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El requeté confuso

Punta Targa – Cota 481 (entre La Fatarella y Villalba de los Arcos) – 28 de julio de 1938  

La batalla del Ebro estaba en sus comienzos. Martín, junto con otros sanitarios de la 3ª División, recogía cadáveres y transportaba heridos. La lucha fue cruenta aquel día. Internacionales de la 15 Brigada y españoles de la 31 habían intentado con poco éxito tomar Punta Targa para controlar el acceso a Villalba de los Arcos. Los republicanos no tuvieron éxito y el campo quedó sembrado de cadáveres y de heridos cuyos lamentos y gritos de “¡Sanitario! ¡Sanitario!” no cesaban por todas partes.  Al sanitario andaluz le llamó la atención aquel desgarbado joven de rasgos extranjeros. Tenía el cuerpo destrozado por decenas de balas, lo que hacía probable que hubiera sido una ráfaga de ametralladora la que hubiera acabado con él. Por el aspecto del joven, Martín pensó que debía ser de su misma edad. Sintió lástima del muchacho. ¡Haber venido desde tan lejos para morir en el calor de este secarral! Con ayuda de otro sanitario lo subieron al camión que usaban para desplazar los cadáveres hasta el punto donde serían enterrados. Cuando lo subieron, de uno de los bolsillos del internacional se cayó un cuaderno. Martín lo tomó por curiosidad y lo hojeó. Estaba escrito en una lengua que no entendía, pero no le importó. Por la noche se lo daría a su amigo el teniente Luis Beltrán, que era maestro antes de este destrozo y se entendía bien con muchos de los brigadistas.

Batalla del Ebro

 

Por la noche, cuando los hombres intentaban descansar simplemente tumbados sobre su manta en el suelo recalentado de aquel tórrido verano, Martín le pidió al teniente que le echara un vistazo al cuaderno e intentara leerle lo que ponía. La curiosidad del sanitario no tenía límites. Su padre murió cuando él era un niño de ocho años. Era el segundo de siete hermanos y, junto con Pepe, su hermano mayor, le tocó echarse al campo a trabajar para poder dar de comer a toda aquella prole. Solo el trabajo a jornal, tuvieras la edad que tuvieras, era lo posible en su pueblo, en Arjona, un lugar de la campiña olivarera jiennense donde solo los señoritos podían llevar una vida digna. A pesar de eso aprendió a leer y escribir, dominaba las matemáticas básicas con bastante soltura y le encantaba aprender continuamente de todo. Leía cualquier cosa que caía en sus manos y por eso, a pesar de la falta de consistencia de sus estudios, podía opinar sobre muchos temas que a la mayoría de los otros soldados ni siquiera le despertaban el interés.

El teniente Beltrán abrió entusiasmado el cuaderno, vio que estaba escrito en inglés.

– Martín, esto debe ser de uno de los ingleses de la 15 Brigada, ¿no? – Le preguntó.

– Eso creo, el cuerpo estaba por donde operaban ellos

– Pues lo que dice aquí es más que interesante, si quieres te leo algún párrafo, pero creo que lo mejor es que lo traduzca todo en algún rato libre entre bomba y bomba fascista – Dijo jocosamente el teniente.

– Gracias jefe, sabes que tengo mucho interés en todas las cosas y me ha llamado la atención el cuaderno de este pobre muchacho. Me gustaría saber lo que dice.

 

 

La Fatarella, puesto de socorro de la 3ª División – 29 de julio de 1938

Como el interés de Beltrán se había despertado igualmente, se puso al trabajo de inmediato. El diario tenía quince o veinte páginas escritas así que tampoco aquello era una gran labor. En dos o tres horas de esa noche y dos o tres más de la siguiente, otro cuaderno estaba escrito con la letra firme y cuidada del maestro, esta vez en perfecto castellano.

– Martín, aquí lo tienes. Te dejo lectura para un buen rato. Ya sabes, si quieres que te aclare alguna cosa que no entiendas, no tienes más que decirlo.

