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Praderas de Posidonia

¡Cómo nos engañamos! Miramos el horizonte y solo vemos el mar, pero a lo lejos, lo que nos parecen solo unos trazos brumosos, se corresponden con el perfil desvaído de los montes de África. Pensamos que no hay nada en la lejanía, pero allí está la costa. Cuando tenemos algún día muy despejado los perfiles se dibujan con notoria concreción. Lo que no estaba, aparece. Se levanta el velo de las apariencias y se nos muestra la verdad. ¿La verdad? ¿O solo una perspectiva diferente? ¿Una nueva forma de mirar? Si nos hablan de las praderas de Posidonia nos imaginamos unos campos extensos y verdes, copados por eso que desconocemos, la Posidonia. Pero no es así, esa planta es una fanerógama marina, un vegetal que crece en los fondos mediterráneos de la costa de Málaga. Para observar esos imaginarios campos verdes tendríamos que sumergirnos y bucear hasta acercarnos al fondo. Y allí están.

Praderas de Posidonia

I

¿Puede uno pasar vida pensando que conoce en su totalidad a una persona? Eso creía yo. Pero, a veces, la gente, sus sentimientos, sus acciones son como las praderas de Posidonia, no están dónde creemos que están. Hay que mirar por dentro, levantar velo tras velo y aún así quizá solo veamos una capa tras otra de apariencias, perspectivas y más perspectivas. En mi profesión estamos acostumbrados a este juego. Todo es ficción en ella. Unas cuantas reglas básicas y luego todos engañamos a todos. Por eso, quizá, buscamos algún asidero en otras facetas de la vida, fuera del mundo profesional. Ese asidero, para mí, era Therese. Casi veinte años de pareja. Mi soporte, mi compañera. La única persona a la que, aunque sin profundizar en los detalles, le podía dar con confianza, alguna reseña sobre lo que hacía. Realmente lo teníamos prohibido. Las reglas dicen claramente que no podemos confiar en nadie. No trabajamos para quien trabajamos, no vamos todos los días a la oficina a la que decimos que vamos, no viajamos a donde decimos que viajamos. Pero con Therese hacía excepciones. No podía mentirle, a ella no. Así, pues, me fui acostumbrando a darle algunas pistas siempre con el consabido «ya sabes que ni puedo ni debo darte detalles». A estas alturas es posible que el lector haya deducido ya que trabajo para los servicios de inteligencia de mi país. Pero como no puedo dar detalles, no diré de qué país. Perdóneseme el desatino de decir y no decir, de informar y ocultar. Pero es que necesito sincerarme de algún modo, aunque sea tapando con unos cuantos velos transparentes la verdad para que al menos se perciba tras ellos, como la Posidonia si la observamos mirando al fondo desde la superficie marina.

II

Therese es médico de familia. Pasaba el día en el centro de salud donde trabajaba. Gripes, dolores de estómago, jaquecas, lumbalgias… Todo ello era el abono para nuestras conversaciones mientras cenábamos. Yo hablaba poco. Quizá un «ahora estamos con lo de China» o «Rusia cada vez nos preocupa más». Pero mientras que ella me contaba con pelos y señales todos los síntomas de sus pacientes y las estrategias que seguía para curarlos, mi conversación era mucho más críptica. Yo conocía a casi todos sus compañeros de trabajo, ella a ninguno de los míos. De vez en cuando los invitaba a casa a cenar o quedábamos a tomar unas copas. De los míos, ella solo estaba al tanto de Georges (al que ella conocía como Jack). A veces no queda más remedio que dar un asidero para así poder encubrir todo mejor. Un nombre, una persona conocida, un número de móvil al que llamar si un día no apareces por casa. Me apenaba todo esto. Me sentía un poco traidor sabiendo que yo conocía todos los detalles de su vida y ella muy poco de los míos. Por otro lado, cuando tienes una ocupación normal y tu vida se desarrolla por los cauces ordinarios puedes hablar con cierta naturalidad no solo de las cosas que te pasan, sino también de lo que sientes, de tus ideas, de lo que te molesta o te agrada, de a quien votas o quien te enfada con sus opiniones políticas. En mi oficio, una buena parte de eso está prohibido. No quiero decir que con Therese esto fuera totalmente cierto. Las reglas de seguridad que debía seguir con el resto de la gente, no valían del todo para ella. Así, pues, sí conocía mis convicciones políticas, al igual que yo conocía las suyas. Ambos éramos bastante sensibles en los temas sociales, votábamos a partidos de izquierda, lo que no impedía que fuéramos también sentidamente patriotas. El lector se preguntará cómo alguien que se desempeña como espía podría no ser patriota, pero le aclararé que los hay. Personas que hacen su trabajo sin planteamiento ni convicción ninguna, como un ritual, porque es lo que hay que hacer, sin cuestionarse asuntos más profundos. Yo no soy así. Creo en lo que hago, creo que lo hago para el bien de mi país y de su gente.

