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Historia de una foto

La vieja fotografía

La vieja fotografía, tantas veces manoseada, parecía ajarse por momentos. Se trataba del pequeño retrato, en blanco y negro bastante desvaído, de un grupo de personas caminando alegres por la Gran Vía de Madrid. Algunos levantaban el puño, otros parecían cantar y todos caminaban con sus brazos enlazados, como queriendo llevarse por delante el viejo mundo que llegaba a su fin. Entre las tres chicas del grupo, Rose destacaba por su cabello claro y por su estatura, al menos un palmo más alto que las otras. Los cinco hombres eran bastante más parecidos, aunque Manuel resultaba, sin duda, el más apuesto. Era el 14 de abril de 1931 y acababa de proclamarse la República en España.

Kate había buscado la foto en aquella vieja caja donde sabía que su abuela la guardaba. Le había contado la historia tantas veces, mientras acariciaba el retrato con sus dedos, que parecía conocer cada detalle de esa tarde madrileña de hacía sesenta y un años. Ahora en 1992, Rose permanecía pálida dentro de aquel ataúd que los empleados de la funeraria habían llevado a casa unas horas antes. La noche anterior, la anciana había muerto tranquila en su cama, tras un derrame cerebral que la dejó semiinconsciente en sus últimos momentos. Kate no se había separado de ella ni un instante en todo aquel proceso. Fueron unos pocos días de atenciones y espera hasta que sucedió lo irreversible. Y ahora se había ido. Ya no la oiría más contar aquella vieja historia de mundos que se iban a transformar y amores urgentes. El vacío comenzaba a tomar asiento en el alma de Kate. Sabía que crecería con los días, que terminaría convirtiéndose en una sombreada zona donde el sol dejaría de calentar cada día un poco más. También sabía que lo llenaría con imágenes. Vería a Rose sentada en su vieja mecedora tomando aquella limonada helada que tanto le gustaba. Sentiría su presencia a través de su perfume cada vez que entrara a la habitación donde dormía. A lo mejor el olor ya habría desaparecido cuando pasaran unas semanas, pero sabía que ella lo seguiría notando durante años, quizá siempre. Y lo sabía porque no era la primera vez que se enfrentaba a la pérdida de un ser querido. Cuando tenía nueve años un desgraciado accidente de tráfico se llevó a sus padres para siempre. Rose se hizo cargo entonces de ella. Vivió su adolescencia con su abuela, los primeros chicos, la graduación… ¡Tantas cosas que le corresponderían haber vivido con sus padres! Sin embargo, a pesar de que aún continuaba echándolos de menos, no podía tener queja de su vida. Rose le había dado todo el cariño del mundo, la ayudó a salir de la enorme pena que se abatió sobre ella cuando sus padres desaparecieron. Siempre la trató con el mimo que solo una abuela puede dar. Los padres siempre intentan establecer una disciplina más rígida, pero lo que ellos no permiten, los abuelos sí lo hacen. A pesar de todo Kate nunca abusó de la bondad de la vieja. Había sido una niña educada, tirando a sosa, que nunca quiso meterse en los líos que siempre estaban envolviendo la vida de sus amigas.

Y ahora había muerto. Tenía que pensar cómo enfocar aquello. Un nudo de angustia le nacía en el estómago y le atenazaba la garganta. Volvió a mirar la foto y entonces supo que tenía que hacer algo.

La historia

Rose se la contó por primera vez el mismo día que murieron sus padres en el accidente de tráfico. La abuela pensó que hablar a la niña podría aportarle consuelo y entre las muchas palabras de aquella insomne noche surgieron esas que luego se verían completadas en tantas otras ocasiones, bien por la propia voluntad de la abuela, bien a requerimiento de las preguntas de la nieta. La cuestión es que con los años llegó a tener una imagen fiel del origen de la fotografía y de lo que había sucedido en aquellas históricas fechas en España. Rose, como otras muchachas de clase media americana estaba haciendo un periplo europeo antes de concentrarse definitivamente en organizar su vida, casarse y tener hijos. Realmente ella hubiera deseado ir a la universidad y estudiar medicina, uno de sus más anhelados sueños. Pero, por diversos motivos, no pudo hacerlo. Desde principios de marzo de 1931, y acompañada de sus dos amigas Betsy y Joan, había visitado Roma, Florencia, París y, por último, España, desde donde a finales de abril embarcarían de vuelta para los Estados Unidos.

