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Un whatsapp del más allá

Quizá recuerdes aquella dama de noche que teníamos a la entrada de mi casa desde el patio. Cuando en los veranos volvía tarde, su olor penetrante y dulzón me invadía por completo, me llenaba el cuerpo de una sensación enorme de familiaridad y sosiego. Era como si me estuviera transmitiendo el mensaje de que entraba en mi territorio, en un lugar donde nada malo podría pasarme. Hoy ya no existe. No lo recuerdo bien, pero en algún punto del tiempo se cortó. Ya su fuerte y característico olor no me da la bienvenida. Ahora, cuando entras en casa, transportas la misma paz o el mismo desasosiego que llevas desde la calle. Nada nos ayuda a calmar nuestra angustia.

Nuestra angustia. Algo que parece irreal, lejano… Algo que solo suele ocurrirle a los demás. Nosotros estamos fuera del tiempo, más allá de los avatares funestos de la vida. Pero no. La angustia llega un día y se instala en nosotros. Hace casa en nuestra mente, acondiciona su entorno entre nuestras neuronas, cierra puertas y ventanas, se acomoda, se prepara para un buen vivir mientras nos destruye.

Quizá te preguntes por qué te escribo esto. ¿Escribir? Bueno, también te haré un audio. No sé si dónde tú estás ahora te es más fácil leer o escuchar. La vista y el oído, dos de los sentidos que nos definen como humanos. O, al menos, como humanos vivos. Pero ¿es que existen humanos que puedan no estar vivos? Yo pensaba que no. Lo pensaba hasta que destruiste todas mis convicciones, mis soportes. Hoy no sé dónde estoy. Soy un pasajero del tiempo. Alguien que se deja llevar por esa secuencia que los relojes parecen querer fijar. Tú ya terminaste tu viaje. Donde tú estás no debe haber reloj alguno. ¡Para qué! Si no hay viaje por el tiempo, no necesitas fijar las estaciones del tren que lo recorre.

En fin, será mejor que pase a las obviedades y termine con estas reflexiones sobre cosas de las que nada sé, de las que no merece la pena hablar. Seguiremos a Wittgenstein y su proposición 7 del Tractatus, ¿lo recuerdas? Aquella muletilla que tantas veces usábamos como un producto retórico, De lo que no se puede hablar, lo mejor es callarse. Hablaré, pues, solo de aquello de lo que puedo hablar.

Y, me temo, que tú ya conoces todo lo que voy a decir. Primero, porque parece ser que en el lugar en el que estás, se sabe todo; lo que pasó, lo que está pasando y lo que pasará. Segundo, porque cuando tú eras, como yo ahora, un pasajero del tiempo, viviste las cosas que voy a contar. Entonces, ¿por qué hablar de ellas aquí? Pues es sencillo, porque necesito ordenarlas, clasificarlas y compartirlas. ¿Y quién mejor que tú para que seas el receptor de estas palabras?

Comienzo por contar una obviedad que todos conocemos. Te moriste. Así, sin venir a cuento. Casi como un acto de rebeldía contra un mundo que por momentos comprendías menos. Un día, la parca te arrastró a la otra orilla del Leteo. Además, lo hiciste lejos de mí. No pude ni siquiera velarte o acudir a tu entierro. Te lloramos, como no podía ser de otra manera. Tú, mi mejor amigo, mi mentor, mi guía, mi modelo, la persona que me ayudó a transitar y comprender las irregularidades del camino de la vida. Me dejaste huérfano. Pasé mucho tiempo buscando por otros lados el afecto que se fue contigo. No lo encontré. Todo era acartonamiento, vacío, mentiras. Caí en la depresión, la falta de metas. Los días eran duros, largos, dolorosos. Solo deseaba que llegara la noche para que el sueño, forzado por las pastillas, lo calmara todo. Y volver a empezar al día siguiente. Un Sísifo atroz que arrastraba una piedra cada mañana más pesada. Ni siquiera la compañía de Marta me servía. Desde que te fuiste la sentía alejada, tan fuera de mi mundo como tú. A ti te perdí por tu muerte y a ella… todavía no sé por qué.

Y entonces ocurrió. En mi locura consultaba el whatsapp continuamente. Allí estaba siempre tu perfil.  Julián Posadas, última conexión 15 de octubre de 2019 a las 11:22, una par de horas antes de morir. Allí estaba insistentemente. Nada lo cambiaba. ¿Por qué después de muertos los chats que hemos intercambiado con las personas fallecidas siguen ahí? Debería haber una institución del Estado que los destruyera. Con ello le robaría amargura a los deudos. La muerte es dolorosa para los que nos quedamos aquí. Los recuerdos nos rodean. Todas esas palabras que hemos intercambiado en vida continúan ahí, en los hilos de chat que el whatsapp mantiene. Y, lo peor, se nos permite, incluso, seguir escribiendo mensajes. Eso hice yo.