III

Con un escenario de vida como este, al lector no le extrañará que aquella mañana mi mundo se derrumbara. Georges, o Jack, o como demonios quiera el lector identificarlo, me soltó de sopetón: «¿confías plenamente en Therese?». Mi primera reacción fue la de darle un puñetazo en medio de la cara, dejarlo con la nariz rota y marcharme a mis cosas. Pero nos han enseñado a ser fríos y a no actuar nunca guiados por impulsos. Por tanto, me limité a soltarle un «por supuesto». Cómo no iba a confiar en la persona con la que llevaba compartiendo veinte años de vida y cuya existencia era notoriamente transparente para mí. Sabía lo que le disgustaba y lo que apreciaba, a quién quería y a quien odiaba, la temperatura a la que le gustaba que estuviera la casa durante la cena, el banco del parque donde se sentaba a tomar su sandwich del almuerzo, su música favorita, los autores que leía, las razones por las que decidimos no tener hijos, su historial médico… Todo. Lo que pesaba, si engordaba o adelgazaba, si iba a pedir whisky o cerveza cuando salíamos a tomar algo. Todo. Jack (lo seguiremos llamando así) se hizo el tonto, «bueno, era solo por confirmar». «Confirmar qué, pedazo de cabrón», es lo que me pedía el cuerpo decirle, pero solo me salió un diplomático «¡Claro!»

IV

Pero ya todos sabíamos que nada podía seguir igual. Lo intenté, juro que lo intenté. Como mi cabeza se negaba a dar crédito a lo que Jack sugería, ignorarlo no me era del todo difícil. Pero el gusano horadaba cada día un poco en el agujero abierto. Los celos, ese temible desasosiego interior, se agudizaba por momentos. Así, pues, la paranoia siguió su curso. Pasaron las semanas y de ignorar la situación pasé a considerar si debía indagar algo más en el asunto. Y al final caí. Lo hice. Indagué. No debí hacerlo, pero lo hice. Primero comencé a espiarla (es mi oficio y se me da bien). En cuanto tenía alguna oportunidad pasaba cerca de su trabajo coincidiendo con los momentos en que yo sabía que salía a almorzar. Nada. Siempre lo hacía o sola o con su amiga Carla. Tomaban su sandwich y volvían a la consulta. Alguna vez iban a una cafetería dos calles más abajo. Yo las seguía y las miraba, a lo lejos, a través del escaparate. Nadie más que ellas. Las atendía el camarero, les llevaba su comida, les pasaba la cuenta, se marchaban. Nada anormal. Así pasé algunos meses. Nada surgía y, por fin, conseguí olvidarme de las putas palabras de Jack.

V

Pero un genio maligno mueve las hilos de nuestro destino. Y ese dios caprichoso estaba dispuesto a embarullar las cosas. Quizá solo por reírse de las estupideces humanas, de lo falible de nuestro conocimiento. Quizá por divertirse jugando a engañar a aquellos que tenemos una tan deficiente máquina de percibir y comprender la realidad. Las perspectivas, las praderas de Posidonia. Solo hay que jugar con ellas para reírse un rato a nuestra costa. Y ese estúpido genio se había propuesto joderme como una cuestión personal. Habían pasado meses desde lo de Jack. Yo ya no vigilaba los movimientos de Therese, la confianza se había asentado en mí de nuevo. Fue entonces cuando ocurrió aquello. Aquella malhadada situación. Ella usaba poco su teléfono móvil. No sé por qué razón era más amante de hablar por el fijo de casa. Solo rara vez recibía por él alguna llamada o algún mensaje. Y la verdad es que, hasta en los momentos de mayor desconfianza por mi parte, nunca se me había ocurrido echarle un ojo a su móvil. Nunca le di importancia. Nunca pensé que pudiera encontrar algo en él. Pero aquel día hice una excepción. Therese estaba en el baño y su teléfono, extrañamente sonó. No era una llamada, era el sonido que anunciaba la entrada de un mensaje. No sé por qué razón lo abrí para mirar. Y así me encontré con la triste realidad. Me refiero a que no pude leer el mensaje porque su móvil estaba más que protegido por contraseña. Intenté varias de las que suponía que podría usar. Nada. Todo indicaba que tenía bastante interés en que nadie (o quizá solo yo) pudiéramos acceder al teléfono. Eso me volvió a inquietar, disparó mi ansiedad. Y, claro, uno trabaja en los servicios de inteligencia y hay cosas no accesibles para el resto de los mortales que para uno son bastante simples. Solo tuve que rellenar el formulario correspondiente para que el teléfono de Therese fuese intervenido y se me pasaran las grabaciones de las llamadas y todo el resto de su contenido. Y ahí vino la debacle. No había ninguna llamada extraña, pero se repetían muchos mensajes de un tal Christian con un texto bastante similar y perturbador, «Necesito verte, mañana donde siempre».

