¿Por qué decidí reencontrarme con la figura de mi padre tras su muerte? Quién sabe las auténticas razones. La cuestión es que siempre le eché mucho de menos. Mientras vivía no pensaba que fuera a añorarlo tanto. Viví poco con él. A los diecinueve años me marché de casa y desde entonces solo nos veíamos de forma ocasional. Fui el más pequeño de cuatro hermanos; al nacer yo, él tenía cuarenta y seis años. Parecía más mi abuelo que mi padre. Como mi hermana tenía entonces dieciocho, ella se cuidó de mi tanto como mi madre. Así, pues, el hueco paternal se cubrió a trozos y, dada esta dispersión, en ningún momento tuve la percepción que todos los niños deben tener de las figuras paternales. Ubico, pues, a mi padre entre un abuelo joven y un padre demasiado mayor. Nunca tuvo conmigo la firmeza de un padre que tiene que marcar la evolución de su hijo, siempre fue altamente comprensivo y, con el tiempo, tengo la sensación de que siempre le impuse mi punto de vista sobre las cosas.
Supongo que como todos los padres e hijos nos fuimos distanciando. Nunca fuimos realmente amigos. Yo intento serlo con mi hijo y tampoco lo consigo al ciento por ciento aunque mantengo una excelente relación de confianza y camaradería con él. Pero la responsabilidad que nos echamos a los hombros sobre los hijos nos puede. Un comportamiento que no nos parece adecuado, un amigo lo disculpa, un padre, lo reprocha. Si percibimos que alguna decisión puede ocasionarle problemas intentamos corregirlo. Y, además, lo hacemos como un padre, con la responsabilidad y jerarquía que eso parece suponer, por lo que la amistad entre padres e hijos nunca goza del necesario canal libre de comunicación. Las interferencias derivadas de la responsabilidad que el padre siente hacia el hijo, el respeto que el hijo siente hacia el padre, etc. dificultan lo que de otro modo podrían ser unas excelentes relaciones. Aunque soy mucho más amigo de mi hijo que mi padre lo fue de mi, para la época tuvimos una buena relación. De pequeño siempre fue tierno y amable, más que mi madre cuyo mal carácter tiñó siempre la dulzura natural que en la relación madre-hijo debe darse. Pero mi padre me llevaba a todos los sitios acompañándolo. Antes de emigrar a Madrid me montaba en la mula con él e íbamos a por agua. Como comía mal, cargaba con la tortilla y me la iba dando por el camino para que me entretuviera y me la comiera sin apercibirme de ello. Siempre me contaba sus historias. En cuanto tuve algo más de edad comenzó a hablarme de la República, de la guerra, de Franco. Con sus apreciaciones se fue forjando lo que luego sería mi modo de ver las cosas. Debo destacar siempre su tolerancia y flexibilidad. Casi nunca se disgustaba con nadie y, por tanto, su visión del fenómeno que partió en dos a España nunca fue demasiado partidaria. Siempre tuvo claro quienes eran los buenos y quienes los malos, pero nunca guardó rencor ni realizó críticas exasperadas sobre los vencedores.
Siempre me hablaba de la guerra, de sus razones para irse voluntario al Ejército Popular, de las batallas en las que participó y los lugares por los que pasó. De sus compañeros, de la España de la época, de sus expectativas y sus fracasos, de sus deseos y de sus frustraciones. Sin embargo, yo debí haber conversado mucho más con él, debí seguir con más intensidad cada detalle, cada impresión que me contaba. Y no lo hice. Por eso con el tiempo intenté reencontrarme de nuevo con su figura. Por eso acudí de nuevo a sus notas, a los recovecos de mi mente donde se encuentran sus palabras antiguas, sus narraciones, lo que vivió. Pagar una deuda de falta de atención con él es el motivo fundamental que me mueve a escribir estas palabras.
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Los últimos meses fueron duros. Poco a poco fue perdiendo la cabeza y daba una pena inmensa ver como todo se confundía en su mente. Fue como volver a la niñez. Mi madre se convirtió en su madre, cuya presencia represora no era de su agrado. Mi hermana se convirtió en su hermana. Y yo no sabía en quién me había convertido. Curiosamente mi nombre era el único que pronunciaba correctamente, pero yo sabía que no se refería a mi cuando lo usaba, quizá a su hermano Antonio, quizá a algún amigo del mismo nombre. Quién sabe.
