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Hurgando en la memoria. 6. Los felices primeros ochenta (1979-1985)

Donde habite el olvido,
en los vastos jardines sin aurora;
donde yo solo sea
memoria de una piedra sepultada entre ortigas
sobre la cual el viento escapa a sus insomnios

Luis Cernuda, Donde habite el olvido

Si tuviera que indicar qué época ha sido la más feliz de mi vida creo que, aunque con sus sombras, a la de los primeros años ochenta le puedo asignar ese atributo. Era joven, tenía una feliz relación de pareja, no me faltaba el trabajo y un nutrido grupo de amigos contribuía a hacer la vida más agradable. Habría que unir a ello el hecho de que mi cadera no me molestaba en absoluto. Hacía una vida absolutamente normal. Ciertamente, no podía practicar determinados deportes grupales de los que requerían mucho esfuerzo, como por ejemplo el futbol, pero el senderismo, aún en terrenos difíciles, lo practicaba asiduamente. Poco más se podía pedir.

Y, sin embargo, el final de los setenta dejó una cuestión amarga en el tablero de la vida. El 12 de marzo de 1979 moría mi cuñado Diego a sus poco más de cuarenta años. Un infarto fulminante acabó con su vida dejando a mi hermana Ana desconsolada y a sus tres hijos huérfanos. Diego también trabajaba conmigo en el Hospital Psiquiátrico Provincial. Él era era auxiliar de clínica en el turno de noche. Aquel nefando día, cuando llegué a trabajar por la mañana, noté algunas caras raras que me miraban por los pasillos mientras me dirigía a mi oficina. Al llegar me dieron el mazazo. En ese momento, el doctor Quiroga, que era el internista de guardia estaba luchando por salvar su vida. Las noticias que me llegaban era muy poco alentadoras. Tras pasar alguna hora, y que la situación no pareciera controlada, decidieron trasladarlo a las urgencias de la Ciudad Sanitaria Provincial (el que hoy es el Gregorio Marañón y antes había sido el Francisco Franco).

Me será difícil olvidar aquel traslado en ambulancia. Eusebio, el chofer del hospital, llevaba la ambulancia y yo iba con él en el asiendo delantero. Detrás, el doctor Quiroga intentando mantener con vida a Diego. Me decía que tendrían que ponerle urgentemente un marcapasos. Llegamos a Urgencias, la camilla entró en aquella zona donde yo había estado trabajando hasta poco tiempo atrás y ya no volví a ver nunca más con vida a mi cuñado. Murió enseguida. Es inenarrable el drama de tener que contar la situación a mi hermana, de verla llegar al hospital, de su llanto permanente. A sus treinta y siete años se veía viuda y con tres hijos a su cargo, una de ellas, Magdalena, aún no había cumplido los dos años.

Mi hermana y mi cuñado había sido casi unos padres para mí. Al ser los míos muy mayores, una buena parte de la vida la había pasado con ellos, con sus hijos, mis sobrinos, que eran casi de mi misma edad. La muerte de Diego sumió en el dolor a mi familia. Todos nos volcamos en ayudar a mi hermana y a sus hijos. Creo que yo lo intenté más con mi sobrino Paco, que estaba entrando en la adolescencia y necesitaba el apoyo de una figura paterna que, por más que me esforcé, no creo que llegara nunca a cubrir.

Para mí, la muerte de Diego fue muy dolorosa. Era la primera muerte cercana que vivía, además con el trauma añadido de lo inesperado y la juventud del fallecido. A pesar de que mi dolor sería incomparablemente menor que el de mi hermana o mis sobrinos, he de reconocer que pasé mucho tiempo sumido en una fuerte melancolía. Alguno de nuestros amigos incluso llegaron a reprocharme mi cambio de humor, el cual supongo que hacía difícil la convivencia conmigo en aquel momento.

Pero la vida siguió. Ello a pesar de que tardé mucho tiempo en que la sombra de la muerte de mi cuñado no me persiguiera un poco todos los días. En el curso 79/80 Ángela y yo nos matriculamos en la universidad, tras haber acabado COU y aprobado la selectividad. Ella lo hizo en Historia del Arte y yo en Filosofía. Nuestras facultades estaban muy cercanas en el campus de la Universidad Complutense de Madrid, Filosofía A, la mía y Filosofía B, la suya. Justo en ese otoño nos habíamos sacado también el carnet de conducir así que cada día íbamos en un decrépito Seat 850 de segunda (o tercera, o cuarta) mano que nos habíamos comprado.

Yo trabajaba en turno de mañana en el Psiquiátrico, hasta las 15 y Ángela… Bueno eso es otra historia a la que tengo que dedicarle algo de tiempo. Si no me equivoco, dejé al lector en la entrega pasada con Ángela trabajando en Olivetti, y yo recién incorporado a la recepción de pacientes del Hospital Psiquiátrico. Pero ocurrió algo que cambió particularmente las cosas. Ángela estaba preparando una oposición para la Administración del Estado con tan buena fortuna que la aprobó y obtuvo plaza en Madrid. Estábamos exultantes, los dos con buenos puestos de trabajo y con la perspectiva de estudiar las carreras que nos atraían. Ella pidió la baja en Olivetti para tomarse unos días hasta su incorporación al nuevo puesto.