La cuestión es que el 14 de abril de 1931 las sorprendió en aquel Madrid entusiasmado con la proclamación de la República. Las calles eran un hervidero humano que se movía alegre de un lugar a otro de la ciudad. Los cánticos y las banderas desplegadas eran la palpable manifestación de un pueblo deseoso de superar tantos años de miseria, caciquismo y explotación por parte de la oligarquía que dominaba al país. Fundadas o infundadas, las esperanzas salían a flor de piel. Todos esperaban un cambio social que aportara ilusión al triste panorama en el que unas estructuras políticas y económicas obsoletas tenían postergada a la nación.

Rose y sus amigas estaban sentadas tomando un refresco en la terraza de la cafetería Manila cuando muchos grupos de jóvenes pasaron por la calle dando vivas a la República. Aunque ninguna de las tres hablaba español, sí eran conscientes de lo que estaba sucediendo en el país y de la ilusión colectiva que aquello despertaba. Cuando pasó aquel grupo de jóvenes, Kate les propuso a sus amigas unirse a la fiesta, pero ellas estaban dudosas, les amedrentaba pensar que la alegría pudiera terminar en desórdenes públicos. Las tres discutían acaloradamente sobre ello cuando uno de los jóvenes españoles se les acercó, hablándoles en inglés e invitándolas a acompañarlos. Se le veía entusiasta, su inglés era aceptable y servía lo suficiente como para explicarles todo lo que allí estaba pasando y las expectativas de futuro que se abrían para el país. Rose se levantó y decidió seguirlos, gritándole a las otras que se verían más tarde en el hotel.

Los brazos de Rose se enlazaron con los del resto de los jóvenes españoles, formando una fila compacta que parecía pretender acabar con todos los males que aquejaban al país. Pero salvo Manuel, el joven que la había invitado, ninguno de los otros hablaba inglés por lo que pasó el resto de la tarde prácticamente relacionándose solo con él. Tras recorrer la Gran Vía, el paseo de Recoletos y la calle de Atocha, algo cansados ya, decidieron bajar hasta la Puerta del Sol y sentarse a descansar y tomar algo en algún lugar que se encontraran por el camino. Manuel estudiaba Filosofía en la Universidad Central y no paraba de explicarle detalles acerca de la situación política española, del deseo de gran parte del pueblo de que se produjeran cambios que pudieran traer más oportunidades para la gente, más libertades y mejor educación para todos. Le habló de los capitanes Galán y García Hernández que habían sido fusilados unos meses antes en una revuelta que pretendió traer por las armas aquello que ahora habían conseguido las urnas. Le habló de los políticos republicanos en los que tenía depositadas tantas esperanzas, de Azaña, de Ortega, de Besteiro. Le habló del Partido Socialista, al que él estaba afiliado y de Prieto y Largo Caballero, sus líderes. Manuel, además de ser un joven culto y educado, resultaba bastante atractivo. Y el entusiasmo que desbordaba esa tarde terminó por encandilar a Rose. La cuestión fue que aquella noche la pasaron juntos en el piso que el chico compartía con otros dos muchachos. Hicieron el amor con el deseo urgente de quienes saben que no van a volver a verse, que tienen que apurar todos los minutos del escaso tiempo que dios o el azar les estaba proporcionando. Al amanecer del día siguiente se despidieron con la tristeza de saber que aquello no iba a poder repetirse y que la vida de ambos debía seguir por rumbos absolutamente alejados la una de la otra. Antes de marcharse, uno de los compañeros de piso de Manuel le dio la fotografía que había tomado de los jóvenes mientras marchaban por la Gran Vía. Rose la guardó emocionada, como lo más apasionante que había vivido en su periplo europeo.