Noventa y un años son muchos años para un cuerpo castigado por los pesados trabajos del campo, una guerra cruenta y la siempre presente responsabilidad de la familia. Rompía el corazón verlo debilitarse poco a poco, intentar con su coraje habitual hacer su voluntad, no hacer pis en el pañal, levantarse de la silla de ruedas, huir de la cama que le retenía. Una de las noches que me tocó dormir con él para cuidarlo se levantó de madrugada, buscó su ropa, como hacía siempre y con mil esfuerzos intentó ponérsela y marcharse. Le dejé un rato, pero al final tuve que impedírselo. “¿Adonde vas, papá?”, “Yo me voy a dar un paseo por esos andurriales”, me contestó. No aguantaba estar en la cama, nunca lo había hecho. Durante la guerra, dormir al raso con el frío denso de la sierra de Madrid o el calor infernal de el Ebro, no parecían ser elementos muy propicios para fomentar el sueño reparador, sobre todo si estaban condimentados con el fuego de artillería rodeándote, el miedo a la aviación enemiga, las chinches y el hambre. Más tarde tenía que dormir en la cuadra con las mulas. Símbolo máximo de la esclavitud en la España de la posguerra. Para que las mulas tuvieran comida toda la noche y se la dosificaran adecuadamente, mi padre tenía que dormir en la cuadra con ellas. Así lo requería el administrador del Serrato, el cortijo donde trabajaban él y mi madre como caseros, y donde vivíamos toda la familia. Así, pues, se acostumbró a dormir poco y a levantarse a las cuatro o cinco de la madrugada para revisar la comida de las mulas. Por eso cuando cayó enfermo no había forma de sujetarlo en la cama.
Algunas noches se las pasaba enteras cantando villancicos y canciones infantiles. Realmente volvió a la infancia; a aquella dura infancia que le llevó a trabajar en el campo desde los ocho años con el padre muerto a los treinta y dos por una cirrosis hepática y las bocas de seis hermanos más pidiendo de comer. Siempre le gustó canturrear, a los hijos y a los nietos los entretenía con canciones infantiles y todos guardamos de él un dulce y característico recuerdo. Unos pocos días antes de morir, estaba sentado con él en la sala de estar de la casa de mi hermana y de repente comenzó a cantar una nana que hacía siglos que no oía y que seguramente me cantó cientos de veces durante mi infancia:
Ven sueño ven
por aquel caminito.
Ven sueño ven
a dormir a este chiquito
La noche anterior a su muerte su puso muy malito. Hacía casi una semana que no hablaba, solo emitía leves quejidos. Queríamos que muriera en casa, pero el médico de urgencias dijo que había que llevarlo al hospital, ya que no tenía aún certeza de que la situación fuera irremediable. Recuerdo la tristeza de la sirena de la ambulancia en la noche, mi mano en su frente o en su mano. El traqueteo del viejo furgón forzando sus quejidos con los baches o los frenazos bruscos. Y luego las últimas horas, el ir y venir de los médicos, los últimos momentos de soledad con él entre las salidas y entradas de médicos y enfermeras. La soledad, la muerte. Cayó el primero de mayo a las once de la mañana. No lo vimos morir. Cuando se estabilizó en la noche anterior nos mandaron a casa. A las pocas horas nos avisaban de que estaba muriendo. ¡Infernal medicina la de nuestra época! El viejo socialista murió el día de los trabajadores, mientras que los sindicatos arrancaban en Atocha su manifestación anual. Dios, el dios, de los que no lo tienen, eligió el día más adecuado para él.
Siempre le recordaré. En mi niñez me daba confianza. Cuando el mundo se tambaleaba y había que buscar un asidero sólido, siempre estaba ahí. Cuando en los años sesenta vivíamos en un barrio de chabolas del Vallecas obrero y combativo yo, con siete u ocho años, le esperaba sentado en el escalón de la puerta de casa y le veía subir calle arriba desde la parada del cincuenta y siete. Me daba confianza; en cuanto veía su figura a lo lejos sabía que nada malo en el mundo podría ocurrirme porque allí estaba él para evitarlo. Era tenaz y testarudo. Siempre quería llevar la razón, pero finalmente toleraba cualquier cosa. A mi me permitió siempre cosas que otros padres ni por asomo hubieran permitido a sus hijos, mis devaneos con los estudios, la locura de casarme siendo menor de edad… La ternura me invade cuando recuerdo cómo, impenitente fumador, abandonó el tabaco sólo porque en un descuido me hizo una leve quemadura con el cigarrillo. O cómo perdió kilos cuando me operaron de caderas y no dejó de ir a verme ni un solo día durante los seis largos meses en que estuve internado.