Y ahí vino el mazazo. El personal interino se quejó, su queja fue admitida y las plazas asignadas se corrieron para dar cabida a esas personas. Así, el destino en Madrid se convirtió en destino en ¡Albacete! ¡Horror! Recién casados ahora se nos planteaba la alternativa de tener que separarnos para que Ángela pudiera trabajar en la plaza ganada en oposición. Un día helador en el páramo manchego fuimos a Albacete para la toma de posesión. Dormimos en una triste pensión esa noche, Ángela firmó la toma de posesión y nos volvimos a Madrid. Lo hablamos, no sé si con la suficiente claridad de ideas, pero la conclusión a la que llegamos fue que preferíamos mantener nuestra reciente relación de pareja aunque ello supusiera la renuncia de Ángela a su puesto de trabajo. Y así se hizo ¿Fue una buena decisión? Quizá no tanto.

Por supuesto que ya no pudo volver a su antiguo trabajo en Olivetti y ello la llevó a permanecer desempleada alrededor de siete años. Eran tiempos difíciles, con una importante crisis económica. Por más que echaba curriculums y más curriculums no lograba que la admitieran en ningún sitio. Ello la sumía en una cierta depresión que enturbió en alguna medida nuestra felicidad de aquellos años. Por eso decía antes que que por la mañana yo trabajaba en el Psiquiátrico, pero ella permanecía en casa estudiando, haciendo labores domésticas e intentando encontrar un puesto de trabajo. Y las tardes, eso sí, eran para la universidad.

El Hospital Dr. Rodríguez Lafora, antes Hospital Psiquiátrico de Madrid y antes Hospital Psiquiátrico Alonso Vega

Como mal menor, logré (más bien lo logró mi padre) que la incorporaran a una bolsa de trabajo en el hospital para que la llamaran en periodos de suplencias. Ello posibilitaba que trabajara en los meses de verano, en Semana Santa y en Navidad. Económicamente aquellos extras nos venían muy bien, pero emocionalmente no lograban colmar el deseo de Ángela de tener una vida laboral normalizada. Máxime cuando se sentía maltratada por la administración pública y aquel juego de asignarle una plaza en Madrid para luego retirársela y arruinar así esos años de su vida.

He de reconocer con un cierto pudor que mi situación era mucho más grata. Mi inserción laboral en el hospital fue magnífica. Trabajé allí desde 1978 hasta 1989 y aquellos fueron algunos de los años más felices de mi vida profesional. En seguida entablé profundas amistades con algunos de mis compañeros de trabajo. Sobre todo con mi más que amigo, hermano, Ángel Jiménez con el que desde entonces he compartido de forma bien cercana los múltiples avatares que la vida nos ha ido deparando a ambos. Parece como si alguna parte de nuestras vidas hubiera circulado en paralelo. Nos acercamos a la vez a Comisiones Obreras, primero, y luego al PCE, donde nos afiliamos incluso el mismo día. Se casó también por el juzgado, solo un año más tarde que nosotros (eso sí, el periodo de tiempo suficiente como para que ya no le afectaran todas aquellas tonterías preconstitucionales que he narrado en el anterior capítulo). Nuestros hijos fueron al mismo colegio. Nos fuimos de la administración pública en paralelo para montar distintos proyectos empresariales. Y siempre, creo que puedo afirmarlo, hemos sabido que si uno necesitaba al otro, el otro siempre iba a estar ahí para lo que fuera necesario.

Ángel y Lola en Lisboa en 1982

Los primeros años que viví en el Hospital Psiquiátrico de Madrid (antes Alonso Vega y hoy Doctor Rodríguez Lafora) fueron apasionantes. El centro pertenecía a un organismo que hoy ya no existe, la Diputación Provincial de Madrid. En aquel ambiente podíamos encontrar personas muy vinculadas con el funcionariado franquista, muchos de los cuales carecían de la capacidad profesional suficiente y solo estaban allí por motivos políticos. Sin ir más lejos, el jefe del departamento donde yo trabajaba era un viejo falangista que se saludaba brazo en alto todos los días al llegar con otro de los administrativos del departamento. Y junto con ellos éramos ya muchos a los que aquello nos repelía tremendamente. El hospital tenía una fuerte sección sindical dominada por Comisiones Obreras y también con participación de la UGT. Ello originaba que la tensión entre el pasado y el futuro fueran el caldo de cultivo de nuestro día a día.

Y ello no solo se manifestaba en nuestro irrelevante trabajo administrativo. También lo hacía a nivel clínico. En aquel momento el hospital era el típico manicomio de la clase que podemos haber visto en el cine o leído en la literatura. Pacientes crónicos institucionalizados, camisas de fuerza, aislamientos forzosos, terapias poco validadas por la comunidad científica, personal en ocasiones más entrenado en reprimir que en curar, etc. A pesar de que yo era un vulgar administrativo comenzaron a interesarme todos los aspectos teóricos de la enfermedad mental; asistí a determinadas charlas sobre el movimiento anti psiquiátrico italiano y leí algunas de las cosas que al respecto iban cayendo en mis manos.

Pero realmente las cosas comenzaron a cambiar pronto a todos los niveles. En 1979 la izquierda ganó las elecciones municipales y ello se tradujo en que un pacto entre PSOE y PCE comenzó a gobernar la Diputación y arrancó la ruta para convertir aquello en lo que sería la Comunidad de Madrid para adecuarse a la nueva normativa constitucional. En aquella Diputación de izquierdas, mi admirado Josep Borrell se responsabilizó del área de Hacienda y comenzó un proceso reformista impresionante que trajo consigo la modernización de aquella maquinaria obsoleta nutrida de vejestorios provenientes aún del Movimiento, algunos de los cuales ni siquiera acudían a trabajar desde hace años. Por aquel entonces, Borrell creó lo que se llamó EPIMSA (la Empresa Provincial de Informática de Madrid) en la que yo trabajaría años más tarde. Esta línea de crear empresas de gestión privada pero de capital público se extendió notoriamente y comenzó a mostrarnos un aspecto totalmente diferente, y mucho más dinámico, del entorno en el que trabajábamos.