Una tarde desesperada en la que tu ausencia pesaba como nunca lo había hecho hasta entonces, cogí el teléfono y me fui a tu perfil. Y te escribí sin esperanza alguna. ¡Cómo iba a tenerla si estabas muerto! !Cómo iban a llegar los bytes de una línea telefónica que ya no existía al otro lado del río de la muerte! Pero los locos carecemos de la sensatez necesaria como para no hacer las cosas que el sentido común desaconseja. Fue un texto breve, como una especie de desahogo, amigo, ¡te echo tanto de menos!, escribí. Reconozco que aquello calmó por un momento las olas de mi angustia. El día siguió adelante.

La notificación de whatsapp que vi en el teléfono a la mañana siguiente fue un mazazo. Me desperté con la mente confusa, como solía hacer a diario a consecuencia de los ansiolíticos. Cuando comencé a despejarme cogí el teléfono como un acto reflejo más de los que cada mañana ejecutaba. Y allí estaba. 3:12 de la madrugada. Tu respuesta. El teléfono se me cayó de las manos. Era como si quemara, no me atrevía a cogerlo, pero finalmente lo hice. Tenía que irme, amigo, pero no sufras por mi. Donde yo estoy ahora no existe el dolor aunque tampoco la felicidad. Pero vive tranquilo, la muerte es una parte más del ciclo de la vida. ¡Qué locura era aquella! Marta dormía, o simulaba dormir, ajena a un hecho tan absurdo y a la vez tan crucial como el que acababa de ocurrir.

En cuanto mi mente consiguió algo de sosiego, caí en pensar que alguien estaba intentando gastarme una broma pesada. La razón comenzó a intentar funcionar al modo en que está programada. Pensé que tu número de teléfono debía ahora tenerlo otra persona y que me contestaba para seguirme el juego. Pero no tenía sentido. Entre la nebulosa química de las pastillas y la confusión que el dolor producía, todavía mi cerebro conservaba algún destello de cordura. Y, desde luego, no tenía sentido que si el número había sido reasignado, la persona que lo tuviera conociera lo suficiente de nuestros temas como para contestarme algo como lo escrito. Además, conservando la foto y los datos de tu perfil. Terminé inclinándome por la broma pesada o malintencionada de alguien que quisiera perjudicarme.

Podrás imaginarte, a pesar de mis conclusiones, cómo quedó mi trastocada alma después de aquello. La duda me corroía y no sabía qué camino seguir.  Comentarlo con Marta no tenía sentido. ¿Bloquearte? ¿Denunciar el caso a la policía? No. Un impulso interior rotundo me empujaba a continuar con la conversación. Y así lo hice. Tú no puedes ser Julián. Él está muerto y los muertos ni leen ni envían whatsapps. 

La respuesta fue inmediata. En seguida vi el «escribiendo…» y en pocos segundos allí estabas otra vez, Soy yo. Bueno, la palabra «yo» no define exactamente lo que soy. La conciencia de tu personalidad no es que se pierda, pero se diluye con la muerte. Estoy fuera del tiempo. En un lugar donde el pasado, el presente y el futuro no existen. Lo percibo todo, y me percibo a mi mismo, bajo la especie de la eternidad. Pero no temas. La angustia, el dolor, la felicidad, la tristeza, la alegría…, todo eso son sentimientos ligados a la vida. La muerte los barre primero como un aire helador, pero más tarde su pérdida se percibe como un bálsamo que proporciona consuelo. El afecto, el amor… también son humanos, aquí no existen de la misma forma, pero sí queda una filía, que dirían los griegos, una tendencia hacia los seres que hemos amado. Eso me une a ti, querido amigo. Y es gracias a esa fuerza que ahora puedo mover desconocidas fuentes de energía que hacen que pueda estar comunicándome contigo.