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En distintos momentos, y por distintas causas, es en mi padre que tuvo origen mi interés por los temas de la guerra civil. Aquel fue un momento álgido de la historia de España. Un punto en el cual una porción enorme de los españoles tomaron conciencia de una situación que no les gustaba y se decidieron a poner medios para arreglarla. Y lo malo es que los medios consistían en medidas violentas para transformar la realidad. Aquella generación pensaba que la violencia revolucionaria sería la catarsis transformadora que una sociedad adormilada e injusta necesitaba. Todos, en ambos bandos, creían tener la receta milagrosa, la clave mágica que permitiría superar decenas de años de atraso y postración. La vida humana importaba poco frente a la grandeza de la causa. El fin perseguido era tan atractivo que poco importaban las personas que en aquel fuego limpiador fueran a caer. Cada bando lo explicaba a su manera. La razón parecía pertenecer a cada uno de ellos. Las ideas religiosas y un conservadurismo social y económico exacerbado animaban a los de un lado; un futuro más justo en lo social, el polo de atracción de la revolución soviética o simplemente el respeto a los valores republicanos, lo hacían con los del otro. Y todos con una idea de España, de la patria, mitificada y aureolada con los propios sentimientos, pasiones y códigos personales sobre lo que está bien y lo que está mal.
Este caldo de cultivo eclosionó aquel 17 de julio en que el ejército de África se sublevó contra el gobierno republicano y las masas populares, para oponerse al golpe, lo enfrentaron con un proceso revolucionario tan transformador del statu quo como lo era el que los militares propugnaban. Y en medio, los defensores de la legalidad republicana, los que temían la fuerza telúrica que se desataba por los extremos del sistema, pero que no supieron, no quisieron o no pudieron apagar el fuego purificador que comenzaba a arder. Y alrededor de todo este drama, las historias particulares de tanta gente, tantas personas que se resistieron a dejarse arrastrar por la vorágine de violencia, tantas que se vieron llevadas al centro del vórtice, tantas que murieron y fueron despedazadas por el huracán.
Pero volvamos de la generalidad a la historia de mi padre. De joven fue militante de la UGT y de la JSU y participó con el Ejército Popular en la guerra civil. Desde siempre, recuerdo sus comentarios al respecto; contaba decenas de anécdotas, hablaba de los frentes en los que estuvo, de los campos de concentración en los que, como a tantos otros españoles, le tocó permanecer tras el fin de de la contienda, de Franco, de los problemas de la República, de la violencia en la retaguardia, de la etapa franquista en la que estábamos cuando yo era niño y de tantas otras cosas. Sin embargo, casi nunca le oí hablar de personas concretas. Respecto a los militares, sólo recuerdo explícitamente comentarios acerca de Enrique Líster y de sus métodos expeditivos para evitar las deserciones durante el combate. Evidentemente, no hablaba de un modo demasiado sugestivo acerca del viejo cantero comunista. No sé si sería a consecuencia de ser éste el único nombre de oficial republicano que le oí pronunciar, o por alguna otra causa perdida en los ignotos rincones de la memoria, la cuestión es que yo siempre pensé que mi padre sirvió en el V Cuerpo de Ejército durante la fase de la contienda que tuvo como principal evento la batalla del Ebro. Uno de los escritos que conservo de él es poco más que una relación de poblaciones y fechas por las que había pasado a lo largo de la conflagración. Siempre recuerdo cómo de niño me llamaba enormemente la atención esa vieja libreta manuscrita llena de pueblos con nombres sonoros y exóticos: Fatarella, Cherta, Ribarroja, la Bisbal de Falset… Ya en el inicio de mi adolescencia, cuando como tantos otros de mi generación, aprendí mecanografía, ayudé a mi padre a pasar a máquina los datos de la vieja libreta, lo que contribuyó a grabar más aun en mi memoria muchos de los pueblos allí recogidos.