A nivel médico las cosas comenzaron a cambiar en uno de los episodios más apasionantes que me han tocado vivir. Al hospital llegó uno de los líderes reformadores a los que más he admirado en mi vida, el doctor Valentín Corcés Pando. He narrado en otro lugar algunas cuestiones relativas a su persona y a la labor de reforma de la psiquiatría que llevó a cabo en la sanidad madrileña. Por ello no haré ahora hincapié aquí en ese aspecto y remito al lector interesado al artículo, Sobre el manido tema del liderazgo, donde podrá encontrar ese detalle.

Valentín Corcés participando en el espacio de TV La Clave en 1978

Sí me centraré algo más en la reforma administrativa, ya que esa era la que realmente me afectaba, dado el puesto que yo desempeñaba. La realidad es que, desde que llegué al hospital con veinte años recién cumplidos, me enfoqué en hacer bien mi trabajo. Estaba acostumbrado a los ritmos de mi anterior puesto en la recepción de urgencias y el trabajo en el psiquiátrico con cinco o diez ingresos diarios me parecía de lo más tranquilo. En cualquier caso, siempre intenté hacer las cosas de forma rápida y bien y, además, tratando de sugerir mejoras en los procesos para hacerlos más operativos. Tal era el caso que algunos compañeros ya me advirtieron que me estaba pasando, que no fuera tan eficaz porque entonces los hacía de menos a ellos. En fin…

He de reconocer que también comencé a tener una cierta ambición profesional. Yo era un simple auxiliar administrativo entonces, pero esperaba que con mi esfuerzo pudiera pronto ir ascendiendo, pasar a oficial. Y efectivamente aquello no tardó mucho en suceder. Un par de años más tarde de mi llegada al centro concedieron algunas plazas y una de ellas fue para mí.

Solo una penosa situación ensombreció esos primeros ochenta. Un asunto que, visto en perspectiva, resulta bastante irrelevante, pero que entonces me (nos) dio un mazazo tremendo. Fue a la hora de hacerme un análisis de sangre rutinario. Resulta que por aquellos años cambió la tecnología con la que se analizaba la sangre, hasta entonces los laboratorios solían medir el volumen de hemoglobina y hacían un cálculo respecto a lo que se suponía que era el volumen corpuscular medio de un hematíe. Así en mis análisis anteriores lo que salía es que tenía unos 5 millones de hematíes y una hemoglobina de 13 o 14. Pero de repente se comienza a usar una máquina, el contador Coulter que analizaba ya al detalle el hemograma y era capaz de contar con exactitud los hematíes en lugar de extrapolar su número en función de la cantidad global de hemoglobina. El resultado fue que en mi análisis salían unos 7,5 millones de hematíes aunque la cifra de hemoglobina era la misma de 13 o 14. ¡Ufff! Susto médico generalizado. ¿Qué pasa aquí se preguntaban? ¿Qué es esto? ¿Por qué esta fórmula tan extraña? A partir de ahí comenzó un calvario interminable de pruebas y una inusitada desazón que comenzó a invadirme. Pensábamos que aquello podía ser alguna forma de Leucemia o alguna otra enfermedad claramente mortal. Tanto Ángela como yo, aunque procurábamos no hablar del tema, internamente teníamos pensamientos similares. Yo me tiré semanas pensando que moriría pronto ya que a pesar de que no me sentía mal en absoluto, las pruebas que me hacían, algunas con isótopos radiactivos, no auguraban nada bueno. Fueron meses muy duros, esperando el golpe final que tras cada prueba pudieran darme. Pero este no llegó. Finalmente, al no encontrar nada de lo que típicamente se buscaba, mi médico me mandó al CSIC para que me hicieran una electroforesis de hemoglobina y así poder tener una visión exacta de lo que sucedía. Fue curioso aquello. En el CSIC investigaban, pinchaban a las ratas y esas cosas, pero no estaban muy acostumbrados a extraer sangre a un humano, de forma que la investigadora que tuvo que hacerme la prueba sudó un poco para hacerlo. ¡Y no os digo lo que sudé yo! Pero, para mi fortuna, aquello nos permitió ver la luz. El diagnóstico estaba claro, Talasemia Beta Minor, una enfermedad genética que provenía de África o del Mediterráneo Oriental y que quizá dejaran los árabes en nuestra península y que, por esos avatares de la vida, yo había heredado. Lo que producía es que los hematíes de la persona que la padecía fueran muy pequeños y de formas diversas frente al tamaño y la homogeneidad de los de una persona sin la enfermedad. La Talasemia resultaba mortal en el caso de la Beta Maior, pero no en el nivel que yo tenía. Prácticamente me vinieron a decir que era un asunto irrelevante, Respiramos.

El único problema es que nos indicaron es que dos padres con Talasemia Beta Minor tendrían hijos con Talasemia Beta Maior. Así que Ángela tuvo también que hacerse las pruebas para descartar que la tuviera. El resultado fue negativo, así que podíamos tener hijos sin problemas, más allá de que yo les transferiría mi enfermedad que parecía no ser peligrosa. Qué broma del destino. Quién nos iba a decir entonces que nunca podríamos tener hijos biológicos en pareja. Pero ese es otro tema del que hablaremos más tarde. Como resultado de haberme descubierto esto a mí, a partir de ese momento todos los miembros de mi familia materna que se fueron haciendo análisis resultaron tener igualmente la enfermedad.

