Para Lucía y nuestros hijos
Querida Lucía, queridos Marta y Julio,
Lo que voy a contaros no va a ser de vuestro agrado. Máxime cuando estaréis leyendo esta carta después de saber que he muerto. Lo siento, pero no he tenido valor para asumir lo que me iba a acontecer.
Sí, me he quitado la vida. Y creo que tenía razones poderosas para hacerlo. Voy a contaros una historia que me ocurrió hace muchos años; antes de conocerte a ti, Lucía, y antes de que nuestros queridos hijos, Marta y Julio, hubieran nacido. Quizá no me creáis, quizá penséis que he caído en la locura. Todo es posible, pero para mí aquello que me ocurrió y sus posibles consecuencias son tan reales como lo habéis sido vosotros en mi vida.
Creo que no tengo nada que reprocharme por haberos dejado de esta forma. Sé que en unos días iba a morir de todos modos, sin remedio. Solo he decidido adelantar la fecha y poner medios para que la muerte suceda como mi voluntad quiere y no como el destino había decidido.
Para que entendáis mis razones os dejo un diario con lo que aconteció en 2010. En él encontraréis cumplida explicación a mi suicidio.
Os quiere y se despide de vosotros con el alma rota por dejaros y dándoos el más fuerte abrazo que os haya podido dar nunca,
Vuestro esposo y padre, Isaac.
Madrid, 12 de noviembre de 2019
Diario
Día 1, 13 de abril de 2010
La niebla no parecía impedirme observar, o quizá vivir, los hechos con la precisión necesaria. Y lo que veía no dejaba de angustiarme. Era consciente de que mi mente estaba sacando la imagen del sacerdote de aquella escena de El nombre de la rosa en la que el franciscano y antiguo inquisidor Guillermo de Baskerville, en realidad Sean Connery, saluda con el beso ritual al benedictino Abbone da Fossanova, el abad del monasterio al que acaba de llegar, para debatir sobre la posible herejía de unos hermanos del de Baskerville.
Sea como fuere, la estampa del tonsurado me aterrorizaba mientras preparaba con parsimonia los aditamentos necesarios para el auto de fe. Apilaba pequeños troncos al pie de la pira. Cubría todos los huecos con paja seca. Comprobaba que el poste se encontrara firmemente clavado en el suelo… Luego llevaban al reo, sujetado entre dos soldados y casi arrastrando los pies por la parálisis que el miedo le debía producir. Le ataban al poste mientras el sacerdote observaba con frialdad glacial la escena. A continuación, un soldado encendía la pira y las llamas ascendían por sus piernas. Él comenzaba a gritar de dolor mientras a mí la inquietud me consumía. Finalmente, las llamas devoraban todo su cuerpo y yo no podía hacer nada. Era como si estuviera en una dimensión diferente. En un extraño lugar donde podía ver y sentir todo lo que ocurría, pero sin capacidad para intervenir.
Y así era. Me encontraba en el incógnito territorio de las pesadillas. Me desperté agitado, empapado en sudor y con una desazón interna que ya no me abandonaría en todo el día. Ver al reo arder en esa pira, alimentada por aquel terrorífico sayón, me producía algo más que inquietud. ¿Por qué ese sueño? No se debía a nada que yo hubiera vivido previamente. No recordaba que las penalidades de la Inquisición hubieran constituido para mí un ámbito de interés intelectual. Apenas si era capaz de recordar alguna película que hubiera aportado a mi memoria un escenario similar al de mi terrorífico sueño.
Y, sin embargo, era consciente de lo que realmente me asustaba. Se trataba de quien ardía en la pira, mi amigo y colega Javier Escudero. Y había motivos para que el sueño me atemorizara. Javier había sufrido un accidente de moto hacía algo más de un mes y, tras un coma, se encontraba en lo que los médicos catalogan como muerte cerebral. No quedaba ninguna esperanza y la familia solo estaba esperando coordinar con el hospital el momento en que desenchufarían las máquinas que le mantenían con vida. ¿A qué se debía, pues, esa aparición tan vívida en mi sueño, ardiendo en un ancestral auto de fe?