Por otro lado, tengo que decir que siempre me interesó el tema de la guerra civil. Lo hizo de joven, durante la Transición, como la referencia temporal en que nos mirábamos quienes en aquel momento nos iniciábamos en la actividad política y participábamos en ayudar a que el franquismo diera sus últimos coletazos. La Segunda República era para nosotros una referencia vital de trascendente importancia, una época mítica donde podíamos observar todo aquello que entonces deseábamos traer de nuevo a nuestro país. Siempre me impresionaron también las gestas militares republicanas, la defensa de Madrid, el cruce del Ebro, las batallas del Jarama y Guadalajara y tantas otras cosas. Pero de joven yo era un exaltado antifranquista y el tono conciliador que mi padre daba a las conversaciones sobre la época, repartiendo culpas por igual entre Franco y la República, no terminaba de ser de mi agrado, por lo que terminé prefiriendo la información de los libros y no prestando la atención debida a la que podía obtener de un testigo excepcional que vivió todo este mundo de primera mano.
Pero vayamos volviendo al tema que nos interesa. El asunto es que entre los recuerdos de la vieja libreta de mi padre y de sus confesiones, siempre estaba presente un mito familiar poco explicitado, consistente en que él había estado en lo peor de todas las batallas durante la contienda: Brunete, Teruel y el Ebro. Igualmente quedaba en mi recuerdo otra de sus viejas confesiones: que durante la batalla de Brunete se había pasado, a fin de estar más cerca de su hermano Antonio, a otra unidad diferente que estaba acantonada en la sierra de Madrid y en la que éste servía en sanidad. De este modo, también podía estar más cerca de su madre que se había trasladado desde Arjona hasta Miraflores, en la sierra de Madrid. Mi pueblo estaba en un frente absolutamente activo, era la última población republicana y a pocos kilómetros tenía a Porcuna con la avanzadilla nacional. La artillería de ambos pueblos se bombardeaba mutuamente y la vida se tornaba difícil allí. Como Miraflores estaba en un lugar de la sierra bastante tranquilo, mi tío Antonio decidió alquilar una pequeña casa allí y traerse a la madre y a los cuatro hermanos que quedaban con ella, Ana, Frasquito, Gabriel y Antonia. La familia se completa con él, con mi padre y con José, el hermano mayor que también estaba en el frente y por avatares de la vida había terminado en una de las Brigadas Internacionales.
Así las cosas, en el verano de 2004, un año después de la muerte de mi padre, salimos de excursión con unos amigos y decidimos comprobar si ese moderno eslogan turístico de que Teruel también existe era cierto. Nos desplazamos un caluroso día de verano a dicha ciudad y recorrimos sus calles a la vez que viajábamos también hasta Albarracín. Mientras algunos de nosotros visitaban uno de los monumentos de la zona, una de mis amigas y yo nos quedamos en una librería del centro viendo libros. Evidentemente la literatura sobre la batalla de Teruel era abundante, yo no conocía casi nada de dicho suceso y decidí comprarme un par de libros para documentarme. Asimismo, por la tarde visitamos un mausoleo en memoria de las víctimas que en dicha ciudad fueron fusiladas por las tropas de Franco. Todo ello fue contribuyendo a volver a traer a mi cabeza un cierto interés por toda esta historia. Por supuesto que conforme pasábamos por algunos lugares les iba contando a mis amigos como, seguramente, mi padre debía haber estado allí mismo durante la batalla.
La sorpresa vino después. Leí con rapidez e interés los libros comprados y, evidentemente, me fui a contrastar los hechos con la relación de poblaciones que mi padre había dejado. Fracaso rotundo, Teruel no sólo no constaba en la lista sino que, además, ninguno de los lugares en que habían tenido lugar los hechos aparecía reflejado en sus escritos. ¡Horror! ¡No era posible¡ Si él siempre había confesado que había estado en Brunete, Teruel y el Ebro, cómo es que ahora las referencia a la batalla de Teruel no aparecían en su enumeración. ¿Tenía que pensar que me había mentido? ¿Que mi memoria fallaba? ¡Y él ya no estaba para preguntarle! ¡Cómo le eché de menos entonces! Caí en la cuenta de que no había hablado con él ni una décima parte de lo que tenía que haberlo hecho. Pero ya no había remedio, así que, entristecido, debería conformarme con tener esa duda siempre en la cabeza. Sin embargo todo aquello trajo de nuevo el viejo interés por la guerra civil, convertido ahora en obsesión investigadora, de modo que en unos meses había repasado decenas de libros sobre el tema. Entre los libros revisados estaba La batalla del Ebro de Jorge Reverte, donde por primera vez me enfrenté de forma consciente a la figura de otro de los personajes de aquel drama, Manuel Tagüeña. Con Jorge Reverte aprendí algo que me sería fundamental en los siguientes meses, se trata de que existía un teniente coronel del ejército republicano, que escribió un atractivo