 

El diario de David Haden Guest

“El mundo es todo lo que acaece”. Sorteando las balas y entre el ruido atronador de la artillería o el zumbido mortal de las bombas soltadas por las “pavas”, la proposición del filósofo retozaba en mi mente. Los verdes prados de Cambridge y las tranquilas palabras de Wittgenstein contrastaban con este secarral de Ebro. Si el mundo es todo lo que acaece, ¡vaya mierda de mundo! ¡Ya podían acaecer menos cosas como estas por las que estamos pasando en este mortal verano del 38 por las tierras de Tarragona!

Quizá deba preguntarme qué hago en este infierno. Estudié matemáticas y filosofía. Tuve la fortuna de tener en Cambridge como maestro al gran filósofo austriaco. Allí, auspiciado por Bertrand Russell, Wittgenstein desgranaba en sus clases las distintas proposiciones de su “Tractatus”, de esa misma obra que ahora todavía me acompaña dentro mi castigada mochila militar mientras soportamos estoicamente la espera en estas llanuras de Falset. Dicen que pronto habrá una gran ofensiva, pero mientras tanto solo queda hacer maniobras tácticas y aburrirse. Pero todo sea por la causa del proletariado, tenemos el deber de defender estos riscos resecos de la amenaza fascista. Wittgenstein también paseó su “Tractatus” por los campos de batalla de Europa hace unos cuantos años, mientras participaba con el ejército austriaco en la gran guerra. Allí se concretaron sus ideas y allí fueron anotándose en su cuaderno las distintas proposiciones que luego constituirían la obra.

Pero no es este el momento de hablar de filosofía. Qué distantes quedan ahora los territorios de Platón, Spinoza, Frege o Wittgenstein…  Si acaso, tengo cercanos los de Marx y Engels. “Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo.” Eso decía el de Tréveris en su tesis oncena sobre Feuerbach y eso fue lo que me llevó a alistarme en el batallón Lincoln junto con tantos otros jóvenes ingleses y americanos. Decidimos pasar a la acción, nos convencimos de que debíamos defender un tipo de sociedad cuyos principios se intentaban aplastar en el suelo de España, asolada por las bombas de alemanes e italianos. Violencia revolucionaria para transformar la sociedad. Antes, mi mente ya había transitado de los terrenos del “Tractatus” a los del “Manifiesto Comunista”, de modo que viajar a aquella España en guerra fue solo una acción más en un camino intelectual trazado previamente.

 

¡Ufff! Martín pensó que esto era demasiado fuerte para él. Entendía algunas cosas, pero la mayoría se le escapaban, ¡él era solo un pobre jornalero iletrado! Tendría que preguntarle a Luis quienes eran Platón, Spinoza, Frege, Wittgenstein. Sí sabía quiénes eran Marx y Engels. En las clases que se impartían en la Casa del Pueblo de Arjona ya les habían hablado de ellos y del socialismo. Pero las palabras del joven inglés muerto eran demasiado enrevesadas para él. Pensó que lo mejor era aclarar algunas cosas con su amigo el teniente y continuar leyendo más tarde.

 

Quatre Camins (entre La Fatarella y Villalba de los Arcos) – 19 de agosto de 1938

Los combates habían sido horribles ese día. Los requetés del Tercio de Montserrat que se encontraban guarnecidos en Quatre Camins, frente a Punta Targa habían recibido la orden de tomar esta posición por asalto. Ellos serían la primera línea, pero luego los seguirían sus compañeros de la 74 Brigada, los hombres de los batallones Ceuta y Bailén. Los republicanos de la 31 Brigada estaban fuertemente parapetados en Punta Targa, contaban con armas automáticas y resistían fuertemente.

El Tercio se quedó solo. A las 12 de la mañana, tras una fuerte preparación artillera, los requetés reciben la orden de calar la bayoneta y tomar al asalto Punta Targa. Lo intentaron en sucesivas oleadas de ataques durante todo el día, pero los hombres de los batallones Ceuta y Bailén no les siguieron. Los requetés fueron más que diezmados. El campo entre las dos posiciones quedó sembrado de sus cadáveres.

