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Rencor por los amigos muertos

La Cala de Mijas, uno de mis lugares en el mundo, junto con la comarca de Barco de Ávila y con Madrid. Estamos ante aquellos donde he pasado las mejores horas de mi vida. El puente de la Constitución (para otros es el de la Inmaculada, pero para mí, claramente, es el de la Constitución). Por no sé qué extraña conjunción estelar casi todos los años, en estos días, aquí hace un tiempo de sol otoñal incomparable con cualquier otra sensación de plenitud y equilibrio. Frente a mi ventana podría ver la terraza mi amigo Manolo con su banderón español luciendo a todo trapo o con el himno nacional sonando en su teléfono cada vez que alguien le llama. No soy de banderas ni de himnos, pero siento una especial tranquilidad cuando veo frente a la mía, la casa de Manolo y Pilar.

Pero hoy el equilibrio se ha perdido en un momento. He visto pasear por la playa a un anciano en el que hace tiempo que no reparaba. Solo lo conozco de cuando mi amigo Antonio se paraba a conversar un rato con él. Es el típico veraneante jubilado que viene aquí, a su segunda residencia, a pasar unos días de vez en cuando. Tendrá la misma edad que ahora podría tener mi amigo Antonio. Y, de repente, me ha entrado una sensación de rencor contra el abuelo, contra el mundo, o contra quién sabe qué. ¿Por qué este hombre anda todavía por aquí paseando por la playa y mi amigo Antonio murió hace ya algunos años?

Suelo guardar rencor a mis amigos muertos. Se fueron y me dejaron aquí. Cada vez son más y eso fomenta esta extravagante acritud en mí. No estaba en sus manos dejar de morirse, así que mi estado de ánimo no tiene sentido. Pero aún sin tenerlo, ahí está, apareciendo angustioso cuando menos se lo espera.

Lo que tiene de curiosa la sensación de esta mañana es que es la primera vez que surge. No se trataba de guardar rencor a mi amigo Antonio por morirse, sino al vejete que paseaba por la playa. Rencor de intercambio. ¿Por qué él perdura y mi amigo Antonio no? Si él estuviera aquí, ambos podíamos estar sentados frente al mar o bañándonos. Antonio, a pesar de su avanzada edad, era un excelente nadador. Yo no lo soy, pero me gustaba el mar. Ahora creo que ya tampoco me gusta demasiado. Son muchos cambios y buscamos lo que permanece.

Por la tarde, he pasado por delante de la casa en la que vivió sus últimos años, José Luis Sampedro, otro de mis vecinos en La Cala. De vez en cuando coincidíamos comiendo donde Miguel. Qué sensación la de comer el mismo gazpachuelo o los mismos boquerones que tomaba alli con su mujer, aquel hombre al que tanto admiraba. Odio a quienes se lanzan a por cualquier persona célebre a preguntarles no sé qué o a pedirle un selfie. Por tanto, nunca le dirigí la palabra. Solo le admiraba desde la cercanía de la mesa contigua. También me lo crucé por la calle en varias ocasiones, vivíamos cerca, su casa estaba a no mucho más de cien metros de la mía.

Su quijotesca figura reconstruía en mi mente esas páginas inmortales de Octubre, octubre, La vieja sirena, El río que nos lleva, La sonrisa etrusca… Pero en 2013 también murió y ya nunca más podré encontrarlo en la mesa contigua comiendo el mismo menú que nosotros. Es de destacar lo que nos une a las personas que comen nuestra misma comida. Parece una tontería, y quizá lo sea, pero es que esta tarde ando algo atontado. La cuestión es que mi admirado José Luis Sampedro se fue, al igual que mi amigo Antonio. Y sus huecos ya son irrellenables.

Podríamos estar comiendo donde Miguel, pero ahora solemos comer solos Ángela y yo. O con Martín cuando viene a visitarnos, cosa que afortunadamente sucede con mucha frecuencia porque La Cala le encanta. También con Pilar y Manolo, pero ellos cada vez vienen menos. La sensación de estar en sitios, pero no de forma estable, durante mucho tiempo causa ciertos estragos cuando ves envejecer y morir a la gente que en cada una de esas temporadas te rodea. Cuando estás establemente en un sitio parece que el tiempo funciona de otro modo. No percibes el paso de las cosas por instantes sino como un continuo. Y todo es menos perceptible, como más normal.

Pero la falta de mi amigo Antonio y el paseante playero me han descentrado hoy. Tendré que tomar un vinito donde Miguel, o en casa, o en el Utopía, para hacer que los malos efluvios se diluyan entre el sol y el mar. Es una pena que Manolo no tenga hoy extendida su bandera.


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