Había mantenido con él una entrañable camaradería que trascendía los límites del mero compañerismo profesional. Ambos éramos profesores de filosofía en aquel viejo edificio de la Ciudad Universitaria de Madrid. Ambos impartíamos Historia de la Filosofía. Y lo hacíamos para los escasos alumnos que iban quedando cada año con el interés suficiente como para matricularse en una carrera tan extravagante para el mundo actual. Javier impartía la asignatura de Filosofía Contemporánea, mientras que yo estaba especializado en la del siglo XVII. Pero tanto él como yo habíamos escrito nuestras respectivas tesis doctorales sobre distintos aspectos del pensamiento de Spinoza. Los dos compartíamos una enorme afición intelectual por la figura y la obra de aquel admirable pensador holandés de origen sefardí.
Salí de casa y me marché a dar mis clases habituales. El día transcurrió con normalidad, aunque las imágenes soñadas no dejaban de torturarme. Cuando regresé por la noche abrí una botella de vino y brindé varias veces por mi amigo a punto de morir. Era lo mejor, o quizá lo único, que podía ya permitirme hacer por él. La verdad es que casi sin darme cuenta la botella se fue acabando mientras los vapores del alcohol inundaban mi cabeza.
En ese estado de nostalgia, desasosiego y evanescencia mental fui sacando de la estantería, uno a uno, todos los libros y publicaciones en revistas de mi amigo. Algunos de ellos en coautoría conmigo. También su inédita tesis doctoral, Spinoza y Juan de Prado en la tertulia de Joseph Guerra. Recordaba con profunda nostalgia aquel tiempo en que ambos trabajábamos en nuestros doctorados. Yo más centrado en los aspectos doctrinales de la filosofía de Spinoza y Javier más en los biográficos.
Achispado como estaba, y melancólico hasta la médula, quise revisar el Twitter antes de irme a la cama, como un acto automático más de los que hacía a diario. Y, claro, allí la figura de mi compañero muerto volvió a impactarme. Sus últimos tuits estaban allí asaltándome ¿Por qué cuando alguien desaparece sus cosas siguen estando en la red como si estuviera vivo? Lo normal es que compartiéramos mucho por ese medio. Ideas sobre lo que estábamos estudiando en ese momento, anécdotas de los estudiantes y tantas otras cosas. La calma de la noche frente al ordenador compensaba la carencia de conversación a que el ajetreado día a día nos condenaba.
Pero aquella noche, ver su perfil de Twitter me impresionó fuertemente. Se encontraba en estado de muerte cerebral y allí seguía vivo. Su foto, sus datos, sus textos. Pero, al contrario que antes del accidente, una quietud infinita se desprendía de su cuenta. Y, sin embargo, esa quietud solo fomentaba en mí un enorme desasosiego.
Día 2, 14 de abril de 2010
Cuando abrí los ojos por la mañana el sudor, de nuevo, empapaba mi pijama y las sábanas. Las hogueras habían vuelto a poblar mi cerebro aquella noche. Y al despertarme todo lo soñado seguía ahí, vívido, presente en el recuerdo. No era como otros sueños que se desvanecían conforme la vigilia se adueñaba del cuerpo. Este quedaba grabado en la memoria con todos sus detalles. El sayón con aspecto de sacerdote volvía a alimentar las llamas. Yo lo observaba todo, a pocos metros, como el único espectador de aquel macabro espectáculo. Podía incluso sentir el calor del fuego que hacía correr por mi cuerpo enormes goterones de sudor. Aquel maligno personaje, una vez terminada la labor de mimar el fuego, miraba abstraído la escena. Javier gritaba exhausto hasta que perdía el conocimiento. Poco después, aquellos huesos que habían sujetado su vida, eran solo ceniza. Y, para terror mío, cuando esto sucedía el sacerdote volvía su infernal rostro hacia mí, fijaba su punzante mirada en mis atribulados ojos y me decía: “tú serás el próximo, la nada te espera”.
