En mi juventud fui, como tantos otros, un estudiante de ideas izquierdistas que pasaba la vida rodeado de libros y cuyos sueños le destinaban hacia el mundo universitario, la reflexión, la intelectualidad… Ser escritor era la meta a conseguir, poder vivir del mundo tranquilo de la creación. En mi vejez me presentía habitando un una casa en la montaña, colgando la boina y la pelliza en un perchero a la entrada y poniéndomelas para salir al frondoso bosque exterior a pasear mientras construía el argumento de mi próxima novela. Podía observarme fumando mi pipa y leyendo junto a la chimenea o trabajando largas horas en un despacho con paredes atiborradas de libros y un gran ventanal tras el que aparecía la otoñal imagen de los montes cercanos.
Pero la relación entre lo que queremos ser, lo que podemos ser, lo que debemos ser y lo que somos no es una ecuación fácilmente resoluble. Sus incógnitas son persistentes y se escapan a nuestras intenciones de controlarlas. Pensamos estudiar una carrera y terminamos haciendo otra por no se sabe qué extraños avatares; nos gustaría vivir en una ciudad y nuestros huesos se mueven en dirección a otra impulsados por ignotos resortes. Buscamos desaforadamente una forma de ganarnos la vida y terminamos ejerciendo la profesión que el destino se inclina a reservarnos. Lo normal es que casi no nos demos cuenta de esta deriva que va tomando nuestra existencia, pero aunque no seamos conscientes de ella, el tiempo va abriendo una enorme brecha entre lo que quisimos ser y lo que somos y un día, al otear el horizonte, nos vemos en una orilla distante, tan alejada del lugar donde hubiéramos querido estar, que nos asustamos. En ese momento somos conscientes de la situación y nos preguntamos dónde perdimos el camino, en que instante de la vida nuestras decisiones, o las de los demás, nos llevaron a este frío lugar en el que estamos y desde el cual ya no es posible retornar al trazado original de nuestra ruta.
En mi caso esto no debería entenderse como una invitación a la melancolía o como una tardía sensación de fracaso. La vida me llevó por otros derroteros pero no le guardo resentimiento. Deseaba reflexión y todo mi camino fue de acción. En lugar de ese relajado profesor me convertí en un estresado hombre de empresa que se pasa el día corriendo, colgado de un teléfono móvil, atendiendo algo que más que el correo electrónico parece un teletipo, conectado al skype, al whatsapp; viviendo el continuo riesgo financiero de los negocios y atendiendo a la vida profesional de los muchos colaboradores cuya existencia y las de sus familias dependen del proyecto empresarial que compartimos. Sin embargo, a pesar de la falta de rencor, llega un momento en que uno se pregunta qué hace ahí, por qué está en esa fría y desangelada estancia en lugar de en aquel cálido salón leyendo frente a la chimenea. Y no hay respuesta. Solo procede seguir adelante. Ya no es posible desandar el camino y quizá tampoco esté interesado en hacerlo. Quién sabe si esto es realmente lo que quería hacer y aquello otro no era más que un representación vaga y confusa de mis deseos. Incógnitas de la ecuación que somos incapaces de resolver.
Un viejo y respetado profesor mío, el doctor Saumells, jugaba con la metáfora del ejecutivo en su muerte para darnos luz sobre ya no recuerdo qué asunto referente al impacto de la tecnología en la vida actual. Y nos decía que a más de uno de esos hiper ocupados personajes le gustaría que tras los cristales de la sala del tanatorio donde expusieran su cadáver, este no se encontrara sobre el convencional catafalco sino que, bien trajeado, engominado y perfumado, lo expusieran sentado en la mesa de su escritorio, con una mano en el teclado de su ordenador teatralmente encendido y con la otra sosteniendo el teléfono en su oreja, todo ello bien escenificado de forma que representara un acto habitual de su existencia en lugar de ese atípico descansar dentro de una caja de madera. A estas alturas, solo resta ya jugar con la idea de que esa cómica representación pudiera llegar a darse. Si uno ha hecho el estúpido durante tantos años de su vida por qué no dar también algo de comicidad al momento de pasar a la otra orilla del Leteo.
No querría ponerse melancólico pero así suena…
Es que estoy en una edad muy mala, 😉