de las heroicidades del siglo XX.
Con la democracia la ciudad creció en personalidad. Y de configurarla se encargó su alcalde más añorado, Tierno Galván, que abrió las puertas al pueblo de sus calles, de sus parques, de sus fiestas. Madrid se convirtió en lo que ya antes había sido, una ciudad alegre, festiva, emprendedora. La época de la movida madrileña aportó también el clima de creatividad intelectual necesario para que algunos de nuestros más afamados cineastas o músicos vieran la luz en aquel momento. La ciudad tenía también su lado oscuro, solo tenemos que recordarla en la letra de aquel “Pongamos que hablo de Madrid” que Joaquín Sabina escribe en 1980.
Con el paso de los años Madrid se fue convirtiendo en una ciudad que buscó convertirse en el centro de negocios del país. El paisaje y el paisanaje fueron cambiando. El yuppie sustituyó al intelectual. Nada malo en esta evolución. Es normal en un país en crecimiento que el mundo de los negocios se presente con el atractivo necesario como para que los jóvenes quieran acceder al mismo y ganarse la vida. Sin embargo, esto ha sido fomentado hasta la extenuación por los gobiernos de derechas tanto de la ciudad como de la comunidad. Hoy Madrid solo trata de ser atractiva para el inversor, es una ciudad de negocios. Ha perdido cualquier otra virtud que la haga atractiva como lugar para vivir, para visitar, para disfrutar. Hoy es solo un lugar apto para trabajar. Un lugar donde soportamos largos y tediosos atascos, un lugar lleno de continuas manifestaciones que hacen el día a día difícil a los ciudadanos, una ciudad que se ha rodeado de multitud de mega centros comerciales llenos de tiendas y restaurantes clónicos unos de otros. En fin, una metrópoli diseñada para engullir a sus ciudadanos más que para permitirles desarrollarse como personas.
Y la puntilla nos la va a dar Eurovegas. Con la disculpa de que se van a crear centenares de miles de puestos de trabajo, nuestro espacio ciudadano va a verse alterado por este que quizá sea el último elemento en la labor de aculturación y destrucción de la que otrora fue una de las ciudades más características de Europa. De “poblachón manchego” pasaremos a “megápolis del juego”. Y sus habitantes conscientes, los pocos que queden, se pasarán el día viendo con envidia la personalidad de un Berlín, de una Barcelona, de un Londres, de un Nueva York, de un París, de una Roma… mientras nosotros nos convertimos en una Las Vegas de pacotilla.
Quizá haya llegado el momento de largarse de aquí, ya que ni siquiera para morir en Madrid parece merecer la pena continuar aquí. Habrá que seguir el consejo de Sabina en la última estrofa de su canción sobre la ciudad:
«Cuando la muerte venga a visitarme,
que me lleven al sur donde nací,
aquí no queda sitio para nadie,
pongamos que hablo de Madrid»