El mundo, nuestra casa, el único punto del universo donde podemos sobrevivir, se hunde. Una de las especies del ecosistema de la Tierra, la humana, trabaja cada día en un tremendo esfuerzo por destruirlo. Aunque la ecología lleva siendo desde hace mucho tiempo una preocupación importante para todos nosotros, en las últimas semanas venimos asistiendo a un movimiento mundial de jóvenes preocupados por la situación y eso no es mala cosa. Sin embargo, yo soy del punto de vista de que no terminamos de poner el foco en las cuestiones esenciales y nos desviamos hacia algunas otras accesorias. A veces incluso se fomentan desde los propios interesados, puntos de vista que nos hacen abrazar causas estúpidas mientras nos distraen de los asuntos realmente importantes. En este orden de cosas, alimentación y ecología constituyen un binomio de radical importancia a la hora de evaluar el fenómeno del deterioro del ecosistema donde vivimos.
Parece ser cierto que el asunto de los combustibles fósiles es una de las principales fuentes de destrucción de nuestro ecosistema. Sin embargo, yo creo que no es la única, o, al menos, no en el sentido más convencional que suele usarse argumentalmente. Particularmente pienso que la hiperpoblación de nuestro mundo y la posibilidad de acceder a las necesidades ordinarias que el ser humano moderno se ha creado es la auténtica fuente del problema. Pero, claro, esto no es algo cambiable fácilmente. Cuando la población del mundo era más pequeña o cuando los miles de millones de habitantes de Asia no habían entrado aún en el mundo del consumo masivo, las cosas eran diferentes. Piénsese que hace unos pocos años, en 1960 la población mundial era de menos de tres mil millones de habitantes y hoy se acerca dramáticamente a los ocho mil. Es decir que en poco más de cincuanta años prácticamente hemos triplicado el número de humanos que habitan el mundo. Puede verse con detalle este estudio poblacional, por ejemplo, en este artículo de la Wikipedia. Pero no podemos basar la salud de nuestro planeta en el hecho de que solo unos pocos accedan a los recursos. Todos tenemos los mismos derechos y, por tanto, no hay más remedio que tratar de crear y mantener un ecosistema que sea capaz de soportarnos como especie. Eso está en nuestras manos por más que cada día nos esforcemos en trabajar por destruir aquello que no tan difícilmente podemos conservar.
«…no hay más remedio que tratar de crear y mantener un ecosistema que sea capaz de soportarnos como especie»
Como en tantas otras cosas, pienso que la solución está en manos de las personas concretas y de su capacidad de hacer cosas. Ciertamente, hace falta la acción de los Estados y sus regulaciones, pero creo que estas no son las esenciales en el proceso. Mientras todos y cada uno de nosotros no tomemos conciencia de que tenemos un deber para con la casa que habitamos y las generaciones futuras que deberían habitarla, no lograremos invertir este proceso que hoy ya toma cada vez más signos de irreversibilidad.
A pesar de que, como he dicho antes, el asunto de los combustibles fósiles suele indicarse como aquello que más incide destructivamente en nuestro ecosistema, particularmente pienso que todo lo que se deriva de alimentar a un mundo con casi ocho mil millones de habitantes es un asunto al menos de tanta importancia, sino de más, que el del petróleo. Por ello, en este artículo intentaré analizar algunas piezas que considero claves en el orden de cosas expuesto.
Alimentación y ecología. La compra en cercanía
No quiero entrar aquí en temas de índole populista, como los que tanto se manejan hoy, acerca de si comprar o no productos de determinada región. Se trata de comprar los productos de cercanía, los que se producen en el lugar en que resides. Este extraño mundo en que vivimos trata de potenciar nuestras oportunidades de consumo pero a costa de sacrificar muchas cosas. Me refiero, por ejemplo, a que si te gustan los mangos y vives en Málaga, puedes comprar los estupendos mangos de la zona desde los meses de septiembre hasta diciembre. Los espárragos de Antequera se consiguen desde marzo hasta mayo. Sin embargo, nosotros vemos en los lineales de los supermercados mangos y espárragos durante todo el año. La procedencia es de Perú o de Brasil. Para llegar hasta nuestro lineal han tenido que recorrer miles de kilómetros con el coste ambiental que ello supone. A mi me encanta el mango, pero en cuanto se acaba el local de Málaga paso a consumir las estupendas naranjas de la zona y cuando esas empiezan a flaquear lo hago con los melones, pero procuro no acceder a una pieza de fruta que ha tenido que recorrer unas cuantas decenas de miles de kilómetros para llegar a mi mesa. Además, el consumidor apenas si nota diferencia de precio porque estamos ante productos que se obtienen por agricultores que cuyas rentas son muy inferiores a las nuestras. Por ello, las personas no demasiado atentas a esta cuestión no se percatan del asunto del origen y compran lo mismo durante todo el año como si las cosas surgieran por algún ensalmo en los almacenes de las grandes cadenas de distribución y no tras un complejo sistema de cultivo y producción en distintas partes del mundo.
