La visión que los españoles tenemos de nosotros mismos, de nuestro pasado, de nuestra esencia como colectividad ha variado notoriamente en los diferentes momentos históricos de nuestro país. Incluso, a veces, en función del discurso social imperante, hemos entrado en visiones contradictorias, cuando no totalmente opuestas, sobre nosotros mismos y sobre la relevancia de los distintos hechos de nuestra historia. Podríamos mencionar muchos pasajes a este respecto, pero de momento, podemos usar solo el ejemplo del descubrimiento y posterior conquista de América. Según el momento, esto ha pasado de verse como una gesta de tremendas dimensiones positivas, a valorarse como uno de los puntos negativos de más importancia dentro de los que contribuyeron a formar nuestra, así llamada, leyenda negra.
Pero me gustaría centrarme en otra reflexión que sobre nosotros mismos venimos haciendo desde el siglo XIX. Se trata del diferente punto de vista acerca de en qué época nuestra nación ha tenido la mayor relevancia histórica. Lógicamente, fijar la posición sobre este asunto en un momento u otro de nuestra historia, marca la clave de diferentes orientaciones políticas: conservadoras, moderadas, progresistas… Una buena parte de nuestro pensamiento sobre nosotros mismos ha venido a determinar que dicha época es la que se produce entre el reinado de los reyes católicos y la finalización del reinado de Felipe III. Es decir, la época imperial por antonomasia, unificación del país, descubrimiento y conquista de América, dominio sobre una buena parte de Europa… En fin, aquello que se decía de Felipe II (que dios tenga en su gloria y no nos lo devuelva) de que en sus territorios nunca se ponía el sol. Sin embargo, a partir de las constituyentes de Cádiz, en todo el pensamiento progresista del XIX (Agustín Argüelles, Francisco Martínez Marina, Modesto Lafuente…) y, fundamentalmente, en la generación del 98, terminó por imponerse otra visión de las cosas. Se trata de poner en valor como último momento crucial de nuestra historia, el reinado de los reyes católicos. Esta línea de pensamiento venía a considerar que el respeto a las Cortes, a lo que era un cierto sistema democrático, se pierde con la llegada de los Habsburgo.
En general, esta orientación intelectual ve en los gobiernos de Carlos I, Felipe II, Felipe III y Felipe IV, y, como no, también en los posteriores Borbones, el inicio de la decadencia que trajo consigo los terribles momentos de todo el siglo XIX y, especialmente, de su final. En la guerra de las Comunidades de Castilla se enfrentan dos modelos claramente diferenciados, el de la nueva monarquía que trajo consigo Carlos I, por un lado adaptada a lo que estaba sucediendo en Europa, pero por otro lado, demasiado amiga de la alta nobleza y sus intereses frente a los intereses de la burguesía (mejor representada entre los comuneros). Es curioso como, dependiendo de la visión histórica tendemos a ver los personajes y las épocas de un modo u otro. Por ejemplo, si consultamos la magnífica obra de Joseph Pérez, Los Comuneros veremos como, desde una perspectiva económica, el punto de vista imperial defendía los intereses de los productores de lana castellanos, que deseaban solo exportar su lana a Europa sin mayores complicaciones, mientras que el de los comuneros venía a reflejar el de aquellos que querían que la lana se procesara en España, creando una manufactura de productos derivados que luego pudieran comercializarse pero que dejara la riqueza del trabajo transformador en nuestro país. Como puede verse una visión mucho más burguesa y moderna que la del emperador. Sin embargo también estamos acostumbrados a que se nos presente en muchos aspectos, el reinado de Carlos I como la cima de nuestra relevancia como pueblo, a la vez que incluso se denota al mismo con ciertas características progresistas, por ejemplo, remarcando su erasmismo frente a otras visiones mucho más reaccionarias dentro de la iglesia católica del momento.