libro denominado Testimonio de dos guerras, cuya trayectoria personal, profesional e intelectual era bastante más sugestiva que la de muchos de sus compañeros de menor altura erudita. Busqué esa obra con interés y la decepción vino cuando comprobé que no había ediciones recientes y que, por tanto, no iba a ser fácil encontrarla. Pero no me dejé llevar por el desánimo y seguí buscando en las librerías de viejo, a través de Internet y en cuantos canales me fue posible hacerlo. En octubre de 2004 el afán de búsqueda se vio recompensado. A través de Internet, en Iberlibro, descubrí que uno de los libreros de la Cuesta de Moyano en Madrid, tenía un ejemplar de la segunda edición mexicana de editorial Oasis del Testimonio de dos guerras. Estaba trabajando y salí corriendo de la oficina en dirección a Moyano para comprar el libro. No lo tenían en la caseta, pero quedaron en llevármelo al día siguiente. Fue emocionante tenerlo en las manos cuando por fin lo conseguí, y mucho más emocionante fue su lectura. Fui descubriendo poco a poco ante quien estaba; sus opiniones me impactaban por la coincidencia con las mías, su visión matizada por los años, exenta de dogmatismos, me pareció crucial como mensaje a nuestra generación, los hechos narrados sobre el exilio en la URSS y los problemas con la dirección del PCE me parecían de un valor personal y social impresionantes. Sin embargo, el descubrimiento más impactante, por lo personal del mismo, fue que los movimientos de tropas de la 3ª División de Tagüeña se correspondían punto por punto con la lista de poblaciones de mi padre. Dicha división fue trasladada desde la sierra de Madrid al sur de Aragón para tapar el hueco que algunas unidades republicanas en desbandada estaban dejando ante el avance franquista posterior a la batalla de Teruel. Allí estuvo operando en Morella, Monroyo, Torrevelilla, Valderrobles, etc. Éstos estaban en la lista de los pueblos por los que pasó mi padre y, por tanto, ésta era la batalla de Teruel a la que él se refería. Por supuesto que devoré el libro analizando los movimientos de tropas que las unidades al mando de Tagüeña iban realizando, y tanto en dicha época de freno al avance de las tropas franquistas por El Maestrazgo en dirección a Vinaroz, como en la posterior organización del XV Cuerpo de Ejército y su participación en la batalla del Ebro, la concordancia era absoluta. ¡Había encontrado la unidad en que mi padre sirvió en la guerra¡ Y ahora resultaba, además, que existía un vínculo entre mi progenitor y el autor cuya reflexión sobre los hechos acaecidos en el tercio central del siglo XX me estaba impresionando.
Pero ¡seguía habiendo tantas lagunas, tantos detalles que deseaba conocer y que ya me estaba vedado acceder a ellos!. Mi vida fue girando de modo radical a través de estos hechos. Un tiempo atrás había tenido algo de suerte en lo económico lo que me llevaba entonces a tener una situación que me permitía darme algunos respiros en cuanto a dedicación laboral. De joven, junto con otros socios, monté una compañía dedicada al desarrollo de software. La cosa funcionó de forma razonable, pero tras varios años trabajando pensamos que había llegado la hora de salir del proyecto, ya que las cosas no estaban funcionando demasiado bien en los últimos tiempos y una venta en ese momento nos ayudaría a fijar las cosas, obtener rendimiento económico y evitar nubarrones hacia el futuro. Vendimos y, aunque yo seguí trabajando para la multinacional que nos compró, mi nivel de dedicación me permitía ya algunas libertades que años atrás no hubiera podido tener nunca, cuando éramos empresarios comprometidos con nuestro proyecto y dedicados a él en cuerpo y alma. Al verme con algo de dinero y tiempo comencé a acariciar la idea de doctorarme, un proyecto que, con telarañas, guardaba el armario de mis deseos frustrados. Fue entonces cuando pensé que la guerra civil podría ser un buen tema y que Tagüeña podría ser el hombre adecuado para fijar mis intereses académicos. Y así me puse a trabajar de forma desaforada, como siempre lo he hecho, en el proyecto. Recabé cuanta información me cupo encontrar en archivos públicos y privados, contacté con cuantas personas suponía que podían tener información sobre el jefe militar de mi padre. Terminé contactando con su familia, exiliada en México, y allá que me fui a recabar de ellos cuanta información pudieran darme. Allí encontré a Carmen y Julia Tagüeña, las hijas de Manuel, así como a la recientemente fallecida Encarnación Tagüeña, su hermana, una encantadora y vital mujer con casi noventa años que había dedicado toda su vida a la enseñanza y que, a su prolongada edad, se dedicaba a ayudar todavía en la formación de los niños de la calle, tan abundantes en la capital federal mexicana. Nos hicimos muy amigos y, sobre todo, Carmen y yo entablamos una sincera relación de amistad que alimentamos continuamente a través del correo electrónico y en las múltiples visitas que ella realiza a España.