Una semana más tarde, las tres amigas se embarcaban en Cádiz para volver a su país. Tras una travesía bastante cómoda llegaron a los Estados Unidos y cada una continuó con su vida. Pero no tardó mucho en que las cosas sufrieran un cambio no esperado. Cuando Rose notó que comenzaba a tener la primera falta no le dio demasiada importancia, ya que sus menstruaciones no habían sido del todo regulares hasta el momento, pero a la segunda, y con síntomas que no terminaba de entender, el asunto se le mostró ya con otros tintes. Sus padres eran de una familia bastante liberal así que más allá del shock inicial, terminaron por ayudar a su hija con el proceso por el que debía pasar para traer al mundo a aquella criatura y criarla en un ambiente familiar adecuado. Lo que nunca terminaron de entender del todo es que Rose no diera algunos pasos para contactar con el padre en España. Pero es que realmente el asunto no parecía tener un abordaje sencillo. Más allá de una fotografía y del nombre “Manuel”, sin apellidos, la chica no sabía nada más del muchacho. Es cierto que conocía el domicilio y sabía que estaba matriculado en Filosofía de la Universidad Central y tirando de esos hilos podría haberlo encontrado, pero es que realmente no deseaba hacerlo. No le veía sentido al asunto. No quería descabalar la vida del joven. ¿Qué podrían hacer? ¿Se iría ella a España? Eso no deseaba hacerlo en ningún caso, su viaje por Europa le había descubierto una sociedad que estaba a punto de la hecatombe, sumida en sus más grandes contradicciones históricas y de la que preveía que terminara en un holocausto de guerra y destrucción. ¿Se vendría Manuel a Estados Unidos? En las pocas horas que pasó con el muchacho sabía que era una persona absolutamente comprometida con el destino de su país, ahíto de ganas de participar en la nueva etapa que para el mismo se abría. No, realmente lo mejor sería dejar las cosas como estaban. Ella tendría a su hijo y ya se vería lo que el tiempo deparaba.

Cuando James, que ese fue el nombre que le puso al niño, nació, Rose supo que su vida iba a estar dedicada desde entonces al cuidado y la educación de su hijo. La sociedad americana tampoco era demasiado comprensiva para una madre soltera, así que ni ella lo deseaba demasiado ni tampoco le surgieron oportunidades de encontrar una pareja. Los años transcurrieron, James creció, formo su propia familia, en 1963 nació Kate y, finalmente, ocurrió el terrible accidente que terminó con su vida y con la de su esposa, dejando a la niña al cuidado de la abuela. En todo ese tiempo, Rose sintió en alguna ocasión el deseo de encontrar a Manuel, pero cuando aquello surgía en su mente, simplemente sacaba la foto y se pasaba algunos minutos observándola y recordando todo lo ocurrido en aquellos días en España.

Un impulso

Cuando Kate descendió del avión en el aeropuerto de Madrid su cabeza no paraba de repetirse que estaba loca. ¿Qué estaba haciendo? ¿Para qué ese viaje? Desde el día de la muerte de Rose no paró de sentir un fuerte impulso que la empujaba a viajar a España. Le dio unas cuantas vueltas durante varios días, pero al final terminó dejándose llevar por aquella irracional tensión que parecía impulsarla como un autómata, un títere movido en su pequeño escenario por los hilos que una mano desconocida manejaba. Al final, a menos de dos semanas desde que enterró a Rose, tomó aquel avión que la llevaría, en Madrid, a un incierto proceso de búsqueda. Algo la había estimulado a ello, ¿quizá el deseo de conocer a su abuelo? Pero ¿viviría aún? Al menos necesitaba saber qué había sido de él. Conocía ya lo suficiente de la historia de España como para saber de la dureza de aquella cruenta guerra civil que terminó dando fin al experimento republicano. Había leído lo necesario para conocer la crueldad de aquella dictadura que oprimió al país durante casi cuarenta años. Pero también sabía que España había pasado por una ejemplar transición que la llevó a recuperar sus libertades civiles y a integrarse en la Unión Europea. Además, a esas alturas de 1992, con la Exposición Universal de Sevilla y las Olimpiadas de Barcelona, España era el país de moda en el mundo. Más allá de lo que la empujaba a localizar a su abuelo, no cabía duda que le apetecía conocer aquel lugar donde, de una forma u otra, se encontraban parte de sus orígenes. Además, como muestra de respeto a los mismos, Rose se había empeñado en que Kate estudiara español y conocía lo suficiente del idioma como para que su viaje al país no se convirtiera en una tortura lingüística.