Mientras nuestras vidas iban tomando estos derroteros, la situación en el país iba cambiando día a día. Adolfo Suarez estaba logrando el milagro de transformar la legalidad de una sociedad sin que la violencia se adueñara de la situación. Ciertamente, la presión producida por los atentados de ETA nos traía a la mente el miedo a que en algún momento se produjera una involución de la situación que vivíamos. Aquellos fueron los años de plomo en que la banda terrorista casi logra arrodillar a toda una sociedad que pugnaba por llegar al puerto de una democracia consolidada tras tantos años de oscuridad franquista. Suarez fue perdiendo apoyos dentro de su partido, la UCD, y se vio sometido a un durísimo acoso parlamentario por parte del PSOE de Felipe González que ya veía cercana la posibilidad de llegar al poder. En 1980 sufrió una moción de censura que superó, pero en el contexto en que se encontraba decidió dimitir. La tarde de el 23 de febrero de 1981 en el Parlamento se estaba llevando a cabo la votación para la investidura de Leopoldo Calvo Sotelo que era el candidato al que la UCD apoyaba. Poco más allá de las seis de la tarde un contingente de guardias civiles, liderados por el teniente coronel Antonio Tejero entraba en el Congreso de los Diputados pistola en mano. Aquello fue el inicio del golpe de estado del 23-F, un hecho que marcó nuestra historia política en aquellos tiempos.

Tejero en el Congreso iniciando el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981

Los hechos son sobradamente conocidos y, por tanto, no voy a abundar en ellos. Sí lo haré en cambio, en cómo los vivimos nosotros. Recuerdo que aquel día habíamos tenido una consulta médica con Ángela y, quizá por solapamiento de tiempos, habíamos decidido no ir a primera hora a la universidad. Aprovechamos para echar una siesta, nos levantamos para prepararnos y supongo que se nos ocurriría poner la televisión un momento antes de salir. Y ahí nos encontramos aquellas célebres imágenes de Tejero indicando, a tiro limpio, que los Diputados se sentaran. Nos quedamos de piedra. Nos sentamos ante la pantalla y ya no pudimos despegarnos de ella hasta bien avanzada la madrugada cuando, tras la intervención del Rey, Milans del Bosch decidió retirar los tanques de Valencia y parecía percibirse la impresión de que la situación comenzaba a estar controlada.

Las primeras horas fueron terribles. Cuando poco más allá de la una de la madrugada el Rey se dirigió a la nación, respiramos. Con aquel histórico discurso ordenando a todas las Capitanías Generales que respetaran el orden constitucional, Juan Carlos se ganó muchos adeptos de por vida. He de reconocer que yo fui uno de ellos. Cuando alguien me preguntaba sobre mi ideario respecto al tipo de Estado, solía responder que yo no era monárquico, pero sí juancarlista. El tiempo ha hecho tambalearse su figura, tan cuestionada últimamente por tantas malas decisiones personales. Sin embargo, es difícil que la gente de mi generación que vivimos aquella jornada no le tengamos el respeto que se mereció su actuación. Muchas personas han cuestionado si aquello fue algo totalmente limpio o si, realmente, el Rey también estaba implicado con los golpistas. Pero nadie ha logrado demostrar ni un ápice de ese punto de vista y lo que queda registrado en nuestros cerebros son aquellas imágenes del joven monarca, con su uniforme reglamentario de Capitán General ordenando a los golpistas que depusieran las armas y volvieran al orden constitucional.

Reconozco que yo no llegué a sentir miedo físico. En algún momento creo que se cruzó por mi mente la idea de liberarme, al menos, de las obras de Marx u otras similares que andaban por mi biblioteca. No lo hice y ahora andan donadas, junto con la mayor parte de mis libros, a la biblioteca de mi pueblo, cuyo alcalde, Juan Latorre, tuvo a bien aceptármelos cuando dejamos mi casa de Madrid para llegar a este refugio de Málaga por donde nos ubicamos ahora. Lo que sí sentí durante esas horas fue vergüenza. Vergüenza de mi país. Vergüenza de mi generación que no estaba siendo capaz de construir la sociedad democrática que la mayor parte de nosotros demandaba. Vergüenza de un ejército cavernícola que se levantaba contra su pueblo. Esa tarde valoramos claramente la opción de salir de España si el golpe triunfaba. Ya no íbamos a ser capaces de vivir en una sociedad como la que sabíamos que los golpistas montarían. Con Ángela lo comentamos y era una decisión casi tomada. Si las cosas tomaban esos derroteros nos iríamos del país, a algún lugar donde pudiéramos comenzar nuevamente.

Pero no fue necesario. La vergüenza de la tarde se convirtió en orgullo al ver que los mecanismos de la sociedad democrática española estaban funcionando. Orgullo de que Tejero, a pesar del empleo de la violencia física, no fuera capaz de lograr que Suárez, Carrillo o Gutiérrez Mellado se sentaran en sus escaños. Aguantaron los tiros de pie, con la cabeza alta, a pesar de que la mayor parte de sus señorías andaban refugiándose entre los escaños. Orgullo, también, de ver como los Secretarios de Estado, mantenían vivo al gobierno de la nación mientras los ministros eran retenidos en el Congreso. Orgullo de que el Rey hubiera tomado partido claramente por el orden constitucional que habíamos creado entre todos. Bien es cierto que al día siguiente hubiéramos esperado ver salir apresados a los guardias civiles del Congreso y no armados, libres y por su propio pie. Pero esa sensación se nos pasó con el tiempo cuando todos los líderes del golpe terminaron en prisión y el juicio trajo las condenas adecuadas a la gravedad de lo sucedido.

