Las cosas cambian. Y las empresas, como una más de las manifestaciones más dinámicas de los humanos, también. La empresa del siglo XX lleva al cenit la organización industrial. De modo parecido a las instituciones militares, las compañías se jerarquizan, diseñan sus departamentos, sus sistemas de aprovisionamiento, sus estados mayores. Prima la correcta organización, el hecho de que cada uno tenga su puesto de trabajo perfectamente definido para que todo funcione como una máquina. La empresa del siglo XXI responde al ímpetu tecnológico de la época. Se organizan en redes de relaciones menos jerarquizadas, donde el nivel de competencia de las personas marca más la posición que jerarquías inmóviles. El compromiso de los empleados, la idea de pertenencia a un proyecto interesante y vivido como propio, son el motor que mueve el mundo económico de nuestro siglo.
Las empresas industriales del siglo XX, por ejemplo los fabricantes de vehículos, eran el paradigma de la organización industrial reseñada. Se trata de compañías altamente organizadas, con sus procesos de producción perfectamente definidos y un entramado de relaciones laborales muy adecuado a este tipo de operativas. Era bastante frecuente que un empleado entrase a trabajar en ellas como aprendiz y pasase toda su vida laboral en las mismas, ascendiendo posiciones a través de las tablas de categorías pactadas con las organizaciones sindicales. Estamos ante compañías que suelen aportar una alta rentabilidad y, antes del proceso de robotización actual, con un uso extensivo de mano de obra que solo debía ser cualificada en una proporción pequeña.
Las empresas tecnológicas del siglo XXI, por ejemplo las compañías de hardware, software o servicios alrededor de los mismos, se mueven en un entorno tremendamente dinámico, innovador y competitivo. No hay tiempo en este escenario para sistemas tan rígidos como los de las empresas industriales. La rapidez innovadora, la adaptación a las nuevas situaciones, la capacidad personal de cambio son las características que las definen. Por otro lado, el ímpetu que en nuestras sociedades ha tomado el denominado low cost, forzado en muchos casos por la competencia con empresas asiáticas con costes laborales mucho más bajos que los occidentales, hace que la rentabilidad de las mismas sea siempre un horizonte a perseguir y no, por cierto, fácil de lograr ni perdurable en el tiempo.
En este tipo de compañías, el perfil del empleado cambia drásticamente respecto a la situación de la empresa industrial. El profesional de las tecnologías es un empleado del conocimiento, en general con muy altas competencias en sistemas complejos. La retención de estas personas resulta difícil. Se acabaron las tablas salariales claramente organizadas por categorías, la gente cambia con rapidez de empresa conforme aparecen nuevos proyectos que, o bien le resultan más atractivos, o bien suponen una mejor remuneración. Nadie, en este tipo de perfiles, suele jubilarse en la compañía donde comenzó a trabajar. Una situación de esta índole hace que las empresas deban ser fuertemente imaginativas a la hora de mantener su equilibrio necesario de talento, con ideas continuas para fomentar la creatividad y el compromiso de los empleados o para cambiar las competencias necesarias conforme la tecnología cambia. Si algún lector ha seguido la primera temporada de la serie Mr. Robot encontrará en ella un buen ejemplo acerca de cómo es el ecosistema de estas empresas.
Un mundo estresante y difícil, pero interesante como pocos.