Lo primero que hizo fue recorrer el centro de la ciudad, la Plaza Mayor, la Gran Vía, el Paseo del Prado… Rose le había hablado tanto de aquellos lugares que, en cierta medida, era como si los conociera desde siempre. Pero qué país tan diferente semejaba ser esa España de 1992 con aquella otra de 1931 de la que tanto le había relatado su abuela. La gente parecía de lo más normal, no alborotaba por las calles como aquellos jóvenes que celebraban el triunfo republicano en su momento. Las personas eran afables, iniciaban una conversación contigo con el más mínimo pretexto. En eso no parecían haber cambiado mucho los españoles. Paseando por la Gran Vía, al llegar a la plaza del Callao, descubrió aquella cafetería Manila donde hacía más de sesenta años, Rose había conocido a Manuel. Se sentó a tomar un café con la esperanza de que algo hubiera quedado allí de la fuerza de sus abuelos para ayudarla a cargarse de la energía que iba a necesitar.

Para localizar a Manuel tenía pocos puntos de partida. Desde luego ya suponía que la dirección del piso donde vivía en 1931 iba a servirle de muy poco, aunque tenía alguna esperanza más con el tema de la Facultad de Filosofía. Ella tenía una foto y estaba casi segura de que la universidad guardaría en algún lugar los datos históricos de sus alumnos y no debían ser muchos quienes estuvieran matriculados por aquellas fechas en una carrera tan poco masificada como la Filosofía. La Universidad Central ya no existía. Durante el periodo republicano se inauguró la moderna Ciudad Universitaria en la zona Oeste de la ciudad. Y, aunque los edificios de la misma, fueron la primera línea del frente durante la guerra civil, la dictadura franquista se encargó de restaurar lo dañado y poner en marcha de nuevo aquel templo donde lo mejor de la intelectualidad española de la primera mitad del siglo XX había practicado la docencia.

La Facultad de Filosofía se encontraba en un pequeño edificio de ladrillos rojos y ventanas de madera oscura, rodeado de jardines donde los alumnos se reunían para pasar el rato sobre el césped. Kate se dirigió a la secretaría y tras hacer entender lo que quería tuvo que enfrentarse a la estupefacción de la persona que la atendía. ¡Pretendía localizar a un alumno de 1931 con solo un nombre, Manuel, y una vieja foto! Le costó explicar varias veces la historia y desplegar lo mejor de su sonrisa para que aquel amable, pero algo terco, administrativo se ofreciera a ayudarla. Finalmente se ofreció a acompañarla a los archivos de la Facultad que se encontraban en el sótano y donde quizá con suerte pudiera encontrar algo.

Los viejos estantes metálicos guardaban, silenciosos, multitud de expedientes desde hacía más de cien años. El polvo era el auténtico señor de aquel lugar. El plan de Kate era sencillo, se suponía que el expediente de cada alumno contendría una fotografía ya en aquella época. El administrativo se lo confirmó. Una vez revisadas todas las carpetas estaba segura de encontrar a Manuel a través de la comparación con la fotografía que tenía. Como desconocía el curso que su abuelo estaba realizando aquel año de 1931 se propuso revisar todas las matrículas al menos desde 1928, ¡tampoco eran tantas!, no más de cincuenta cada año. El administrativo limpió una vieja mesa metálica sobre la que descansaban unas cuantas toneladas de polvo e invitó a Kate a sentarse allí. Al poco apareció con cuatro archivadores, cada uno correspondiente a las matrículas de 1928, 1929, 1930 y 1931.