Una ducha fría apenas si consiguió sacarme del estado de pánico en que el sueño me había sumido. Di mis clases y por la tarde me pasé por el hospital para visitar a Javier. No podía alejar de mí la esperanza de que algo hubiera cambiado y poder compartir con él todas estas extrañas visiones nocturnas. No fue así. Allí seguía mi amigo, rodeado de cables y con el rostro inexpresivo, inerte. Irene, su novia, me comentó que, si no se producían cambios en las próximas horas, lo normal es que en un par de días decidieran desenchufarlo para poner fin a aquella situación.
Llegué a casa compungido y con una extraña sensación de inquietud y desequilibrio. ¿Estaría enloqueciendo? Traté de serenarme apelando a la música. Tantas veces había conseguido el equilibrio a través de una fuga de Bach o de una canción de los Beatles que estaba seguro de que ahora también iba a lograrlo. Y así fue. Los malos augurios se fueron volatilizando, las mariposas en el estómago se aposentaron y a todo lo sustituyó el estado medianamente placentero que necesitaba para abrir el ordenador y preparar la clase del día siguiente. Pero cometí un error. En lugar de revisar mis apuntes no pude evitar acudir al Twitter. Y ahí el mundo racional terminó de hundirse para mí. Lo que me encontré me dejó sumido en el estupor. Lo más inesperado aconteció. Una retahíla de tuits, escritos por mi amigo en estado de muerte cerebral, invadió la pantalla:
>Ahora estoy realmente conociendo lo que se encuentra bajo la especie de la eternidad.
>Liberado de la carga de los sentidos y del escaso poder analítico de la mente.
>No sé qué extraña herramienta es la que me hace vislumbrar esta especie de realidad.
>Un tercer atributo, como diría Spinoza, más allá del pensamiento y la extensión.
>Puedo percibirlo todo, fuera de los límites del tiempo.
>Lo que pasó, lo que pasa y lo que pasará en una única unidad de conocimiento.
>Esto puede ser maravilloso o un infierno. Yo estoy viviendo esto último.
¡Qué extraña broma era esta! Cogí el teléfono y llamé a Irene para preguntarle si alguien podría estar manejando la cuenta de Twitter de Javier. Pero su horror, al contarle lo que acababa de ver, superó al mío. Ella no tenía siquiera la clave de su ordenador. Quizá se tratase de algún colega de la facultad. Las referencias a Spinoza parecían apuntar en esa dirección. Pero quién y, sobre todo, por qué.
Había que seguir el juego. Así que me puse a contestar sus tuits:
>¿Cómo puedes escribir esto? Tu cerebro ha dejado de funcionar.
>Háblame más de ese tercer atributo. ¿Su orden y conexión es el mismo que el de las ideas y las cosas?
>No puedes ser quién dices que eres. ¡Qué extraña broma es esta!
Silencio. Me quedé algo más de una hora, absorto, mirando la pantalla con el timeline de Twitter esperando alguna respuesta. Nada.
Si no dormía no podía soñar. Así todo iría bien. En el estado de agitación en que me encontraba, conciliar el sueño tampoco iba a ser fácil, así que no tuve que esforzarme demasiado para permanecer en estado de vigilia. Sin embargo, ya avanzada la madrugada el cansancio me venció.