Un caso parecido es el de las legumbres. ¿Os habéis dado cuenta que últimamente casi todas las que encontramos en los supermercados tienen su origen en USA, Cánada, Argentina, México…? ¡Qué sentido tiene eso! Hay unas estupendas legumbres en nuestro país, no encuentro la razón de que las compremos fuera solo porque las cadenas de distribución tienen más fácil comercializar esos productos que los nuestros. Además en este caso ni siquiera provienen de países cuyos niveles de vida sean sensiblemente inferiores al español, ¿USA? ¡Por dios, que nos ponen aranceles a nuestros productos! Qué leches hacemos comprando garbanzos pedrosillanos cultivados en el medio oeste americano. Un sistema como este trae consigo que el agricultor español que tradicionalmente cultiva legumbres vaya dejando de hacerlo cada vez más, ya que las tiene que vender a más bajo coste para competir con los de fuera. Así, cada vez hay más oferta nacional y, por tanto, los grandes de la distribución justifican la compra de producto no generado localmente. Se podría alegar que es complejo encontrar producto nacional en este ámbito, pero esto no es del todo cierto. Personalmente veo, apenado, como en los lineales de cadenas española como Mercadona o Ahorramás ya solo podemos acceder a legumbres extranjeras. Sin embargo, y como paradoja de este puñetero mundo globalizado, en el Carrefour, una cadena francesa, las hallamos sin problema. Os podría orientar a que vayais al pequeño comercio, a los mercados de barrio, pero ojo que esto tampoco es siempre la solución. Por ejemplo, en los comercios cercanos a donde yo vivo se difunden mucho unas legumbres envasadas en una localidad cercana. La gente las compra porque piensa que están cultivadas allí. Sin embargo, no es cierto, allí solo se envasan. En cuanto miramos el origen en la etiqueta nos damos cuenta de que USA, Cánada, etc. son los puntos de cultivo.
Desde luego, mi consejo en este área es que se compre producto de cercanía y para ello que estemos superatentos a la etiqueta de origen de los productos. Si no la tienen, debemos exigirla. ¿Por qué? Os reseño a continuación los puntos por los que creo que esto es indispensable, como una actitud ética hacia el mundo en que vivimos:
- Minimizamos la huella ambiental al reducir el transporte de productos.
- Apoyamos a los productores locales, fomentando con ello la economía de nuestra zona
- Identificamos temporalmente los productos. Pienso que es mucho más gratificante comer cada producto en su temporada con su mejor sabor.
¿Quiere esto decir que debemos volver a un cierto localismo renunciando a conocer lo que se come en otras culturas? Ni mucho menos. Os pongo un ejemplo, si te gustan los lichis es probable que te apetezca alguna vez comprarlos, pero no se producen en nuestra zona por lo que no te quedará más remedio que comprar los que provienen de Asia o América Latina. Pero qué sentido tiene consumir de fuera un producto que se cultiva dentro, por qué comprar naranjas sudafricanas cuando las nuestras son mejores y contaminamos menos con su consumo.