Por la noche, los republicanos gritaron a los requetés, que aún están parapetados frente a ellos, que dejarían de dispararles para que pudieran recoger sus cadáveres. A las 9 de la noche, entre la duda y el agradecimiento, los que permanecían vivos fueron saliendo de sus improvisadas trincheras a pocos metros de Punta Targa. Los sanitarios del Tercio se llevaron a los heridos y recogieron a los cadáveres de sus compañeros. A las 11 de la noche la tarea estaba terminada. El Tercio, exangüe, se retiró a su posición de partida. Los mandos le ordenaron pasar a la reserva. Ya habían sangrado demasiado. Al día siguiente serían otros los que continuarían intentándolo.

Al terminar con aquella labor, los sanitarios republicanos hicieron la misma tarea con los suyos. Afortunadamente para ellos, lo cubierto de su posición hizo que apenas si tuvieran bajas. Martín y sus compañeros se llevaron a los heridos por el camino seguro de evacuación que tenían detrás de Punta Targa. Desde allí los llevaron al puesto de socorro de La Fatarella.

Pero antes de salir con las camillas, Martín oye una especie de quejido ligero frente a la trinchera, en la zona donde los requetés han terminado su labor hace poco. Se intriga. Piensa que quizá se hayan dejado allí algún hombre con vida. Ordena esperar a sus camaradas y se acerca con precaución. El quejido se repite insistentemente. Afortunadamente es una noche despejada y la luz de la luna ilumina la llanura que hasta hace poco se encontraba llena de los cadáveres de los requetés. En un pliegue del terreno lo ve. Lleva uniforme nacional, no hay duda, es un requeté que ha debido pasar desapercibido a los sanitarios de su unidad. Se acerca con precaución, ¡quién sabe si estará con el arma montada y listo para disparar en cuanto vea un uniforme de la república! Pero el hombre está semiinconsciente. Hay mucha sangre a su lado y tiene varios balazos en el costado y la cadera. Quizá le quede poco para morir, pero Martín no puede dejarlo allí. Los requetés han vuelto a Quatre Camins así que no puede gritarles a sus sanitarios. Solo hay una opción, llevarlo al puesto de socorro de La Fatarella. De no hacerlo, morirá sin remedio.

– Venid a ayudarme, traed una camilla – les gritó a sus compañeros, que en seguida llegaron.

– Martín, estás loco. Este es un fascista, déjalo que se muera – le contestaron casi al unísono.

– Es un ser humano. Los suyos ya no se lo pueden llevar y no podemos dejarlo morir aquí. ¡Traed la camilla he dicho!

 

Antes de subirlo a la camilla le registraron el uniforme y le quitaron todos los objetos personales que llevaba. “Se trata de un enemigo, ¿no?” le dijo López, un soldado de Sanidad mal encarado que siempre andaba quejándose por todo. Martín era el Sargento de esa unidad y no le gustaba maltratar así a las personas, vinieran de donde vinieran.

– Está bien, quedaos con las armas y cualquier otro objeto de valor, pero dejarle las cosas más personales y algo de tabaco. Si sale de esta querrá fumar para celebrarlo.

Los sanitarios le obedecieron. Martín se hizo cargo de un atadillo con algunas cartas, quizá recibidas de su novia y una a medio escribir con la tinta aún casi fresca. Era más que probable que el requeté la hubiera comenzado a escribir aquella misma mañana.

Una vez trasladadas las camillas fuera de aquel infierno subieron a los heridos a los camiones y se dirigieron al puesto de socorro de La Fatarella. Allí los médicos militares se hicieron cargo y los sanitarios se fueron a descansar. Había que dormir algunas horas, por pocas que fuesen. El próximo día prometía ser aún más peligroso y agotador. El puesto se encontraba en una casa de labor, muy amplia y con un gran patio. Como el calor apretaba a pesar de lo avanzado de la noche, Martín se remojó con un poco de agua del pozo, tiró la manta en el primer hueco libre del patio que encontró y se dispuso a descansar allí. Recordó entonces el manojo de cartas y no pudo resistir la curiosidad. Comenzó a leer la que el requeté tenía a medio escribir.