Día 3, 15 de abril de 2010
La gran sala del Tribunal de Corte de la Inquisición impresionaba. Gabriel de la Calle y Heredia, inquisidor de dicho Tribunal, observaba con rostro displicente la cara compungida de quien en ese momento estaba deponiendo ante el secretario del Tribunal. El fraile agustino Tomás Solano y Robles iba desgranando su declaración. Nombraba a todos los judaizantes, y otros herejes, con los que había mantenido relación durante su estancia en la ciudad de Amsterdam cuando recaló en ella, tras muchos avatares, procedente de Nueva Granada. Era la mañana del 8 de agosto de 1659.
Había leído mil veces el acta del Tribunal de la Inquisición que indagaba sobre la situación de Spinoza en el Amsterdam de 1659. ¿A qué venía ahora soñar con aquello, siendo consciente de que estaba soñando? Me toqué el cuerpo para comprobar que era yo e intentar despertarme. No lo logré. Pero lo peor estaba por llegar. Me encontraba sentado en un banco a pocos metros del sitial donde el inquisidor, el secretario y el declarante llevaban a cabo su ritual. Los miraba a ellos, pero también notaba como, de vez en cuando, ellos me miraban a mí. Estaba siendo consciente de que sentían mi presencia. Ellos en 1659 y yo en 2010. La línea del tiempo estaba quebrada. En un momento sentí que había alguien a mi derecha, giré el cuero y allí estaba Javier. El corazón me dio un vuelco. Mi amigo estaba totalmente maltrecho, pero al menos esta vez no lo consumían las llamas. Comenzó a hablarme.
«Querido amigo, permite que te conteste a tus tuits a través del sueño que es un soporte mucho menos limitado y me permite explayarme más en lo que tengo que contarte. No, esto no es una broma. Me temo que es tan real como tu cuerpo cuando despiertes o tus reflexiones acerca de los temas que abordarás hoy con tus alumnos. Estamos en un tercer atributo de la Naturaleza. Recuerda a Spinoza. Dios o la Naturaleza, ese ser que se despliega en infinitos atributos, de los que los humanos solo conocemos dos, el pensamiento y la extensión. Ya no estoy vivo, pero tampoco muerto. De este modo puedo acceder al orden y conexión de las cosas en ese tercer atributo. Aquí no hay tiempo. Está todo bajo la especie de la eternidad. ¿Recuerdas ese conocimiento intuitivo que mencionaba Spinoza como el más elevado? Pues es el que poseo ahora, aunque sé que por poco tiempo, ya que voy a morir pronto. En el estado en que se encuentra mi cerebro puede pasearse por el tiempo como tú puedes pasear por cualquier calle de Madrid. La extensión nos está aquí vedada, pero nuestra visión de las cosas es mucho mayor de la que el simple pensamiento nos proporciona. He descubierto que la vida soñada es un cierto tipo de vida. También he encontrado la forma de conectar el sueño con el mundo digital. Ambas cosas son virtuales, no pertenecen a la extensión. Por eso puedo escribir tuits desde el espacio onírico en que nos encontramos. Pero, para mi mala fortuna, Gabriel de la Calle me ha encontrado en este vagar azaroso. No perdona a quienes hemos dedicado esfuerzo a difundir el legado de aquellos a quienes él persiguió. Aquí he podido conocer mucho más acerca de lo que allí sucedió. La Inquisición era conocedora de lo que suponían aquellos judíos que salieron del catolicismo e incluso abandonaron su fe. Aquello era la clave para que la Iglesia perdiera su poder y por eso encargó a personas como Fray Tomás Solano que le informaran de todo lo que estaba sucediendo. Y desconozco por qué extraña situación tiene el poder suficiente en este lado de la realidad para torturar a quienes caemos en sus manos. De todas formas, a mí me queda poco. Voy a morir inmediatamente y en ese momento ya no podrá perseguirme. A ti tampoco puede hacerlo mientras estés vivo. Pero yo estoy fuera del tiempo. Veo el pasado, el presente y el futuro en una única línea, como elementos superpuestos. Y quiero advertirte, querido amigo, también te he visto en las garras del inquisidor. Supongo que existe una determinación absoluta respecto a lo que va a suceder de modo que no creo que puedas salvarte. Lo siento.»