La evolución política de la sociedad continuaba. Por aquella época mi voto iba siempre la PCE, al que seguía considerando el partido más cercano a mis convicciones. Ya había superado la fase de infantilismo anarquista que caracterizó mi adolescencia, pero seguía siendo una persona con fuertes convicciones de izquierda. Pero, como tantos otros españoles, en 1982 dejé parte de esas convicciones en el congelador y opté por el voto útil al PSOE de Felipe González. Por supuesto que no me arrepiento. Soy un ferviente reconocedor de los enormes logros que esos catorce años de gobiernos socialistas trajeron a nuestro país. Si Suárez había logrado el cambio formal de la sociedad, González logró el cambio real de la misma. Y lo hizo, como no podía ser de otra forma, sin sectarismos, tratando de que los ideales socialdemócratas del partido no se contrapusieran con fuerza a otros puntos de vista presentes en el país. Esa imagen de moderación que dieron sus gobiernos (a pesar de que hoy muchos lo critiquen por su tibieza) fueron sin duda parte del éxito de España por aquellos años.

Recuerdo la noche de las elecciones. Habíamos quedado con nuestros amigos Ángel y Lola en su casa para seguir el resultado electoral. Ángel había preparado una ensaladilla rusa y creó con pimientos para adornar la misma, el escudo del PSOE. Todos nosotros habíamos votado a Felipe González y esperábamos que el resultado electoral se correspondiera con nuestras expectativas. Y, como todos sabemos, así fue. En cuanto, ya avanzada la noche, las noticias indicaban que el PSOE había ganado con claridad las elecciones, Ángel y yo nos echamos a la calle. El PSOE tenía su oficina electoral en el Hotel Palace y para allá que nos fuimos. Fue sorprendente encontrarnos a Alfonso Guerra frente a la puerta del hotel rodeado de la multitud allí congregada. Ni cortos ni perezosos nos fuimos hacia él y estrechamos su mano felicitándole por el éxito electoral. He mantenido siempre un fuerte respeto hacia este político y sus ideas, aunque no siempre hacia algunas de sus formas a la hora de hacer política. Tal era el caso que siempre que cuento esta anécdota de la noche electoral añado un dato totalmente falso, que pasé varios días sin lavarme la mano que había estrechado la suya. Fue una noche emocionante. La izquierda volvía al poder en nuestro país tras el largo calvario del franquismo. Las calles de Madrid estaban llenas de coches tocando el claxon para celebrar una victoria de la que nos sentíamos parte.

Felipe González y Alfonso Guerra en el balcón del Palace la noche del 28 de octubre de 1982

Mientras tanto, la vida continuaba. Para mí el gran cambio profesional vino cuando en 1983 se aprobó el estatuto de autonomía de Madrid, creándose así la Comunidad en sustitución de la Diputación. El gobierno de izquierdas que la gobernaba creó el denominado INSAM (Instituto de Salud Mental) y nombró a nuevos ejecutivos para instrumentar el cambio, no solo a nivel clínico, como ya he comentado, sino también a nivel gerencial. Al INSAM vino Vicente Losada, un excelente economista formado no solo en España sino también en el Reino Unido y como administrador del hospital puso a uno de sus hombres de confianza, Ángel Fernández. Ángel en seguida se fijó en mí y me pidió que me implicara más en la reestructuración administrativa que estaba haciendo en el hospital .

Era la primera vez que veía a ejecutivos trabajar sin límite para crear o transformar la realidad y aquello me resultaba apasionante. Sin embargo, en mí persistía un dilema que me resultaba difícil solucionar. Sabía que si aceptaba la propuesta que Ángel me estaba haciendo aquello implicaría pasar a trabajar por las tardes y, por tanto, abandonar o, como mínimo, ralentizar los estudios. Y yo no quería que aquello sucediera. Desde que recibí la propuesta pasé unos días malísimos, dándole vuelta y más vueltas a la situación. Me pasaba las horas mirando mi biblioteca, me encantaban los libros y quería seguir profundizando en el mundo de la Filosofía, Recuerdo especialmente cómo abría y manoseaba continuamente una edición facsímil que tenía de la correspondencia de Abelardo y Eloísa de editorial Siruela. Y lo hacía mientras pensaba que no podía abandonar aquello solo por una perspectiva profesional; al fin y al cabo por dinero. En fin, le di mil vueltas y finalmente le dije a Ángel Fernández que no podía aceptar su oferta, que contara conmigo a muerte en mi horario habitual, pero que no quería que mis estudios se vieran resentidos por un cambio a ese respecto.

Él actuó de forma inteligente. Sabía que más tarde o más temprano yo cedería. Así, pues, me consintió lo del horario, pero me fue pasando cada vez más responsabilidades. El culmen vino cuando salió a concurso la plaza de Jefe de Admisión que, de algún modo, yo ocupaba de facto sin cobrar por ella, ya que era el único oficial administrativo del departamento. Ahí ya me vi forzado a elegir un camino. Si no me presentaba sabía que otro sacaría la plaza y me pondrían un jefe para sustituirme en el trabajo que yo de hecho estaba haciendo. Y si me presentaba sabía que mi implicación debía cambiar. Y ahí ganó el trabajo frente al estudio. Me presenté, junto con otros dos candidatos, y saqué la plaza frente a otros dos candidatos que optaban también a ella. Y, no obstante, conseguí que mi mayor implicación no resultara en detrimento de mis estudios.