 

Carta de Miguel Cardona, requeté del Tercio de Montserrat a su hermano

Querido Andrés,

Espero que a la llegada de esta te encuentres bien y que nuestros padres y los otros hermanos también lo estén. Yo, a pesar de las muchas penalidades de la guerra, también me encuentro bien gracias a Dios.

Seguimos en este infierno del Ebro. Dicen que el propio Franco ha llegado esta mañana a Gandesa para dirigir las operaciones contra los rojos. Vamos a atacar por tercera vez desde que pasaron el río hace un mes y nos trajeron aquí desde Extremadura para pararles los pies. ¡Requetés del Tercio de Montserrat! Lo más duro de la infantería española. Somos los que en Quinto y Codo nos desangramos para parar la ofensiva de los hombres de Líster. Ahora nos toca repetir aquí de nuevo.

Habrá que calar la bayoneta y tomar al asalto Punta Targa. Allí están parapetados los rojos y no cesan de dispararnos con las armas automáticas. “Tomar al asalto”, ¿alguien sabe lo que significa esa brutalidad? Significa que viene el sargento del pelotón y te ordena calar la bayoneta, te suelta una arenga y te envía a morir corriendo mientras las balas te rodean y solo deseas que no se haya fabricado aun la que te está destinada. Si tienes la suerte de llegar a la trinchera donde está el enemigo tienes que disparar a ciegas y clavar la bayoneta en cualquier pecho que te encuentres. Es matar o que te maten. Los del Tercio somos especialistas en esto, ya nos masacraron cuando Belchite y ahora quieren usarnos otra vez de fuerza de choque para que nos vuelvan a masacrar. ¿Será porque somos catalanes y en el ejército nacional no se termina de entender que estemos de este lado cuando la mayoría de nuestros paisanos están en el otro?

Hay que hacer como que no importa morir, aunque estemos cagados de miedo. Nuestros oficiales nos dicen que llevaremos la iniciativa en la ofensiva y que la gloria será para nosotros, pero que nos seguirán nuestros compañeros de la 74ª Brigada, los batallones Ceuta y Bailén. Entre todos podremos con los rojos, aplastaremos Punta Targa y esto del Ebro se acabará. Tiene que acabarse una vez. Yo solo quiero volver a enseñar a los niños. Levantarme todas las mañanas, tomar un café, andar hasta la escuela, hablarles de geografía, de lengua, de historia o de lo que sea. Llenar de saber las mentes de esas criaturas en lugar de abrir las cabezas del enemigo a fuerza de balazos o empujando la bayoneta. ¡Esta tierra que amo cubierta de sangre! Los olivos, los almendros, los frutales, las viñas… están hechos para que los cuidemos, los plantemos, los podemos, cosechemos sus frutos. No para que cubramos sus hojas con tanta sangre.

Pero bueno, todo sea por una España nueva donde el pan y la justicia impere, donde se respete a Dios, a la iglesia, donde tengamos un rey que cuide de todos. No esta otra España que la República está entregando a Rusia, una España sin Dios, sin Rey. No puede ser.

 

 

Puesto de socorro de la 3ª División (La Fatarella) – 20 de agosto de 1938

Punta Targa había caído. Al final, los batallones Ceuta y Bailén, que habían renqueado el día anterior, dejando al Tercio de Montserrat toda la responsabilidad del asalto, tomaron la posición republicana. Pero aquello no fue muy cruento. Cuando los hombres de la 31 Brigada vieron lo irreversible del asunto, abandonaron la posición por el camino de evacuación, de modo que apenas tuvieron unas bajas.

A Martín y su pelotón de sanidad le permitieron descansar aquel día. Llevaban mucha tralla de las jornadas anteriores y los mandos decidieron que se merecían algo de cuartelillo. El sanitario andaluz aprovechó para buscar por las estancias del puesto de socorro a los heridos de la noche anterior. Se fue interesando por todos. Algunos habían muerto, pero la mayoría habían salvado el pellejo, aunque más de una amputación hubo de ser hecha. Finalmente se dirigió a la zona donde se encontraban recluidos los prisioneros enemigos heridos. Allí se cruzó con un capitán médico, el jefe de la sanidad de la Brigada.