Con el tiempo, se ha ido construyendo con estos materiales una visión histórica que trata de aglutinar a unos y a otros. Fijémonos en que progresistas como Argüelles dan nombre a uno de los barrios más característicos de Madrid. Padilla, Bravo y Maldonado, comparten nombre de importantes calles en la ciudad con el mismo rey que mandó decapitarlos. Incluso durante el régimen franquista, tan aficionado a borrar de las calles ciertos aspectos de nuestra historia, esto no se cambió en ningún momento.
Sin embargo, creo que no damos aún la suficiente relavancia en nuestros planes de estudio a la línea de pensamiento heterodoxa, tan nuestra como la oficialista. Ciertamente tenemos la monumental Historia de los heterodoxos españoles del polifacético Marcelino Ménendez Pelayo que, desde un punto de vista, la mayor parte de las veces, no demasiado librepensador, al menos hace un catálogo razonable de nuestras líneas de pensamiento que se salen del discurso oficial.
En este orden de cosas me gustaría anotar aquí la gesta de los llamados marranos, los judeo conversos que decidieron quedarse en España, tras el decreto de expulsión de los Reyes Católicos, convirtiéndose al catolicismo. Ciertamente muchos de ellos se convirtieron de forma consecuente. Es verdad que otros muchos siguieron practicando a nivel oculto su antigua religión. Pero lo que más me interesa remarcar aquí es la de quienes, en este caldo de cultivo tan ecléctico de cara al tema religioso, generaron una fuerte corriente de librepensamiento que se opuso de forma radical al discurso oficial de la época. Son aquellos que hicieron de la frase «No hay sino nascer e morir» su enseña cuando los tribunales inquisitoriales los perseguían de forma sanguinaria. Fueron, si no los primeros, sí los más relevantes representantes de la tendencia laica en los orígenes de nuestra historia. Hay centenares de héroes casi anónimos que solo sacan a la luz los legajos inquisitoriales y que fueron magistralmente catalogados por nuestro enorme Julio Caro Baroja en su magnífica obra Los judíos en la España moderna y contemporánea.
Entre estos compatriotas se encontraban algunos menos anónimos que dejaron en la Europa del siglo XVI y XVII la impronta de la libertad de pensamiento e, incluso, el ateismo moderno. Me refiero a personas como Uriel da Costa, Juan de Prado y Baruch de Spinoza. Ciertamente (salvo a Juan de Prado), no podemos considerar a los demás españoles, pero sí descendientes de aquellos españoles que en su día marcharon, primero de España y luego de Portugal, tras los correspondientes decretos de expulsión y que terminaron recalando en la que entonces era la ciudad más permisiva respecto al mantenimiento de las líneas de pensamiento oficiales de cualquiera de las iglesias: católica, judía o protestante. En su día (1985) hice uno de mis trabajos de doctorado sobre ellos y sobre el marranismo en general. Me lo dirigió Gabriel Albiac (¡y me dio una matrícula de honor!). Un Gabriel Albiac que acababa de volver de la Sorbona de estudiar con Althusser. En aquel momento era un marxista convencido, seguidor de Gramsci, Negri… Los que lo conocen saben que hoy es un escritor neoconservador que abomina de su pasado comunista (he visto pocos cambios tan radicales en mi vida, salvo quizás el de Pablo Iglesias, 🙁 ). La cuestión es que en aquel momento me interesó mucho la temática. Acabo de recuperar el trabajo, tras escaneado (lo tenía solo en papel) y reconocimiento por OCR, lo estoy limpiando y en unos días espero colgarlo por aquí.
En definitiva, me gustaría concluir que debemos trabajar más en ciertas líneas de pensamiento dentro de nuestro discurso como sociedad. No solo las líneas más oficialistas nos definen como españoles, hay muchas otras ocultas en los anaqueles de nuestra historia y con las que seguro que muchos de nosotros nos sentimos mucho más identificados. Y, más allá de esta identificación, conviene poner sobre la mesa todo lo que hemos hecho como sociedad para poder tener una visión más clara de nosotros mismos, de lo que fuimos, de lo que somos y de lo que en el futuro nos gustaría ser.