VI

Cuando uno lleva conviviendo casi veinte años con su pareja y además continua enamorado de ella estas cosas son sumamente perturbadoras. ¿Quién era Christian? ¿Por qué Therese me engañaba? Todo parecía ir bien con nosotros. No tenía ningún indicio de problemas con la relación. Hablábamos, salíamos, nos reíamos juntos, disfrutábamos en la cama… Por qué esto. Qué había podido motivar que Therese tuviera un amante. La cabeza comenzaba a girar inoportunamente. A crear hipótesis tras hipótesis. Ya no podía concentrarme en el trabajo. Desatendí algunos asuntos relevantes. Conseguí que Jack pusiera de nuevo su atención en mí. «¿Te ocurre algo?». Nuestras conversaciones eran cortas, de espías. Nada innecesario. «Creo que tenías razón con lo de Therese», le dije. Jack hizo solo un leve gesto de asentimiento con la cabeza y se marchó con su vaso humeante de café. Poco más había que decir. Yo sabía que él lo sabía. Para qué ahondar. La cuestión es que para mí no fue difícil profundizar en todo esto. Solo tuve que esperar al siguiente mensaje del tipo «Necesito verte, mañana donde siempre» para tomar medidas. Así, el día prescrito me situé frente al centro de salud desde primera hora y esperé oculto a sus salidas. Nada anormal en principio. Salió a almorzar con Carla. El sitio era el habitual, las atendió el camarero habitual, tardaron lo habitual y volvieron al trabajo. Ninguna salida más a lo largo del día. Desazón. ¿Qué estaba pasando?  Revisé todo lo que había en su móvil ese día. Nada. En fin, pensé que podría haber ocurrido alguna anomalía y decidí esperar. Diez días después se volvió a repetir el mensaje. Torné a repetir el ritual. Los espías somos mucho de rituales. Todo igual. Salida a almorzar fuera con Carla y misma situación. Comencé a atar cabos cuando por cuarta vez se repitió el evento. Me di cuenta ese día que había algo diferente entre ellos y el resto. Solo cuando recibía el mensaje, Carla y Therese, salían a comer fuera. El resto de los días tomaban su sandwich en el banco del parque.

VII

Confusión. Esa era la palabra clave. Si Therese me estaba poniendo los cuernos, ¿cuál era el protocolo? Cuándo, dónde y con quién lo hacía. Todas estas preguntas me perturbaban. Por ello no quedaba ya más remedio que vigilar más de cerca lo que sucedía en la cafetería el día que iban a ella. Lo normal es que yo las observara, de lejos, a través del cristal. Rara vez se movían de la mesa que ocupaban. Entraban, pedían, comían, se levantaban y volvían al trabajo. Un día decidí arriesgarme y me acerqué más. Estaba en un lugar a pocos metros del escaparate, de forma que podía ver todo el detalle de la mesa en la que se sentaban y lo que ocurría. Había cierto riesgo de que me descubrieran, pero decidí asumirlo. Tenía que terminar con aquello. Necesitaba saber lo que estaba ocurriendo. Y ahí caí en la cuenta de un detalle muy relevante para lo que ocurrió después. Ahí se desmoronó nuevamente mi mundo. Las cosas tomaron una nueva dimensión. Comencé a apreciar una diferente perspectiva, más terrorífica que la anterior. El caso es que ese día me percaté de que Carla llevaba un sobre en la mano que dejaba sobre la mesa en la que comían. Al terminar, el sobre se quedaba en la mesa y cuando el camarero recogía las cosas, se guardaba el sobre en su bolsillo y se marchaba sin aparentar sorpresa alguna. Confusión. Sospechas. Comenzó a asediarme una cierta ansiedad de la que no podía librarme. Se imagina el paciente lector un espía con crisis de ansiedad. Claro que uno tiene sus rutinas para superar estos procesos. Las apliqué, pero el asunto que se levantaba ante mí era tan tremendo que difícilmente podía tratarlo con las técnicas usuales. Por ello decidí esperar para que se repitiera más veces la visita al bar. Yo, a su vez, volví a arriesgarme. El resultado estadístico era sencillo. Tres visitas a la cafetería. Tres sobres depositados en la mesa, una vez por Therese y dos por Carla. Todas las veces el camarero se introducía el sobre en el bolsillo y se lo llevaba tranquilamente.