– Mi capitán, no sé si sabe usted algo del requeté mal herido que trajimos anoche – le preguntó.

– La verdad es que ha tenido suerte. Le sacamos una buena cantidad de balas, pero ninguna había tocado órganos vitales. Lo más probable es que se recupere.

Pidió permiso a los soldados que guardaban a los prisioneros y se acercó a la cama del requeté. Miguel estaba despierto, aunque bastante magullado.

– ¿Cómo estás? Dice el capitán que salvarás la vida. Si no llega a ser por nosotros la espichas en Punta Targa. Tus compañeros parecía que no tenían mucho interés en recogerte.

– Mejor que me hubieras dejado allí. Hubiera preferido morir entre los riscos a pasar la humillación de ser prisionero de los rojos – el requeté se expresaba entre cansado y vacilante.

– Veo que eres una persona agradecida – Martín se dirigió a él con ironía –. Si no llego a oír tus quejidos anoche ahora estarías criando malvas. Pero en cambio, estos rojos a los que tanto odias, te han salvado la vida, te han atendido en este puesto de socorro y aquí te alimentaremos y cuidaremos todos los días.

– Bueno, en lo personal no tengo nada contra ti. Te agradezco que me salvaras la vida. Perdona lo de antes – Miguel parecía más tranquilo.

 

Martín sacó el atadillo con las cartas y se las dio a Miguel. La cara del requeté se iluminó cuando las vio. Volvió a agradecer una vez más a Martín no solo los cuidados sino también que se hubiera ocupado de las cartas. Parecía            que entre los dos enemigos comenzaba a fluir un hilo de cordialidad poco común entre dos soldados que, en otras circunstancias, se hubieran matado en el campo de batalla.

Lo peor comenzó al atardecer. El ruido de las pavas se hizo presente poco más allá de las cinco de la tarde. En pocos minutos soltaron su carga mortífera sobre el pueblo. Un par de bombas casi destrozan el puesto de socorro. Apenas si dio tiempo a proteger a los heridos. Los camilleros corrían de un lado a otro intentando subirlos a los camiones para alejarse de la zona. Más de uno cayó destrozado por las bombas. Al final un par de camiones, portando unos pocos heridos, lograron alejarse y guarecerse bajo una zona donde unos altos árboles los ocultaban de la vista de los pilotos franquistas.

Martín salvó la piel un día más y logró, a su vez, salvar la de unos cuantos heridos. Entre ellos la de Miguel, el requeté confuso. Ambos estaban sobre el mismo camión, asustados oyendo el bombardeo y temiendo lo peor. Sorteando las bombas, el conductor bajó a toda prisa hasta la ribera del Ebro por la carretera de Ascó, desde allí siguió hasta Flix para cruzar el Ebro por el puente de hierro. Volvían a retornar a la orilla derecha; Martín no la había pisado desde el día en que pasó el río, con toda la Sanidad de la 3ª División. A partir de entonces su vida había transcurrido desde el campo de batalla al puesto de socorro de La Fatarella, cargando heridos y ayudando en lo que podía. A pesar de no tener ningunos estudios médicos, aprendía fácil y no le hacía ascos a hacer una cura o incluso dar unos puntos de sutura. Las enfermeras y los médicos confiaban en él y él se volcaba en hacer cualquier tarea en la que fuera útil.

En cuanto se alejaron de La Fatarella, el ruido de las bombas fue quedando atrás. El camión atravesaba una carretera con demasiados socavones causados por las bombas. Los heridos se contraían de dolor en sus camillas. La Terra Alta iba convirtiéndose en un escenario más tranquilo. A Martín le daba tiempo a mirar los almendros, los olivos que encontraba a su camino. Olivos solitarios o en grupos informes. Tan distintos de las enormes y bien delimitadas hileras de olivos de su tierra. “¿Cómo podrá esta gente cultivar aceitunas con este desorden de olivos?”, se preguntaba. Tras atravesar el puente de hierro tomaron la carretera a Granadella para más adelante girar a la derecha en dirección a La Palma de Ebro. Atravesaron el pueblo y siguieron en dirección a La Bisbal de Falset. Martín había oído hablar a sus compañeros de que allí había un hospital de campaña, en una zona tranquila, bien protegida de los aviones franquistas. Supuso que se dirigían a él.