En paralelo a la faceta laboral de mi vida, la universitaria transcurría de forma correcta. Como había ocurrido hasta ese momento, me entusiasmaba aprender y los estudios de Filosofía no fueron una excepción. A lo largo de toda la carrera solo suspendí en junio una asignatura, el inglés de segundo (¡mi puñetera incapacidad para los idiomas!) que aprobé en septiembre. En el resto, durante los cinco años que duraba la licenciatura, mi media estaba entre el notable y el sobresaliente. En general, mi asignatura favorita era la Historia de la Filosofía que comenzaba en primero con la Filosofía Griega, en segundo con la Medieval y así sucesivamente hasta la finalización de los estudios. Impartiendo esta asignatura tuve algunos de mis profesores más admirados, por ejemplo, el jesuita Teodoro de Andrés, en Filosofía Medieval de segundo curso. Se trataba de un viejecito adorable que daba unas clases maravillosas y al que descubríamos de vez en cuando rezando en la capilla de la facultad. Más adelante, en la Filosofía del Renacimiento tuve también a otro de los profesores que más me marcaría, el jovencísimo Gabriel Albiac, recién vuelto de trabajar con Althusser en su tesis en la Sorbona. Un curioso pensador muy escorado entonces hacia el marxismo y en general hacia la izquierda intelectual pero que luego con el paso de los años viró a posiciones radicalmente opuestas, trabajando como articulista para medios conservadores. Otro de mis profesores más admirados durante la carrera fue Roberto Saumells, en Filosofía de la Ciencia. El humor y las continuas anécdotas en sus clases hacían de ellas algunas de las más atractivas que tuve a lo largo de todos mis estudios.

En general, mis intereses durante la carrera se fueron enfocando hacia la Historia de la Filosofía y, dentro de ella, a pensadores como Spinoza o Leibnitz. En los últimos años me fui centrando en la Historia de la Filosofía Española y elegí esta materia para la realización de mi tesina de licenciatura que se llamó Baltasar Gracián. La Filosofía del desengaño en el Barroco Español. La tesina, que permanece inédita, me la dirigió José Luis Abellán, catedrático de dicha materia en mi Facultad. Como extracto de la misma publiqué un par de artículos en revistas especializadas. El lector interesado puede localizarlos en este blog, por ejemplo El tema del desengaño en el pensamiento barroco hispano o Estudio de algunos filosofemas en la obra de Baltasar Gracián. La figura de Baltasar Gracián me entusiasmó desde entonces, así como la temática filosófica que se escondía en las obras literarias de nuestra época barroca.

Antonio en Almuñécar, quizá reflexionando sobre algún tema de su tesina

Como dato curioso me gustaría reflejar los aspectos logísticos con los que desarrollé la tesina. Obviamente me llevó un fuerte proceso de investigación, pero no quería referirme a ello sino, simplemente, a cómo la escribí. Fíjese el lector que estábamos en el año 1985. Por aquel entonces el instrumento que cualquiera hubiera elegido para la tarea de escribir un documento de esas características hubiera sido una máquina de escribir. Sin embargo, en el psiquiátrico teníamos un departamento, impulsado por Valentín Corcés, que dada su formación en UK quiso que se denominara el «Pool de mecanografía». En dicha área existía un ¡procesador de textos! Algo casi inverosímil para la época. Esta estupenda (aunque hoy obsoleta máquina) era empleada sobre todo para la realización de los informes que se escribían para los pacientes. La cuestión es que se usaba solo por la mañana, pero por la tarde solía estar inactivo. Como la tecnología siempre ha tenido para mí un gran atractivo no pude renunciar a la posibilidad de escribir mi tesina con aquel aparato. Dicho y hecho. Cuando terminaba mi turno, comía algo en la cafetería del hospital y me quedaba toda la tarde escribiendo mi tesis con el aquel procesador que aún usaba ¡discos flexibles de 8 pulgadas! Conservo aún el disco en el que grabé mi tesina completa, aunque obviamente hoy no existe ya ningún ordenador que pueda leerlo.

Por aquel entonces yo ya era el Jefe de Admisión y, por tanto, el responsable del Pool. Guardo un especial recuerdo de aquellas tardes en las que yo trabaja en mi tesina y acudían al Pool los psiquiatras de guardia para hacer los informes de las urgencias. Lo normal es que el o la recepcionista de guardia no supiera usar el procesador y que dichos informes se transcribieran a máquina. De este modo, yo seguía allí trabajando mientras el psiquiatra de guardia le dictaba el informe al personal administrativo. Esa época me acercó bastante a muchos de los médicos del hospital. Charlábamos allí más de lo que lo habíamos hecho en otros contextos. Algunos se interesaban por mi trabajo y ello me llevó a entablar incluso una buena amistad con algunos, como por ejemplo con Fernando Cañas.

Esa época comenzó a traer también algún desengaño en el ámbito de la política. Como no podía ser de otra manera, la gestión del gobierno de Felipe González a nivel nacional, o la del pacto de izquierdas a nivel local en Madrid, no satisfacía a todos. A nivel nacional hubo de realizarse una profunda reconversión industrial que enfrentó al PSOE con sus propias bases. Sin embargo yo en ese aspecto pensaba que aquello era necesario y no veía en ese tipo de decisiones nada que me indicara que había tomado una mala decisión al votar a González. Sin embargo, a nivel local comenzaron a verse algunas cosas que ya no me gustaron tanto. Recuerdo una con especial intensidad. Desde que yo ejercía como Jefe de Admisión pertenecía al Comité de Dirección del hospital y, por tanto, estaba cercano a algunos de los procesos de toma de decisiones. Participaba entonces en los tribunales que valoraban a los candidatos que optaban a determinados puestos de trabajo. Uno de ellos (para un puesto de lo más simple, un peón de mantenimiento) me llevó a mi primera e infantil decepción. El jefe de personal del hospital me llamó a su despacho y me informó de que la Consejera de Sanidad de aquel momento se había mostrado interesada en que uno de los candidatos, para más señas perteneciente al sindicato UGT, fuera seleccionado para dicha plaza. Me quedé helado. Yo era un tipo inocente que creía en la limpieza de todo lo que estábamos poniendo en marcha. Aquello, que quizá hoy lo hubiera juzgado como un tema menor, entonces me supuso una tremenda decepción. Consejera autonómica del PSOE intentando que un camarada suyo de la UGT aprobara una simple plaza de peón. Para mí aquello era el sumun de la maldad. Es lo que tiene la edad de la inocencia. En cualquier caso, mi respuesta al jefe de personal fue que, si yo seguía en el tribunal, el candidato seleccionado sería el que pasara mejor el examen y que si quería otra cosa que mejor me quitara del tribunal. Por esos extraños avatares de la vida, no me quitaron del tribunal y el candidato que mejor hizo el examen fue el recomendado por la Consejera. Hemos visto tantas cosas mucho más sucias que esta desde entonces que hoy solo puedo reírme de la impresión que aquello me causó.

