Hace una hora más o menos estaba dando mi paseo rehabilitador diario. Durante el mismo acostumbro a pensar sobre aquellas cosas con las que os voy a torturar con mis escritos próximos. Y pensando, pensando… me he dado cuenta de que aún no os he hablado del flamenco. Y no me refiero a ese pájaro rosado sino al cante, a ese cante arquetípico de mi tierra andaluza y que hoy es patrimonio inmaterial de la humanidad.
La verdad es que, en lo que a mis gustos musicales se refiere, soy bastante ecléctico. Lo mismo me emociona El Erbarme dich, mein Gott de «La Pasión según San Mateo» de Bach que los Suspiros de España interpretados por Rocío Jurado, todo ello pasando, por supuesto, por el rock inglés de Jethro Tull, por ejemplo con su Cross Eyed Mary . En fin que mis listas de Spotify mezclan al Fary y Pitingo con Led Zeppelin, Mozart o Art Pepper, ¡qué le vamos a hacer, soy un tío raro!
Pero entre toda esta amalgama, el flamenco ocupa un lugar de honor. Y no es de extrañar. Soy andaluz. Y a qué niño andaluz de mi generación no le han salido los dientes oyendo a Manolo Caracol, Pepe Marchena o la Niña de la Puebla. Esos sonidos de la infancia se quedaron ahí agazapados y, aunque en la adolescencia y la primera juventud fueron tapados por el ruido del rock&roll así como ciertas actitudes algo snob, con el tiempo y el recuerdo volvieron a salir a la luz, irrumpiendo con fuerza.
Mucho se duda acerca de los orígenes del cante jondo. Que si los antecedentes gitanos, que si el café cantante. Que si la similitud del baile con los dibujos de los frescos de Knossos, que si los árabes. Qué mas da. Lo importante es que cuando oyes la introducción de guitarra a una Alegría de Cádiz y el cantaor templa la voz con el «tirititran tran tran…» se te alegra el alma. Y ya puedes tener el peor día del mundo, haberte tragado cuarenta sapos esa mañana o aguantado a más de un gilipollas, que se te arregla el día. Y si no te lo crees, ponte al Camarón con su Barrio de Santa María, por ejemplo y ya me dices luego si tengo o no tengo razón. Y si no te mola el Camarón (puede haber gente pa to) pásate a Chano Lobato con sus Alegrías de Cádiz.
Ya hace años que me dediqué a acostumbrar el oído para distinguir los diferentes palos. Y si oír flamenco es un placer cuando no conoces la técnica de fondo, cuando la conoces es ya una maravilla. El día que tu oído es capaz de distinguir una Seguiriya de una Soleá con solo oír los primeros compases de la guitarra eres el tío más feliz del mundo. Podéis echar un vistazo a esta web, El arte de vivir el flamenco, donde encontrareis descripciones de cada estilo junto con clips de audio que os pueden ayudar a comenzar el proceso de diferenciación audititiva.
En general, me gusta el flamenco viejo, el clásico. Y disfruto con cantes de los que ya hoy no suelen practicarse demasiado, como el Polo o la Caña, que requieren un esfuerzo tremendo por parte del cantaor. Soy más de Soleá que de Seguiriya y, muerto el Camarón, mis cantaores preferidos entre los vivos son José Menese y Carmen Linares. No soy demasiado partidario de la fusión o, para indicarlo de otro modo, me gusta la fusión, pero me da pena que los cantaores de nivel tengan que recurrir a ella para ganarse la vida ya que el flamenco puro es demasiado elitista y no vende discos. Pongo, por ejemplo, a José Mercé, que tiene grandes obras derivadas del flamenco, pero que cuando acude a las fuentes puras es un cantaor como la copa de un pino. Y si no, escúchense estas Bamberas suyas, Columpia los corazones.
Y para terminar, permítaseme mencionar a lo más egregio que la guitarra flamenca ha dado en el mundo, al enorme Paco de Lucía. Y como no, a esa rumba suya, Entre dos aguas, inspirada en su natal ciudad de Algeciras, donde se juntan las aguas del Mediterráneo y del Atlántico. Una pieza que merece ser el auténtico himno nacional de nuestro país.