En ese momento, la figura de Javier se desvaneció. Qué extraña locura era esta. Qué sinsentido. Un inquisidor muerto hace más de trescientos años que perseguía a librepensadores del siglo XXI cuando se encontraban entre la vida y la muerte. No sé qué estado era aquel, pero era consciente de que podía percibirlo en alguna forma y eso enervaba mi ánimo. No obstante, ese sentimiento se vino abajo en un momento. El inquisidor torció su torva mirada hacia nosotros y pude percibir como sus ojos me traspasaban. “Tu amigo va a morir, pero tú caerás pronto en mis manos. Puedo prometerte que tu tránsito a la nada no será sencillo, pero sí doloroso. Bastante más de lo que ha sido el suyo”.
Me desperté aterrorizado como el resto de los días. No sé cómo pude reunir fuerzas para ducharme, vestirme, salir para la universidad y dar mis clases. Pero lo hice, aunque fuera de forma mecánica. Mi mente no podía alejarse de aquel extraño sueño. Solano deponiendo, mi amigo hablándome de un tercer atributo, en el sentido que da a esa categoría la filosofía de Spinoza, y aquel temible inquisidor y sus aterradoras palabras.
Al salir de clase vi que tenía una llamada en el móvil. Era Irene, la novia de Javier. Le devolví la llamada inmediatamente. La noticia, no por esperada, resultaba menos dolorosa. La noche anterior lo habían desenchufado y había fallecido en la madrugada. Probablemente en el momento en que se desvaneció en mis sueños. Nunca he sabido qué decir a los allegados más directos en estas circunstancias. Irene estaba triste, muy triste, y confortar a las personas en ese estado nunca ha sido mi especialidad. La verdad es que esa función consoladora que algunos han asignado a la filosofía no había penetrado nunca en mí lo suficiente como para manejarla en provecho de los demás. Probablemente, tampoco en el mío propio.
No tenía tampoco ánimo para visitar el tanatorio, así que decidí dejar los aspectos protocolarios para el día siguiente, momento en que tendría lugar la cremación.
Día 4, 16 de abril de 2010
Esa noche no hubo sueños. Me levanté triste, pero algo más tranquilo. Me vestí mecánicamente y me marché para el cementerio. No pude resistir la cremación. Ver como la caja entraba en el horno en llamas me revolvió el estómago. No tuve más remedio que huir corriendo de la sala para vomitar en el baño. Aquellas llamas no dejaban de recordarme a las de mi sueño. No conseguía encontrarle el sentido a todo. Yo era una persona analítica, profesor de filosofía, especialista en el racionalismo del siglo XVII, amante del pensamiento de Spinoza, el sabio que estudiaba las pasiones humanas como si se trataran de figuras geométricas. Pero aquí estábamos. Con mi cuerpo afectado de forma implacable por el espectáculo de aquel sueño atroz. Y con mi razón sin poder dominarlo. Y ahora, además, compungido por el miedo a aquella mirada espectral del inquisidor y a sus terribles vaticinios sobre mí. Iba a venir a por mí. ¡Qué mierda quería decir aquello! ¿Se trataba de un simple delirio de mi imaginación? “El hombre libre en nada piensa menos que en la muerte”, decía nuestro admirado Spinoza. Pero yo en ese momento, estaba comenzando a verme demasiado afectado por los negros augurios que predecían lo duro que sería mi final.
Cuando llegué a casa abrí el ordenador, cargué el Twitter y, cómo no, allí estaban los últimos tuits de Javier.
> Ten cuidado. En la línea del tiempo he visto que tu muerte acaecía a finales de noviembre de 2019.
> Y te he visto también en las garras de Gabriel de la Calle. Todo está predeterminado. Lo siento.
> Adiós, amigo. Por fortuna para mí todo acaba ya. La nada me espera.