 

Cueva de Santa Lucía (Las Bisbal de Falset) – 12 de septiembre de 1938

La Cueva de Santa Lucía era un espacio horadado por la naturaleza en plena roca. Estaba situada a las afueras de La Bisbal. Por su configuración era un espacio excelente para albergar un hospital de sangre. Protegido de la vista desde el aire, era inmune a los ataques de la aviación. Un imponente techo de roca la cubría de forma que las inclemencias del tiempo la afectaban poco. Desde la ofensiva del Ebro, la cueva servía como un excelente hospital de retaguardia. El hecho de que fuera verano facilitaba las cosas, más tarde, a partir de noviembre seguro que el ambiente no sería tan agradable.

Los puestos de socorro atendían en primera línea a los heridos, pero cuando el asunto presentaba más gravedad se les trasladaba a la cueva y desde allí, si era necesario, a Barcelona. La cueva podía albergar hasta cincuenta heridos. Los camiones iban y venían a diario desde el frente llevando nuevos ingresos o devolviendo a sus unidades a los que se recuperaban.

Las literas que albergaban a los heridos se distribuían de modo poco uniforme para aprovechar las irregularidades del terreno. En una de las esquinas se ubicaban unos cuantos prisioneros que estaban recibiendo allí asistencia. Miguel era uno de ellos. Desde que lo recogió moribundo al pie de Punta Targa, Martín se sentía en cierto modo responsable de aquel soldado enemigo. Al principio se tomó como una cuestión personal lo de intentar acercarlo hacia la causa republicana a la vez que se ocupaba de su recuperación. Le contó las dificultades por las que los jornaleros andaluces pasaban todos los días de su vida, el hambre, la humillación por parte de los terratenientes. Le habló del significado del socialismo, de un mundo futuro más justo e igualitario donde todos tuvieran oportunidades similares. Por supuesto, Miguel le objetaba con el tema religioso. Él era un profundo creyente, un soldado de la fe. Pero Martín iba minando su resistencia con su bondad natural y su modo tolerante de enfocar las cosas. El sanitario andaluz le habló de lo poco que le gustaban los exaltados de su pueblo, aquellos que quemaron las iglesias y las estatuas de los santos patronos de Arjona, tan queridos por todos sus pobladores. Le convenció de que en el bando republicano no todos eran así, que cosas como aquellas eran obra de unos pocos exaltados que ahora no se podían controlar precisamente porque la guerra había sumido todo en el caos. El tiempo traería de nuevo el triunfo de la ley y el orden y una sociedad donde la justicia y la igualdad fueran lo más importante.

Los otros prisioneros franquistas comenzaron a desconfiar de Miguel.

– Qué haces hablando tanto con ese rojo – le decían. No hagas caso de todas sus mentiras. Pronto llegarán los nuestros y verás a dónde van a parar todos estos.

– Dejadme en paz, yo hablo con quién me da la gana – contestaba Miguel, tajante.

 

Pero mientras la recuperación de Miguel y los otros heridos avanzaba, la batalla del Ebro también continuaba. Los republicanos aguantaban pegados al terreno. Las primeras ofensivas nacionales se caracterizaban por una fuerte preparación artillera y de la aviación para luego intentar tomar las trincheras al asalto. Pero los republicanos resistían y causaban una gran mortandad a las tropas franquistas que intentaban tomar sus posiciones. A primeros de noviembre los nacionales cambiaron de método. García Valiño ordenó a uno de sus mandos más duros y eficaces, el coronel marroquí El Mizzian, que sus hombres de la 1ª División Navarra subieran de noche las cumbres de Pàndols y tomaran por sorpresa a los soldados de Lister que los defendían. La añagaza tuvo éxito. Un nuevo caballo de Troya estaba a punto de acabar con la épica resistencia troyana de los hombres del V Cuerpo de Ejército.