Alimentación y ecología. La cuestión del plástico
Últimamente el asunto de los plásticos se encuentra muy presente en la prensa, las redes sociales… Se nos incita a reducir su consumo, en los supermercados encontramos que hemos de comprar las bolsas de plástico y en algunos disponemos también de bolsas de papel como sustitución. Todo esto es muy bonito y espectacular, una nueva oportunidad para el marketing de las cadenas. Pero ¿es útil? Si, por ejemplo, analizamos mi caso como consumidor, ¡en lo más mínimo! Yo antes tomaba las bolsas de plástico de los supermercados y las empleaba para gestionar mi basura, nunca las he tirado directamente. Situación actual: tengo que comprar bolsas de basura. Pero el volumen de plástico que gestiono sigue siendo el mismo. Esto es una ínfima acción comparada con la enormidad que hoy supone el envasado en plástico de prácticamente todos los productos alimentarios. Cuando yo era pequeño, mis padres tenían una tienda de comestibles. Las legumbres se vendían a granel y se envolvían en cucuruchos de papel. Los embutidos se cortaban al peso y se envolvían en papel, la fruta se pesaba y se echaba directamente desde la báscula a la bolsa de la cliente… No había plásticos por ningún sitio. Hoy, echad un ojo al súper donde compráis; desde que entráis, plásticos, plásticos y más plásticos por todos lados. Es más, el carnicero que te corta unos filetes, los envuelve en papel plastificado y luego los vuelve a introducir en una bolsa de plástico, ¿pero qué locura es esta?
Qué ha sucedido para llegar hasta aquí. Pues muy sencillo, vivimos un mundo donde el mayor coste ha ido a descansar sobre la mano de obra y el menor sobre las materias primas. Por tanto, todos los negocios han ido tratando de minimizar dicho coste más alto y para ello nada mejor que hacer que sea el propio cliente el que acceda a cada producto en lugar de que haya un vendedor capaz de suministrárnoslo. Y para ello no queda más remedio que envasar en lugar de fomentar la venta a granel.
Personalmente me parece ridículo el asunto de que los supermercados ya no nos den gratis las bolsas de plástico, esto es el chocolate del loro comparado con el gran asunto del envasado en general del producto de alimentación. Pero en muchas ocasiones nuestros políticos se mueven por motivos de imagen en lugar de intentar atajar los problemas reales. Con cosas como la legislación sobre el asunto de las bolsas de plástico dudo que solucionemos los problemas medioambientales del planeta, si no vamos al auténtico meollo del asunto. Y, lo malo, es que ese meollo no me parece fácil de solucionar. No veo cambiando a toda una industria mundial para gestionarse de un modo totalmente distinto. Ni creo que nadie se atreviera a legislar para forzarlo. Por tanto, mi punto de vista a este respecto es que tenemos que trabajar en el ámbito científico de los materiales para lograr un tipo de plástico, o de material similar, que sea fácilmente eliminable o eficazmente reciclable. Cualquier otro abordaje, me parece una pérdida de tiempo, una distracción para hacernos pensar que avanzamos mientras el planeta camina a pasos agigantados a su destrucción.
Alimentación y ecología. Agricultura intensiva
Para poder alimentar a una población enorme, manteniendo unos costes bajos en un entorno donde la mano de obra es cara, la única opción que hemos inventado ha sido la de intentar mejorar nuestras técnicas de producción agrícola. Y ello lo hemos hecho a través de varias palancas. Una de ellas es la del empleo exhaustivo de fitosanitarios que eliminen el riesgo de plagas y mejoren la capacidad de producción. Esto sería una cuestión excelente si no fuera porque dichos productos están envenenando nuestro planeta. Estamos en un continuo movimiento de ensayo-error por el que vamos vertiendo sobre nuestros cultivos determinados productos que en primera instancia parecen mejorarlo todo pero que después vienen a aportar múltiples efectos secundarios indeseables. Por ejemplo, la cada vez mayor desaparición de las abejas quizá sea uno de los más preocupantes.
La intensidad de la producción se consigue también a través de productos que permiten que la tierra no descanse nunca. Hace décadas los cultivos entraban en barbecho, es decir, tras un año de producción les seguía otro de descanso y así se mantenían cuestiones muy saludables del ecosistema. Pero hoy forzamos continuamente nuestra tierra a, incluso, varias cosechas anuales, agricultura de invernadero que nos permite disfrutar de productos fuera de su temporada habitual, etc. Todo ello porque hemos aplicado un criterio de eficiencia al uso de la tierra sin pensar demasiado en las consecuencias que esto puede aportar. En este orden de cosas hemos podido leer en los últimos días como están desapareciendo miles de millones de aves que ya no encuentran en el barbecho el ecosistema que necesitan para su supervivencia. Es muy interesante la lectura de del artículo La naturaleza ya no puede mantener a los humanos, publicado en la sección Materia, el área de ciencia del diario El País, donde ser aborda de forma extensiva esta situación. También puede verse el demoledor The future of nature’s contributions publicado por la revista Science. Ninguno invita al optimismo si no cambiamos de manera inmediata nuestro modo de relacionarnos con la naturaleza que nos sustenta.