VIII

La cosa comenzaba a estar clara. Allí había algo que no tenía que ver con mis celos sino con otra cuestión que me desasosegaba más aún. Y, claro, uno es espía y tiene algunos medios a su alcance. Tras comprobar por tercera vez la repetición del ritual, decidí esperar al camarero a su salida del trabajo. Me ubiqué en una posición donde podía hacerlo fácilmente con teleobjetivo y lo fotografié en todos los ángulos posibles. A continuación le llevé las fotos a nuestra gente de identificación. En dos día tenía la respuesta. El sujeto era Dimitri Bogdánov, un conocido peón del GRU ruso, su agencia de espionaje militar. Mis enemigos. Aquellos a los que llevaba vigilando desde hace años. Aquellos que se llevaban más de la mitad de mi tiempo laboral. Aquellos de los que me protegía en todos los ángulos posibles. En todos, menos en el de Therese. ¿Cómo era aquello posible? ¿Qué tenían que ver Carla y Therese con esta gente? Me negaba a admitir lo obvio. Mi cerebro trabajaba a toda máquina en hipótesis absurdas. Que los rusos estuvieran engañando a Carla y Therese y que aquellas, en su inocencia, les estuvieran pasando datos médicos del país, pensando que se los daban a una ONG o a una organización social que pretendía ayudar a la gente y mejorar las cosas. Qué estupidez. 

IX

Fue Jack el que puso las cosas en su sitio. Era fácil para él enterarse de los pasos que yo estaba dando. Identificar al ruso no era algo que yo pudiera haber hecho sin que a él le trascendiera. Así, pues, un día me abordó. «Veo que ya estás al tanto de lo que pasa. Es el momento de que profundices». Su conversación era tan críptica como siempre lo había sido. «Hace tiempo que descubrimos que tu portátil tenía accesos no autorizados, pero queríamos que tú sacaras tus propias conclusiones», dijo. Y se marchó por el pasillo, como siempre, con su humeante café en la mano. ¡Dios! El tema ahora se aclaraba de forma radical. Therese había descubierto el modo de acceder a mi portátil, sacaba información del mismo y se la pasaba a los rusos a través del camarero. ¿Por qué? Quizá alguien pueda explicarme por qué una médico de clase media europea, bien posicionada, casada con un funcionario de buen nivel, cae en las redes de la GRU. Therese tenía dinero, creía en la justicia social, se consideraba una buena patriota, llevaba una vida anodina, se dedicaba a cuidar médicamente a sus vecinos y… le pasaba secretos de nuestro servicio de inteligencia a los rusos. Y, además, me usaba para ello a mí, a su marido, a aquella persona con la que llevaba veinte años de pareja, aquel con el que iba al cine por lo menos un par de veces al mes, con el que tomaba copas o cervezas un par de veces a la semana, con el que compartía sexo, alegrías, tristezas… ¿Por qué?

X

Como ya he dicho, la vida del agente de un servicio de inteligencia está llena de rituales. Así que no hay más remedio que aplicar lo que dice nuestro código. Comenzamos por el camarero. Un día, uno de nuestros agentes de operaciones especiales le disparó a bocajarro al salir de su trabajo. Ese día Therese y Carla no le habían entregado ningún sobre. En los días siguientes observé en Therese un cierto nerviosismo, sobre todo cuando ya pasaron muchos días desde la desaparición del camarero y no recibía ningún mensaje. Yo estoy acostumbrado a fingir. Hasta ahora nunca lo había hecho con Therese. Una cosa es mentir y otra no decir todas la verdad. Esto último era lo que yo había hecho, pero nunca le había mentido. Ahora comencé a hacerlo. No quedaba más remedio. Había que seguir el protocolo. Pero a pesar de ello no puedo dejar de preguntarme qué ventaja estaba teniendo para mi haber descubierto que las praderas de Posidonia no estaban en la costa sino bajo el mar. No podía dejar de preguntarme en qué estaba mejor la situación de salir del engaño que la de permanecer en él. ¿Es qué esta nueva perspectiva era mejor o más cierta que la anterior? ¿Era esta la verdad o solo una perspectiva más? ¡Qué importaba! Lo único cierto es que había que seguir el ritual adecuado. Y a ello me enfoqué.

 

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