El 15 de noviembre, las últimas divisiones del Ejército del Ebro se vieron obligadas a pasar de nuevo el río en la otra dirección. El ejército nacional había ganado la batalla. A las 4 de la madrugada, el teniente coronel Tagüeña ordenó a los hombres de 13 Brigada, la última que quedaba en la orilla izquierda, que volaran el puente de hierro de Flix, el último medio de paso que quedaba activo. Por allí pasaron los hombres del XV Cuerpo de Ejército derrotados, pero en una retirada ejemplar, salvando el máximo de hombres y material que pudieron. La 3ª División volvió a acantonarse en los llanos de Llardecans y Mayals.

Martín volvió allí a ejercer su labor de forma más tranquila. Iba con frecuencia a la Cueva de Santa Lucía a visitar a Miguel. Las buenas formas del requeté habían convencido a los mandos del hospital para que pudiera gozar de un régimen de libertades mayor que el del resto de los prisioneros. Pero sus antiguos compañeros le tenían ya marcado. Le denotaban de “requeté rojo” continuamente y no paraban de incluirlo en sus bromas sobre lo que le pasaría, junto al resto de los rojos cuando los nacionales pasaran triunfantes por La Bisbal.

A partir de la Navidad todo fue mucho peor. Franco desencadenó una tremenda ofensiva para conquistar Cataluña. El Ejército del Ebro se vio arrollado. Los pocos hombres que quedaban en las distintas unidades apenas si podían resistir.

 

Ulldemolins – 7 de enero de 1939

El 7 de enero, la 31 Brigada se batía en retirada por el Montsant, la situación era desesperada. El Cuerpo de Ejército de Navarra, en una rápida maniobra desbordó a los hombres de la 3ª División que defendían Puebla de Ciérvoles y Ulldemolins.

Martín sabía que todo estaba perdido. Cuando avanzaba por la carretera junto con otros compañeros, en las afueras de Ulldemolins, se vio sorprendido por un grupo de regulares que avanzaba a bayonetazo limpio segando la vida de quienes se cruzaban a su paso. Se refugiaron en una alcantarilla cercana para tratar de salvar la vida. Sabían que los moros no tendrían piedad si daban con ellos. Pasaron los regulares y a continuación les siguieron otros hombres de las divisiones navarras. Se acordó de Miguel. Pensó que muchos de aquellos soldados serían de origen requeté como el catalán y se dijo a sí mismo que no podían ser malas personas. Convenció a sus compañeros. Despacio levantó la tapa de la alcantarilla y con los brazos en alto se entregó a los navarros.

Tuvo la fortuna de salvar la vida. No le dieron un bayonetazo en el pecho como a tantos otros de sus compañeros. Pero a partir de ahí solo vendrían los palos, el hambre y la mala vida de los campos de concentración y el batallón de trabajo al que fue adscrito.

 

 Campo de concentración, Universidad de Deusto – 27 de enero de 1939

Arrastrándose, como sombras en los caminos, como ganado, los prisioneros del Ejército del Ebro eran trasladados de población en población, casi sin comer, usándolos para cualquier labor dura que se requiriese. A veces en camiones, a veces andando, sufriendo siempre. En un par de semanas Martín llegó desde Ulldemolins al campo de concentración de la Universidad de Deusto en Vizcaya. El templo del saber convertido en un inhumano barracón para seres humanos derrotados. Amontonados, casi sin espacio para dormir, casi sin comida. Para poder acceder a la poca ración diaria, Martín tenía que pasar por una alta escalinata bordeada por numerosos guardias civiles que fusta en mano los golpeaban durante todo el camino. Era el grado previo para licenciarse en la nueva España que se avecinaba. Sangre, trabajo, sudor, sumisión…

Llevaba ya varios días en el campo. Allí había centenares de personas y solo conocía a unos pocos compañeros de su Brigada que habían logrado sobrevivir. Por eso fue una sorpresa cuando aquel 27 de enero le pareció ver una cara conocida entre la masa de sombras a lo lejos. Se acercó. Estaba totalmente escuálido, tan delgado como él, como todos. Con unas ojeras más grandes que la cara y un cuerpo que más parecía el de un abuelo que el de un joven de poco más de veinte años. Sorprendentemente era Miguel.