La segunda palanca es la del uso exhaustivo de los recursos hídricos, con el consecuente esquilmado de los mismos. Uno de los descubrimientos de nuestra época se centra en el empleo sistemático del riego para lograr la mayor eficiencia productiva. El agricultor depende ya mucho menos de las lluvias y, a cambio, obtiene una buena parte del agua de los acuíferos subterráneos. El problema es que las pertinaces sequías que sufrimos unidas a ese uso intensivo del agua subterránea hace que los acuíferos se agoten y no tengan su correspondiente ciclo de reproducción.
«Este es uno de nuestros grandes retos como especie. Lograr sistemas no contaminantes y respetuosos con los recursos del medio pero que no impidan la mejora de los sistemas productivos agrícolas.»
En fin, un problema de difícil resolución. Necesitamos una agricultura intensiva y eficaz en el manejo de sus recursos para alimentar a un mundo con una carga de población humana difícilmente sostenible. Este es uno de nuestros grandes retos como especie. Lograr sistemas no contaminantes y respetuosos con los recursos del medio pero que no impidan la mejora de los sistemas productivos agrícolas. En ello la humanidad debería estar empleando una gran parte de su fuerza y empuje. Pero no sé si lo estamos haciendo o solo nos movemos empujados por intereses económicos perentorios que, desde luego, no nos llevarán a mejorar las cosas sino a empeorarlas cada día un poco más.
Alimentación y ecología. Come sano
El asunto ecológico presenta muchas aristas. Y esta que voy a tocar ahora quizá no sea aquella que más se puede identificar con la paulatina destrucción de nuestro ecosistema. Pero yo creo que también la tiene, ya que incide directamente en aquello que tiene que ver con la formación de personas conscientes de el entorno en el que viven y de lo que éticamente deben hacer para mejorarlo y conservarlo.
Voy a referirme a lo difícil que resulta encontrar productos alimentarios «sanos». Y con este término quiero referirme a lo más naturales posible y lo menos procesados y tratados con productos adicionales para mejorar su sabor o su durabilidad. Yo tuve un profesor de Antropología que decía que tantos siglos de evolución y la especie humana aún no había aprendido con precisión cuál era la mejor forma de sentarse en una silla. También está aquella célebre canción de Aute, Grano de pus que decía que «el único fin de la razón está en saber comprarse un buen colchón». Bien, pues yo avanzo también mi tesis de que tras siglos de evolución los humanos aún no hemos aprendido a alimentarnos con cierta razonabilidad.
En el área mediterránea tenemos una estupenda dieta que nos ha llevado, a través de los siglos, a ser uno de los núcleos humanos con más salud y niveles de felicidad (que también está conectado con lo alimentario) de entre los que pueblan el mundo. Y hoy, desafortunadamente, parece que lo estamos perdiendo. Sugiero al lector, si es que aún persiste tras esta larga perorata, que se someta a la tortura de visitar cualquier supermercado de los habituales en su ciudad y antes de comprar alimento alguno revise las etiquetas de los mismos y rechace todos aquellos que tengan elementos del tipo potenciadores del sabor, conservantes, estabilizantes, etc. Es probable que saliera con la cesta bastante vacía.
Todo esto es una tremenda locura. Está más que demostrada la perniciosa influencia en nuestra salud de la mayor parte de esos elementos: cáncer, enfermedades cardiovasculares, obesidad… Y, sin embargo, seguimos adquiriéndolos como si no pasara nada, ¿por qué?, ¿qué sentido tiene? Probablemente nos hayamos creado personalidades tan caprichosas que somos incapaces de prescindir de algunos sabores que desde nuestra infancia nos han acompañado: esa bollería industrial que nos nutre de abundante y pernicioso colesterol, esos embutidos ultraprocesados y poblados de lactosa y otros elementos que solo fomentan la adicción a los mismos, esos platos preparados que nos sacan de nuestra indigencia como cocineros y nos permiten disfrutar de cocinas complejas a pesar de no tener ni idea de cómo se hacen. Y tantas y tantas cosas tan fácilmente eliminables de nuestro panorama alimenticio.