El corazón casi se le sale del pecho cuando revisando la documentación de 1929 apareció el expediente de Manuel. No tuvo ni la más mínima duda en cuanto vio la fotografía. Se pasó un buen rato tocándolo, revisando uno por uno todos los datos que en él había, la copia de su expediente con las notas y, desde luego, lo que más falta le hacía, su nombre completo, Manuel Canales Molero. Bueno, había tenido algo de suerte. Al menos no tenía entre sus manos a un Pérez o un García, lo que hubiera dificultado mucho más su localización. Aquellos apellidos, aunque usuales en España, no eran demasiado comunes y eso, al menos, le facilitaría la búsqueda. Estaba segura de que el domicilio que constaba en el expediente le sería poco útil, sin embargo, lo anotó también.

Una aguja en un pajar

Cuando Kate visitó el domicilio que constaba en el expediente se encontró con una construcción moderna que debía datar de los años setenta. Así que, tal como suponía, no iba a ser fácil que Manuel siguiera viviendo allí. Lo probable es que el viejo edificio hubiera sido derribado y sobre su solar se hubiera construido el nuevo. Desde luego, no serían muchas las posibilidades de que antiguos inquilinos continuaran viviendo allí. No obstante, pasó dentro y le preguntó al portero. La respuesta era la esperada, él no conocía a nadie con ese nombre y en todo el tiempo que llevaba trabajando en la finca, que era más de veinte años, tampoco recordaba a nadie que se llamara así.

Habría, pues, que tomar otros caminos para intentar localizar a su abuelo. Lo primero, y más sencillo, era buscar en la guía telefónica. Nada. Nadie con ese nombre aparecía. Lo siguiente que hizo fue ir a la sede central del Partido Socialista. Rose le había comentado que Manuel militaba en dicho partido y quizá tuviera la enorme fortuna de que, tras la caída de la dictadura y la vuelta la legalidad, su abuelo hubiera seguido militando. Si fuera así lo tendría fácil para llegar a sus datos actuales. Se fue a la calle Ferraz, donde estaba la sede federal del PSOE y expuso allí el caso. En seguida se ofrecieron a ayudarla, pero al buscar entre los datos de afiliados actuales el de Manuel no aparecía, así que lo único que le ofrecieron fue orientación para que se dirigiera a los archivos militares o a los que el Ministerio de Cultura venía aglutinando sobre los soldados republicanos y su historia durante la guerra o posteriormente en las cárceles de la dictadura.

Fueron unos días de actividad tremenda. Las búsquedas dieron algunos frutos, pero no los deseados. Tras consultar los archivos que le habían indicado, efectivamente logró reconstruir parte de la historia de Manuel durante aquellos años. Como tantos otros combatió en la sierra de Madrid con las milicias que durante los primeros días de la contienda intentaron detener a las tropas de Mola que bajaban desde el norte. Unos meses más tarde aparecía integrado en la 30 Brigada Mixta que se nutrió mayoritariamente de militantes de las Juventudes Socialistas Unificadas. Por los archivos militares descubrió también que fue capturado por las tropas de Franco en la ofensiva sobre Cataluña. Pasó algún tiempo encuadrado en los, eufemísticamente llamados, batallones de trabajo y finalmente fue puesto en libertad a principios de 1940. A partir de ahí se perdían todas las pistas.