– Pero ¿qué haces aquí? Si estos son los tuyos, ¿cómo es que estás prisionero? – Martín, le preguntó impaciente.

– ¿Los míos, dices? Llegaron a la Cueva a primeros de enero. A los médicos y las enfermeras se los llevaron presos, pero con los soldados acabaron allí mismo. A los prisioneros nos “liberaron”. Pero mis compañeros, con los furores heroicos del vencedor, me delataron como un “rojo convertido”. Así que aquí me tienes, ahora soy de los tuyos.

 

Ambos se abrazaron como hermanos. Les quedaban unos pocos días para al menos estar juntos y poder contarse cosas de sus amigos, de la familia, de la novia. Martín recordó el diario del soldado del batallón Lincoln que aún guardaba. Era de las pocas cosas que había logrado conservar escondido entre los pliegues de la ropa. Le pareció una buena idea compartir sus páginas con Miguel. Estaba seguro que el requeté, mucho más instruido que él, sería capaz de aclararle muchas de las cosas allí escritas.

 

El diario de David Haden Guest

“Las ideas inadecuadas y confusas se siguen unas de otras con la misma necesidad que las ideas adecuadas, es decir, claras y distintas”. El viejo Spinoza ya lo decía con claridad. Del error se desprende el error con una lógica aplastante. Esto explica la dureza de mollera de estos enemigos a los que nos enfrentamos. No podemos convencerlos porque su cabeza piensa que están en la razón con la misma claridad que yo lo pienso. Pero desde mi punto de vista, no hay nada más terrible. Yo parto de una interpretación materialista de la realidad, la única teóricamente posible. Ellos parten de dar credibilidad a un cuento inventado con el que llevan engañando al pueblo un par de miles de años. Pero sus ideas inadecuadas forman un sistema con tanta coherencia interna como el que se concreta con las mías adecuadas.

¿Y la duda? ¿Y si mis ideas no fueran adecuadas? ¿Y si la coherencia de mi sistema viniera solo del hecho de que unas ideas se siguieran de forma necesaria de las otras, aunque la base fuera falsa?

¡La acción! ¡Menos pensar y más hacer! Mejor seguir luchando, sin tiempo para meditar. Eso vendrá después. Mientras tanto, mejor aplicar la máxima del “solo sé que no sé nada” o mejor, la del maestro Wittgenstein: “De lo que no se puede hablar, mejor es callarse.”

 

Leyeron con placer. Martín le explicó a Miguel la procedencia del cuaderno y Miguel, a cambio, le orientó con el pensamiento de Spinoza, aunque no pudo hacerlo mucho con el de Wittgenstein, al que no conocía.

Pero la amistad y el placer de la lectura duró poco. En unos pocos días cada uno salió para su batallón de trabajo, esa nueva forma de esclavitud que los vencedores habían diseñado para los vencidos a los que no iban a fusilar. Quedaba mucha España, una, grande y libre, por soportar.

 

Notas

La narración se encuentra basada en un tapiz de hechos totalmente ciertos. Las fechas, lugares y situaciones derivadas de la batalla del Ebro son correctas, o así lo creo según la documentación que he manejado. Igualmente son ciertas las acciones militares que se detallan y las unidades que en ellas participan. Fundamentalmente resalto el épico enfrentamiento que los requetés del Tercio de Montserrat mantuvieron con la 31 Brigada republicana en Quatre Camins. Igualmente, el bombardeo del puesto de socorro de La Fatarella.

La figura de Martín, el sanitario andaluz, es totalmente verídica. Se trata de mi padre que estuvo en los lugares y fechas señalados, aunque no puedo garantizar el detalle de los días y situaciones concretas. Militó como sanitario en la 31 Brigada de la 3ª División republicana. Durante la batalla del Ebro fue ascendido a Sargento, liderando, por tanto, un pelotón sanitario dentro de su Brigada.

También es verídica la figura de David Haden aunque sus escritos pertenecen ya al ámbito de la ficción. En cambio, es inventado el personaje de Miguel Cardona, el requeté confuso. Por supuesto que la relación entre Martín y él pertenece al mismo ámbito de la ficción.

 

 

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