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¡Sin salabín!

¡Sin salabín! ¡Chachi trujana! ¡Calcetines de lana!

La voz un poco chillona del mago comenzó a romper el griterío de los muchos chavales que aquella noche llenábamos el cine Manchego. La varita mágica tocó el sombrero sobre la mesa y, como obedeciendo a las palabras mágicas, una paloma blanca salió volando y se perdió en la incipiente oscuridad.

Aplausos, silbidos, gritos. El cine de verano en aquellos primeros días de septiembre de 1971 estaba a reventar. Muchos grupos de niños gamberreando, otros acompañados de sus padres. El mago se esforzaba por mantener la atención de un público algo díscolo. No tardó muchos minutos en conseguirlo con algún truco algo más espectacular que el de la paloma.

Comenzaba a refrescar. El verano iba tocando a su fin y ya a esas primeras horas de la noche la brisa comenzaba a sobreponerse a los fuertes calores estivales. Por eso, aunque todos los chicos iban aún en pantalón corto, la rebeca comenzaba a ser obligatoria sobre todo en aquellos que iban acompañados de su madre.

Yo estaba solo. Mis padres no tenían ganas de acompañarme y mis hermanas mayores estaban ocupadas. Además, yo era un chaval lamentablemente responsable y aburrido por lo que, a pesar de mis escasos doce años, mi padre me había dado cinco duros y me había autorizado a acudir al espectáculo de magia aquella noche. Al fin y al cabo, aquello era de ocho y media a diez y media por lo que volvería a casa aún a una hora prudente.

Llegó el intermedio y me fui hacia el quiosco que había dentro del cine para comprar una Fanta de naranja con lo que me había sobrado de los cinco duros tras sacar la entrada. Aún me quedarían algunas pesetillas para la hucha después de aquella compra. Fue entonces cuando vi a aquel tipo. No solía fijarme mucho en la gente que me rodeaba, pero aquel hombre tenía un aspecto que me resultaba familiar. Le di algunas vueltas a la cabeza, pero no lograba encontrar de qué podía conocerlo. No era solo su cara, también su aspecto general e, incluso, la ropa con la que se vestía. En fin, compré la Fanta y me volví a mi silla.

Para mi sorpresa, el tipo me siguió y se sentó a mi lado. Los asientos de alrededor estaban vacíos; casi todo el mundo se había levantado para comprar algo o estirar las piernas.

̶ Hola Daniel ̶ me dijo causando en mí una espectacular sorpresa.

̶ ¿Quién es usted? ¿Cómo sabe cómo me llamo?

̶ Bueno, sería largo de explicar y quizá no lo entendieras, pero quiero que comprendas, al menos, que te conozco muy bien.

̶ Pero no debo hablar con extraños. Es mejor que se vaya, además esa silla estaba ocupada.

̶ Verás, técnicamente, no soy un extraño. Ya que insistes, me presentaré. Vengo del futuro, de tu futuro. Realmente soy una especie de versión tuya con algo más de cuarenta años, así que como sé que las matemáticas se te dan bien, supongo que ya habrás calculado que vengo del próximo siglo, o milenio, llámalo como quieras.

Las piernas me temblaban. La mezcla de frío, miedo y refresco de naranja comenzó a revolverme el estómago. Una fuerte náusea pugnaba por hacerse presente. El hombre permanecía tranquilo y sonriente, con su mirada fija en la mía.

̶ No te preocupes, no debes tener miedo de ti mismo. Solo he venido para decirte que estés tranquilo. Hasta donde yo conozco vas a vivir una buena vida. Terminarás bien tus estudios, conocerás a una chica en unos cuantos años, tendrás hijos, viajarás. Ganarás el dinero suficiente y no te sorprenderá en ese tramo del camino ninguna enfermedad grave, así que relájate y vive una buena vida, sin miedos.

̶ ¡No diga tonterías! ¿Cómo puede saber todo eso? No se puede viajar en el tiempo, ¿Qué es eso de que usted soy yo y de que viene desde mi futuro?

El descanso estaba llegando a su fin y la gente volvía a sus asientos. El vecino que había ocupado el mío antes de la llegada de aquel extraño tipo se fue acercando.

̶ ¡Qué hace usted en mi asiento!

̶ Disuculpe, ya me iba ̶ dijo mi yo futuro de forma educada mientras se levantaba y se perdía por los asientos detrás de los míos.

Seguí viendo la segunda parte del espectáculo pero mi cabeza estaba en otro sitio. No paraba de mirar hacia atrás a ver si veía donde estaba aquel hombre, pero no lograba localizarlo. Finalmente, el espectáculo terminó y todos fuimos saliendo del cine.

Me pareció extraño, pero cercana a la puerta había parada una ambulancia con dos enfermeros embutidos en sus batas blancas, apoyados en la misma y mirando hacia los que salíamos del cine. Me quedé en la acera de enfrente mirando la escena. Entonces salió el tipo. Los enfermeros se dirigieron a él y, amablemente, le invitaron a pasar a la ambulancia. Fue entonces cuando me fijé en las letras de la puerta, «Hospital psiquiátrico provincial».

No sé si aquello me tranquilizó o me perturbó más aún. En cualquier caso, vi que Ángel, un chaval de mi calle, salía en solitario del cine y me acerqué a él. Tenía fama de gamberro y yo no era muy amigo de él, pero en ese momento no me apetecía recorrer el camino de vuelta en solitario.

̶ ¿Vas para casa?

̶ ¡Claro! A dónde voy a ir a estas horas.

̶ Hace fresco ¿verdad? tendremos que ir aprisa para entrar en carlor.

̶ Bueno, yo no tengo problema ̶ dijo con tono algo canallesco ̶. Le he robado a mi padre las quince pesetas de la entrada, no saben donde estoy y ahora al llegar a casa me espera una buena zurra, así que dormiré caliente.

Aquello me tranquilizó. Las cosas del mundo volvían a estar en su lugar.


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