Como quería seguir vinculado con los estudios y quizá enfocarme hacia la docencia, al terminar la carrera me inscribí también en los cursos de doctorado y le presenté un proyecto de tesis doctoral al profesor Abellán que me lo aprobó sin apenas sugerencias. El proyecto iba sobre una figura muy poco conocida, Antonio López de Vega (o Lopes da Veiga si tenemos en cuenta su ascendencia portuguesa). El artículo que escribí para la presentación de la tesis puede el lector encontrarlo también en este blog, su título es Desengaño en el Barroco ibérico: Antonio Lopes da Veiga. Terminé los cursos de doctorado, además con dos matrículas de honor. Uno de ellos, quizá el que más me marcó para el resto de mi vida estaba impartido por Gabriel Albiac y que se llamaba De Uriel da Costa a Spinoza y que se centraba en abordar las fuentes marranas del spinozismo. El trabajo que hice para dicho curso y por el que obtuve una de las matrículas indicadas, de llamaba Del poder, el exilio y la marginación y también puede encontrarlo el lector en este blog.

La cuestión es que conforme avanzaba este año y yo iba profundizando en la temática de las fuentes marranas del spinozismo, me fue interesando más este tema y me fui arrepintiendo del proyecto de tesis presentado. Además, Albiac me parecía mucho más interesante como director de tesis que José Luis Abellán. En fin que esa fue una de las primera piedras que yo mismo arrojé contra la posibilidad de realizar mi tesis doctoral. Más tarde vendría otra que sería la definitiva y de la que hablaré algo más adelante.

He narrado los avatares de la vida profesional y la intelectual, digamos desde 1979 hasta 1985. Pero mientras ocurrían las cosas que se han mencionado también acaecían otras muchas. Las más relevantes eran las relativas a las amistades entabladas y a cómo nuestra vida (la de Ángela y la mía) iba sucediendo. En el ámbito profesional enseguida hice un nutrido grupo de amigos, por supuesto el ya mencionado Ángel Jiménez y su pareja de entonces, Lola. Pero también Jesús, Julio, Carmen, Inmaculada… Y tantos otros más o menos cercanos, más o menos alejados, pero que constituyeron mi universo vivencial en aquel momento. Ellos se unieron, por supuesto a los que venían de años anteriores, sobre todo los del Tirso de Molina, Pilar, Andrés, Juan Antonio. En la Facultad quizá me mostré menos expansivo. Allí solo trabé una fecunda amistad con Pepa Toribio, la chica más inteligente de mi clase. Pepa sacaba matrícula en todas las asignaturas, su ámbito de trabajo lo constituía la Filosofía Analítica y, por supuesto, terminó su doctorado y en seguida fue obteniendo plaza de profesora en notorias universidades de todo el mundo hasta que volvió hace unos cuantos años a España para continuar aquí con su trabajo en el ICREA de Barcelona. Por la noche, al terminar las clases, volvíamos en mi viejo coche, Ángela, Pepa, Pilar (que era otra de las amigas hechas en ese periodo) y yo. Rememoro siempre con una cierta melancolía aquellas conversaciones nocturnas mientras volvíamos a casa atravesando la M-30.

En general, como nosotros éramos los que teníamos un entorno de vida más establecido, nuestra casa solía ser el lugar de reunión donde terminábamos de recalar para las celebraciones o simplemente para charlar durante algunas tardes. También la de Ángel y Lola que eran nuestros compañeros de vida más cercanos en aquellos años. Ellos en seguida optaron por tener hijos y en ese primer quinquenio de los ochenta vinieron Rodrigo y Álvaro, sus dos vástagos que para mí son dos sobrinos más a los que profeso un infinito afecto que sé que por ellos es igualmente correspondido.

Ángela y yo teníamos claro entonces que lo de lo de los niños debería esperar un poco. Lo primero era terminar la carrera y ver si ella lograba la necesaria estabilidad profesional. Queríamos tener hijos, solo queríamos esperar un poco para ello, normalizar nuestra vida y, por qué no, disfrutar de esos maravillosos años en los que éramos tan jóvenes y la vida nos sonreía tanto.