¿Qué más podía hacer? Aquello era buscar una aguja en un pajar. Al final decidió usar alguna mecánica más institucional. Se dirigió al Ministerio del Interior y allí, saltando de oficina en oficina, terminó en una donde, tras un largo tira y afloja con el funcionario, logró que este buscara en la base de datos del documento nacional de identidad. Aunque ya le dijo que, si lo encontraba, en ningún caso, podría facilitarle la información a ella, pero al menos le diría si existía una persona con ese nombre en el país. En la búsqueda aparecieron diecisiete personas con esos datos, pero solo uno tenía la edad que se correspondía con la de Manuel en ese momento. Kate respiró, su abuelo estaba vivo y sabía que residía en España. La vida no era tan mala, el viaje estaba comenzando a dar sus frutos. El funcionario, algo encandilado por la historia que la americana le contaba, al menos sí le confirmó que el Manuel hallado por él, residía en Madrid. La búsqueda se acotaba algo más.

Luces y sombras

Tras hacer algunas preguntas y saltar de un teléfono de información a otro, concluyó que lo mejor era dirigirse a algún departamento administrativo de la Comunidad de Madrid donde se encargaran de los asuntos sociales. El argumento era simple; las personas que trabajan en estos organismos suelen ser bastante sensibles a los problemas de las personas y apelando a esa sensibilidad quizá alguien oyera la historia de Kate y, si tenía la posibilidad de hacerlo, la ayudara a encontrar a Manuel.

Y la verdad es que así fue. La asistente social que la atendió en aquel viejo edificio de la calle O’Donnell se mostró absolutamente impactada al oír la historia de Rose y Manuel que Kate le contó al detalle. Podía haber tenido la mala fortuna de encontrar una de esas personas reglamentaristas y poco abiertas a empatizar con los demás, pero no fue el caso. Tras escuchar toda la narración pensó que, dada la edad de Manuel, que en ese momento debía andar por los ochenta y ocho años, las posibilidades de que se encontrase viviendo en alguna residencia de ancianos, era muy alta. Así que lo primero que hizo fue consultar el censo de pacientes ingresados en ellas en la región de Madrid. Y el milagro sucedió. El nombre de Manuel apareció brillando, como un rayo de esperanza, en la pantalla del ordenador. El anciano efectivamente vivía en una de las residencias de Madrid. La asistente social no puso ninguna objeción a facilitar a Kate los datos del lugar y solo pidió algo a cambio, que la americana se pasara a verla antes de volver a Estados Unidos para contarle cómo había evolucionado la historia.

No esperó ni un segundo. La residencia estaba en las afueras de Madrid, así que nada más salir a la calle desde el edificio de la Consejería, tomó un taxi para que la llevara al lugar de inmediato. Se trataba de una construcción relativamente moderna, de aspecto funcional, pero poco amigable en tanto que no estaba rodeada de los típicos jardines que a veces se ven en las películas para este tipo de lugares. Desde luego, vivir allí encerrado no debería ser algo envidiable. Kate llegó a la recepción y preguntó por Manuel. La recepcionista le comentó que solo estaban permitidas visitas a personas autorizadas así que, si ella no lo estaba, no podía verlo. Vuelta, pues, a contar toda la historia o, al menos, la parte sustancial de la misma. La recepcionista de la residencia no tenía el carácter empático de la asistente social, así que su negativa siguió tajante. Tampoco podía proporcionarle datos de los familiares y lo único que le propuso fue que volviera el sábado por la tarde, ya que en ese momento la nieta de Manuel solía pasar a visitarlo. Tendría que hablar con ella para pedirle la autorización. Era jueves así que a Kate se le presentaban por delante dos interminables días hasta que pudiera conseguir su objetivo. No obstante, una gran alegría interior la invadía. ¡Había conseguido localizar a Manuel! Y esa era la meta a la que había dedicado sus últimas semanas. Y, desde luego, no había sido una tarea fácil. Además, le encantaba la posibilidad de conocer el sábado a aquella medio prima que visitaba a su abuelo. Ese día se iba a encontrar a dos nietas en lugar de a una. Seguro que el viejo se iba a llevar la sorpresa de su vida.