Por qué no comer como nuestros padres o abuelos, por qué no tirar de legumbres, verduras, fruta, pescado, carne, todo ello de producción cercana, no elaborado con aditivos y, en fin, sanos para nuestro cuerpo. Puede hacerse. Yo lo hago. Procuro no comprar nada en cuya etiqueta aparezcan los temidos conservantes, potenciadores, estabilizantes… Claro, se me dirá que en un mundo como en el que vivimos donde no tenemos tiempo de nada, no debemos comprar cosas que no duren en nuestro frigorífico porque no podemos estar haciendo la compra a diario. Es cierto, pero yo creo que el esfuerzo que esto puede suponer merece claramente la pena. Igual que el esfuerzo de aprender a cocinar el mínimo razonable, en lugar de tirar siempre de comida preparada o de restaurantes donde la trazabilidad de lo que comemos no está demasiado garantizada. Yo era un completo analfabeto culinario. De familia con usos tradicionales donde las mujeres guisaban y los hombres trabajábamos, no me hice un tortilla hasta los veinte años. Pero le cogí el gusto desde entonces y hoy en mi casa soy yo el que me encargo de lo que tiene que ver con la cuestión alimentaria. Y soy un cocinero vulgar, nunca me darán una estrella Michelín, pero oiga me hago una porrusalda, una fabada, unos arrocitos, unas cremas de calabaza, unas musakas, unos pescados al horno… que muchos los quisieran. Y todo con un mínimo esfuerzo y mucha satisfacción cuando las cosas salen bien y los comensales quedan gratificados.
Sigo poniendo ejemplos tontos. Si te gustan las hamburguesas, ¡coño! no dejes de comerlas, pero no las compres ya envasadas porque estarán llenas de conservantes y otros aditivos. Hazlas tú y para ello no compres la carne picada ya envasada, que también le ponen conservantes. Compra el trozo de carne y que te lo pique el carnicero que lo hace de mil amores y así podrás acceder al mejor producto en lugar de a los restos de los mismos. Por supuesto que se pueden comer hamburguesas en una dieta equilibrada, pero hechas con buena carne picada en el momento y sin aditivos y en cantidades razonables. Claro, si hacemos hamburguesas de medio kilo, mal vamos.
Y este último es otro asunto de gran importancia. La obesidad es un gran problema en el mundo desarrollado. Y viene directamente ligada al consumo de una alimentación insana y a las cantidades superfluas que solemos deglutir. Yo suelo mantenerme en un peso razonable. Cuando por razones de la vida he tenido mucho trabajo y no me he concentrado demasiado en la alimentación he engordado, pero he perdido con mucha facilidad los kilos adicionales, ¿cómo le he hecho? Sencillo. Nunca he prescindido de comer nada de lo que me gusta. Solo limito las cantidades y trato de hacer una dieta equilibrada. Si me gusta el pan no dejo de tomarlo a pesar de que aporta hidratos de carbono muchas veces innecesarios, lo que hago es que solo lo tomo en el desayuno que es el momento del día en que mejor procesa nuestro cuerpo dichos hidratos. Si me gusta la carne no prescindo de un buen entrecot, pero ¡ojo! de doscientos gramos como mucho y dos o tres veces al mes. Legumbres y verduras varios días a la semana, pescado azul, fruta en los desayunos. Embutidos sin abusar y con preferencia a los menos procesados, como ese impresionante jamón que tenemos en España. Alcohol, el mínimo razonable para disfrutarlo sin que nos destruya. Un par de cervezas a la semana, un par de botellas de vino al mes, pero ya está. Y tantas cosas que tomadas moderadamente nos hacen felices sin llevarnos a un peso extravagante siempre que las consumamos con moderación. El exceso en cualquier cosa de la vida limita el placer de cada goce individual. Como humanos debemos tener la capacidad de controlarnos para tener una vida más equilibrada, en todos los aspectos, y la alimentación es uno de los más importantes. Con tantos siglos de evolución los humanos ya deberíamos haber ejercitado nuestra razón para guiarnos en este asunto por el mejor camino posible.
En resumen, creo que poner el foco en los temas alimentarios es crucial para cuidar de nuestro ecosistema. Y creo que esto no es un asunto que competa únicamente a los Estados. Las personas tenemos responsabilidades para con nuestro ecosistema. Debemos ser conscientes de cómo le afectamos y de lo que podemos hacer para mejorarlo y conservarlo. Debemos ser ciudadanos conscientes, comprometidos y responsables. En este aspecto, al igual que en tantos otros de nuestra vida como colectividad.