Ángela en Aragón en 1983

En esa época, más allá de las relaciones con los amigos, lo que daba completitud a nuestras vidas eran los viajes. Nos encantaba viajar, dentro y fuera de España. A ello dedicábamos todo el esfuerzo económico que nos era posible. Veíamos como otros amigos optaban por ahorrar para comprarse un buen coche o una casa más grande, pero nosotros nos enfocamos en viajar y conocer mundo. Nuestros primeros compañeros de viaje a este respecto fueron los ya mencionados Pilar y Andrés. Pilar también hacía Historia, junto con Ángela y nuestra amistad se fue conservando por mucho tiempo. Luego la vida nos fue separando y recientemente hemos vuelto a reencontrarnos. Un viaje con ellos, no sé muy bien si de últimos de los setenta o de primeros de los ochenta, fue a la Laguna Negra, en Soria. Allí estuvimos acampados durante algunos días y de esas fechas guardo unos encantadores recuerdos. Sobre todo la noche en que, bajando a Vinuesa, decidimos dormir al raso por no montar las tiendas y amanecimos con alguna que otra vaca dándonos lengüetazos en la cara. Pero los mejores recuerdos fueron los de nuestro primer viaje fuera de España. Fue a París en 1980. Andrés tenía una prima que vivía allí y nos invitó a su casa lo que nos permitió conocer aquella increíble ciudad. Salimos por la tarde de Madrid y llegamos al País Vasco bien anochecido. Aquella era la época dura de ETA y preferimos cruzar a Hendaya para parar un rato y descansar. Francia nos parecía un lugar algo más seguro, en aquellos días, que esa zona de España. Dormimos un par de horas en el coche y luego condujo Andrés hasta casi llegar a París donde yo de nuevo le sustituí en la conducción. Era una sensación especial recorrer conduciendo las calles de París hasta llegar a Aubervilliers que era el barrio donde la prima de Andrés tenía el apartamento.

Ángela en Londres, em 1982

Además de los viajes con amigos también viajábamos muchísimo nosotros solos. En aquellos años fuimos a Londres, a Lisboa, a Grecia, a Marruecos y, por supuesto, a muchísimos lugares de España. Como Ángela hacía suplencias en el hospital, lo normal es que trabajara durante los veranos de forma que yo tomaba mis vacaciones en octubre y ese era el mes elegido para los viajes. Ese dinero extra que nos entraba con el trabajo de Ángela era el que gastábamos en recorrer mundo. En ese sentido fueron unos años inolvidables. Los vientos con los que la vida nos azotan aún permanecían calmados, éramos un poco niños que vivíamos felizmente, aunque por supuesto, no ajenos en su totalidad a las preocupaciones. Nunca podré olvidar la subida de los propileos para ver el Partenón por primera vez, el teatro de Epidauro en la Argólida o el recorrido nocturno por la mezquita de Marrakech. Y qué decir del puente 25 de abril sobre el río Tajo en Lisboa o Trafalgar Square en Londres. Tantos lugares de aquellos momentos que luego se han ido uniendo en la memoria a los otros muchos hacia donde la vida nos ha llevado. Y, sin embargo, ninguno es como aquellos. Solo hay que ver la foto de más arriba, Ángela en Londres, para comprenderlo. Trozos de lo mejor de la vida que van quedando atrás para conservarse solo en el recuerdo.

Pero se auguraban notorios cambios para el futuro. Algunos tan importantes que nos llevarían a alterar todos nuestros planes de futuro. Y hubo un detonante de los mismos ligado a la carrera profesional de Ángela. Ella estuvo haciendo sus suplencias en el psiquiátrico durante todos esos primeros ochenta. Incluso, cuando se creó el INSAM la llamaron para algún contrato de algo más de duración, aunque siempre temporal y más bien corto. Ella estaba muy cansada de la situación. Sentía que necesitaba desarrollar su vida profesional que había quedado sesgada al renunciar a la plaza de Albacete y no haber encontrado nada estable desde entonces. Además, desde que yo había ganado la plaza de Jefe de Admisión, los sindicalistas de UGT dejaban caer que podía existir un cierto nepotismo por el hecho de ella estuviera realizando determinados contratos al ser yo uno de los mandos intermedios del hospital. De hecho, nada más lejos de la realidad. Su posición en la bolsa de trabajo venía determinada desde hace varios años atrás, cuando yo era un simple eventual en el hospital. Y yo nunca intervine para facilitarle preferencia alguna. De hecho no hubiera tampoco podido hacerlo porque la bolsa de trabajo se gestionaba con bastante control por parte de los sindicatos. Aquello no tenía más explicación que la de atacarme a mí, dada mi vinculación por aquel entonces con Comisiones Obreras, sindicato rival en el Comité de Empresa del hospital.

También se daba el hecho de que en alguno de sus contratos temporales, Ángela tuvo que trabajar en la Admisión de Pacientes, siendo yo, por tanto, su jefe. Y yo era bastante duro, quizá más que con los demás, a fin de evitar la más mínima sospecha de preferencias por el hecho de ser nosotros pareja. La cuestión es que Ángela estaba harta de todo aquello y en un determinado momento decidió lanzarse de lleno a prepararse de nuevo unas oposiciones. Las estudió a muerte y en el verano de 1985 ya supimos que las había aprobado. Y, al igual que la vez anterior, no pudo obtener plaza en Madrid. Lo más cercano que pudo conseguir fue en en la oficina del INEM de Hervás, un bello pueblecito del norte de Cáceres.

Las cosas en este momento ya eran muy distintas a las de 1978. Muchos años de desempleo con el consiguiente cansancio. Nosotros ya no éramos una pareja reciente y, tras hablarlo, concluimos que era mejor organizarnos aunque aquello supusiera un periodo de tiempo viviendo en lugares diferentes. En definitiva, valoramos que ahora era el momento de que Ángela no volviera a sacrificar su vida profesional. Así que en enero de 1986, en el octavo aniversario de nuestra boda, tuvo que incorporarse a su puesto. Pero eso forma ya parte de un nuevo periodo de tiempo y merece ser tratado en una próxima entrega.

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