Día 5, 17 de abril de 2010
Javier ya no estaba en el sueño. De nuevo el escenario era la gran sala del Tribunal de Corte de la Inquisición. Era 9 de agosto de 1659. Ahora deponía el capitán de Infantería Española en el Ejército de Flandes Miguel Pérez de Maltranilla.
…y al dicho Dr. Prado y fulano Spinoza les oyó decir muchas veces como ellos habían sido judíos y profesado la ley de ellos y que se habían apartado de ella porque no era buena y era falsa, y que por eso los habían excomulgado, y que andaban estudiando cual era la mejor ley para profesarla, y a este le pareció que ellos no profesaban ninguna.
Solo yo estaba como espectador de aquel acto tan conocido por mí. Pero qué tenía que ver aquello con la muerte de Javier y con mis sueños. ¿Estaría volviéndome loco? ¿Sería todo un conjunto de alucinaciones? ¿Tanto estudiar aquellos procesos habrían ablandado mis sesos? Todo seguía teniendo una fuerza impresionante. Nada parecido a un sueño tal como usualmente los percibimos. Gabriel de la Calle en un determinado momento, igual que los días anteriores, clavó en mí su temible mirada y volvió a dirigirme la palabra. “Ahora estás fuera de mi alcance, pero llegará un día en que caigas en mis manos y entonces todo lo que has visto de tu amigo pronto se repetirá contigo”.
Hospital Universitario Ramón y Cajal
Informe médico del paciente Isaac Ramírez
El paciente ingresa en este centro el día 12 de noviembre de 2019 tras haber intentado suicidarse por ingesta de 20 comprimidos de Nitrazepam de 10 mg. combinado con grandes dosis de whisky. Su esposa lo encontró inconsciente y en estado comatoso al llegar a su casa por la noche, deduciendo de dicha situación que habían transcurrido más de 6 horas desde la ingesta. Avisó a emergencias quienes tras ver el estado del paciente deciden traerlo a urgencias a este centro.
Se intenta lavado gástrico para tratar de evitar la máxima absorción del medicamento, pero debido al largo periodo transcurrido los resultados son poco alentadores por lo que se pasa de inmediato al tratamiento con Lanexal para fomentar la eliminación del Nitrazepam.
Sin embargo, ninguna de estas operaciones tiene el éxito esperado y el paciente no se recupera del estado de coma al que le han conducido el efecto depresor de los medicamentos y el alcohol consumidos. Tras dos meses en dicha situación, el 14 de enero de 2021, el paciente cae en el estado de muerte cerebral por pérdida de las funciones cardiorespiratorias. Se le mantiene desde esa fecha con respiración asistida a la espera de coordinar con la familia el momento óptimo para retirar dicha asistencia.
Madrid, 19 de enero de 2021
NOTA DEL AUTOR
En la década de los cincuenta del siglo pasado, I.S. Revah descubrió las actas de la Inquisición española que relacionaban a Juan de Prado y Spinoza, a través de las deposiciones que efectuaban ante el Tribunal de Corte, el fraile agustino Tomás Solano y Robles y el capitán de los Tercios, Miguel Pérez de Maltranilla. Ambos prestan su declaración ante el inquisidor de Madrid Gabriel de la Calle y Heredia. Por tanto, las referencias que hace el cuento a dichos personajes son verídicas.
Igualmente lo son los aspectos doctrinales o las citas de la filosofía de Spinoza.
Pertenece a la ficción y, por tanto, a la calenturienta mente del autor, el resto de la situación. Y, desde luego, la existencia de ese tercer atributo de Dios o la Naturaleza que se despliega a través de los sueños. Spinoza nunca habló de tamaño disparate. Y espero que mi admirado filósofo me perdone por tan sonora estupidez, a la que he dado a luz solo para dar consistencia a lo que trata de ser un relato que, al menos, aterrorice un poco.