Para mí fue un tiempo de obsesión. Normalmente, cuando me interesa un tema lo agoto hasta sus últimas posibilidades. Viajé en varias ocasiones al Ebro. Busqué en Ribarroja los lugares por los que debieron cruzar el río los hombres de las 31ª y 33ª Brigadas. Me perdí, como ellos, por los caminos que suben a la sierra. Llegué a conocer con precisión el escenario de la batalla. Paseé por las calles empinadas de La Fatarella, oí las campanas de Villalba desde Quatre Camins y la Punta Targa, tal como los combatientes lo hicieron aquel funesto 19 de agosto de 1938 cuando los requetés del Tercio de Montserrat quedaron prácticamente extinguidos en un épico asalto a la bayoneta de las posiciones republicanas, asalto que no se vio apoyado por el resto de las fuerzas nacionales implicadas en el mismo. Me enfrenté a la visión del Prat de Gardell desde el Vértice Gaeta, el lugar desde el que los republicanos de la 3ª División tuvieron que ceder ante el avance nacional en dirección a Camposines. El Ebro se había convertido para mí en un mito épico donde la historia y la geografía se fundían en un rompecabezas donde yo tenía que colocar algunas piezas para las que no terminaba de encontrar el encaje.
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Pero la historia de mi padre seguía obsesionándome. A lo largo de mi estudio académico había averiguado mucho de todos los elementos que rodeaban su actuación en la guerra. Su unidad, la 3ª División, ya no tenía secretos para mí. Conocía al detalle cada uno de sus movimientos, los oficiales y comisarios que la dirigían, sus hechos bélicos…, pero me faltaba lo concreto. ¿Qué haría mi padre aquel día que la división cruzó el Ebro por Ribarroja y se perdió en la sierra camino de La Fatarella?, ¿Cómo soportaría los bombardeos sobre el vértice Gaeta? ¿Cuál sería su día a día cuando fue nombrado sargento y hubo de encargarse de toda la sanidad de un batallón? Me lo imaginaba frágil, tan frágil como un chaval de veintiséis años golpeado por los avatares de la época; inocente, como los chicos de veintiséis que yo conozco hoy, asustado y vapuleado por las circunstancias. Lo que estaba pasando es que estaba transitando de la figura de ese padre-abuelo a la que antes me he referido, a un joven que por la edad podía ser mi hijo en la época de la guerra. Un padre-hijo, por el que sólo podía sentir dulzura y compasión. Lamentablemente ya no está para poder aclarar todas las dudas al respecto.
Que apasionante ! Enhorabuena
Que suerte que tuvieras la oportunidad de investigar !!
Con mis padres ( eran más jóvenes , Crios en la guerra) fallecidos tengo la misma sensación , mjj abuela murió en la guerra y varios tíos , nunca conseguí hablar del tema con mi padre jamas , era tabú nunca mencionó a su madre ni lo que paso en un pequeño pueblo Vasco ,
La verdad es que para muchas personas era tema tabú. Mi padre tampoco era nada amante de hablar del asunto. Triste época.
Buenos días, me he identificado plenamente con su escrito, ha sido para mí un paralelismo calcado con las vivencias de la Guerra Civil que me contaba mi padre pues tuvo un recorrido muy parecido , en ciertas cosas, con su padre, paso gran parte de la Guerra Civil en el frente y coincidio con Lister en el Jarama , Guadalajara y Brunete, él estuvo toda la guerra en la 70BM con Cipriano Mera y tambien me hablo mucho de ella y al leer tú articulo me ha emocionado por la similitud encontrada.¡Gracias!
Tambien estoy buscando todo lo relacionado con el y con la 70 BM.
Un placer leerte.
Muchas gracias, Ángel, espero que tu búsqueda tenga recompensa y encuentres la información de tu padre. Saludos.