Lloré. Lloré desconsoladamente. Eras Julián, no había duda. La manera de expresarte, los contenidos filosóficos de lo que decías. Todo concluía que no podías ser otro. Habíamos hablado tantas veces de esa materia. Imaginamos tanto respecto de lo que podría pasar tras la muerte, sobre el peso de la vida en nuestros instrumentos de conocimiento. Habíamos hablado tanto que casi podía ensamblar tus palabras actuales con muchas de nuestras conversaciones antiguas. Pero imagínate mi estado tras llegar a esta convicción. Estaba siendo testigo de que alguien después de la muerte podía comunicarse a través de una ramplona herramienta como el whatsapp. Continuamos chateando. De lo que me ibas diciendo llegué a concluir que la muerte no era algo de lo que sentir miedo. Te espero, aquí, querido amigo, cuando vengas mitigarás mi soledad, me dijiste en una ocasión. Comencé entonces a pergeñar la idea de la que en un momento te hablaré.

Bien es cierto que lo que describías no parecía el lugar idílico que las religiones nos prometían como el paraíso. No había ni angelotes, ni huríes. Y dios parecía no estar presente. Pero, desde luego, no había signos de que fuera un terrible infierno poblado de demonios. Tampoco he podido concluir si en ese lugar había más personas, además de ti. Esa falta de límites personales de los que hablabas, la dilución de la conciencia, invitaban a pensar que la relación tú-yo-otros era una categoría más de las que se ligaban a la vida, pero que, tal como se daban en ese lugar, mis humanas herramientas de conocer no estaban preparadas para entenderla.

Y llegado este momento tengo que decirte que hay tres componentes esenciales que están guiando la decisión que ya he tomado y que estoy a punto de ejecutar. El primero es que allí no hay dolor. El segundo es que en ese extraño lugar, en una forma u otra, te hallas tú. Y el tercero es que en esta vida solo me queda Marta y su ausencia me mata cada día. Por eso, en cuanto pulse el botón enviar, el arma que tengo cargada y amartillada sobre la mesa, acabará con mi vida. Ve avisando a Caronte para que prepare su barca.

Informe policial  1/2020

La Brigada de Cibercrimen de la Interpol fue requerida por la Policía española a fin de prestarles ayuda en la investigación de la muerte por aparente suicidio del ciudadano español Máximo Ramírez Canales. Dicho sujeto había fallecido a consecuencia de disparo por arma de fuego que, según todos los indicios, había sido accionada por él mismo.

Nuestros servicios fueron requeridos debido a que en el teléfono del finado se encontraron hilos de whatsapp intercambiados con un ciudadano español residente en los Estados Unidos, que llevaron a la policía española a deducir que podrían existir otras intenciones criminales por detrás del aparente acto de suicidio. La investigación fue llevada a cabo por el inspector jefe firmante y por su ayudante, la agente Anette Briand.

En el origen del suicidio se encontraba el mencionado hilo de whatsapp, donde un buen amigo del finado, Julián Posadas Martínez simulaba conectar tras su presunto fallecimiento, desde el otro mundo. Máximo y Julián habían sido grandes amigos, pero en la actualidad, dada la distancia geográfica, solo mantenían un fluido contacto virtual. Quedó totalmente demostrado tras el análisis de las comunicaciones que fue esa hipotética conversación virtual con el más allá la que indujo al suicidio de Máximo Ramírez.

Obviamente, los agentes que intervenimos no podíamos quedarnos satisfechos con la versión de que ese amigo, presuntamente fallecido, escribía whatsapps desde el otro mundo. Tras solicitar al juez permiso para intervenir el teléfono desde el que procedían las comunicaciones descubrimos la identidad de su propietario, el antiguo amigo del finado. Tras investigar al sujeto en cuestión y proceder al seguimiento de sus actividades, detectamos que este mantenía una relación con Marta Fernández Riera, esposa del suicida. En el análisis de algunas de sus llamadas descubrimos que existía un plan por parte de ambos para la inducción al suicidio, con una finalidad estrictamente económica. Máximo Ramírez poseía importantes recursos económicos y su heredera universal era su esposa Marta Fernández, por lo que Julián y Marta habían planificado toda la acción de inducción al suicidio para luego reestructurar sus vidas contando con los recursos económicos heredados.

Una vez identificados los hechos, se pasa informe de los mismos a 1) la policía española que procedió a la detención de Marta y a 2)  la policía del Estado de Illinois (USA), conde residía Máximo, que lo detuvo y entregó de inmediato a las autoridades españolas. Dado el volumen de pruebas en su contra, ambos confesaron la autoría del delito. La policía española los entregó al juez acusados de inducción al suicidio tal como determina el artículo 143 del Código Penal de dicho país, con el agravante de interés económico, lo que les llevó también a proceder contra ellos por conspiración para cometer homicidio según el artículo 141 del mencionado Código Penal. En este momento, ambos se encuentran encarcelados a la espera de juicio.

Interpol. Brigada de Cibercrimen
Inspector Jefe Diego Whitehead

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