Los dos días de espera le parecieron eternos. Ambos los pasó preguntándose cómo habría sido la vida de Manuel, qué tipo de persona sería, cuántos hijos o nietos habría tenido o si se habría dedicado a la Filosofía en alguna forma, para dar sentido a sus estudios. Las preguntas iban y venían en su cabeza como un alocado carrusel que no lograba detener. Para tranquilizarse decidió dedicar todas aquellas horas a pasear por Madrid. Quería conocer todo de aquella ciudad que ahora se le presentaba con un sentido nuevo y tan diferente al que había tenido hasta el momento de conocer la historia de la foto.

La prima Nieves

Cuando Kate llegó el sábado a la residencia, la recepcionista estaba mucho más amable. Nada más acceder al hall de entrada, se dirigió a ella y le dijo que tenía autorización para ver a Manuel. Muy amablemente le indicó la planta y el número de la habitación y le comentó que ya estaba allí Nieves, la nieta del residente. Ante el asombro de Kate por el cambio de actitud, la recepcionista le habló del resumen de su historia que le había hecho a la nieta de Manuel. Y de como ella había autorizado de inmediato el acceso.

La verdad es que Kate andaba hecha un manojo de nervios. Estaba a punto de conocer a su abuelo y, no solo eso, sino también a su medio prima. Le temblaba la mano cuando pulsó el botón del ascensor que la llevaría a la planta indicada. Sentía una cierta opresión en el pecho, lo que la impulsaba a tomar más aire del que realmente necesitaba. Procuró andar con lentitud y respirar más acompasadamente mientras caminaba por el pasillo donde se encontraba habitación del abuelo. Cuando tocó la puerta con los nudillos para anunciar su llegada y abrió el picaporte, ya había conseguido normalizarse.

Manuel estaba en una silla de ruedas y a su lado, Nieves, le tomaba una mano mientras parecía estar contándole alguna cosa. Enseguida se presentó y su prima se levantó a saludarla. No parecía haber demasiada desconfianza en ella. Kate pensaba que, si alguien hubiera aparecido en su vida contando una historia tan estrambótica como la que ella estaba contando, su primera impresión hubiera sido la de no creer ni una palabra. Y, por supuesto, intuir los turbios intereses que pudieran estar ocultos bajo una historia tan singular.

Manuel tenía la mirada perdida en un extraño punto del espacio y permanecía absolutamente callado mientras las dos mujeres se saludaban. Nieves le explicó que su abuelo tenía Alzheimer en un estado muy avanzado y que ya había perdido casi todo el contacto con la realidad. Fue muy afable con Kate durante toda la visita y le explicó que, antes de caer enfermo, había tenido una magnífica relación con él. Había sido su única nieta, hija de su única hija que ya había fallecido, de modo que el único familiar que le quedaba en el mundo era ella. Bueno, al menos hasta ese momento en que aparecía la nueva rama americana. La buena relación que habían mantenido fue precisamente la que llevó a su abuelo a contarle muchas cosas de su vida, a dedicar bastante tiempo a trasladar a la nieta todo su universo de recuerdos. Y ello incluía la aventura con la turista americana aquel 14 de abril de 1931. Por ello Nieves no había desconfiado en ningún momento de la veracidad de lo que Kate contaba. Solo, le impactó, la monumental sorpresa de comprobar que había otra familia descendiente de Manuel, al otro lado del Atlántico, cosa totalmente inesperada para ella. Ambas mujeres parecían encantadas de haberse encontrado y no pararon en toda la tarde de contarse todos los detalles de la existencia de ambas y de sus familias. Nieves puso también al día a su prima de los detalles de la vida de Manuel.

Fue entonces cuando Kate recordó la vieja fotografía que llevaba guardada en el bolso. Primero se la mostró a Nieves y luego a su abuelo. Logró que la vista del viejo transitara un momento desde ese punto perdido en el infinito donde se encontraba hasta el cuarteado cartón de la foto. Y, como si hubiera sucedido un milagro, la cara de Manuel se llenó con una franca sonrisa mientras dos densas lágrimas se escapaban de sus párpados y transitaban por sus mejillas. Fue solo un instante, enseguida su mirada se perdió de nuevo en un mundo oscuro e informe. Pero Kate supo que su viaje había merecido la pena.


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