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Tersiteida – Loando a Tersites

Las cárdenas llamas crepitaron sonoras; la poderosa luz de las hogueras se irguió hacia lo alto. El aire se llenó del olor de la hecatombe; el viento esparcía el vigoroso aroma de la carne ritual. Como ingrávidas plumas volaban las cenizas formando remolinos alrededor del halo luminoso de la luna.

Los jefes aqueos, los amos de la muerte y de la guerra, celebraban consejo. Pasados diez años desde la partida de la fértil Argos, el ejército griego descansa tras la postrer batalla. No ha más de dos noches que la artera astucia del sagaz Ulises puso fin a la guerra. Aún sonaban en el ambiente los gritos de los niños y las mujeres corriendo despavoridos tras las puertas Esceas, el frío rumor de las innobles armas cerrando locamente el singular combate, el clamor de los hombres defendiendo su tierra; Hécuba y Príamo, llorando amargamente por el cruel destino de su casa y sus hijos.

La voz del rey de hombres, Agamenón, se impuso en el tumulto del concilio.

− ¿No es verdad, queridos amigos, que tras largos y duros años de cruenta guerra, de feroz discordia, la razón de los dánaos se yergue ya como puntal al cielo? ¿No es bien cierto que tomamos al fin la bien murada Ilión, que robamos las doncellas troyanas y saqueamos la mansión del poderoso Príamo? ¿No es más cierto aun que la sin par Helena, arrancada ya de los brazos del perro Alejandro, duerme hoy en el lecho del rubio Menelao, su legítimo esposo? Pues que todo lo anterior es cierto, llegada es la hora que, tomando las negras naves, atravesemos el ponto y alcancemos los muros de la patria para volver a gozar de la joven esposa que diez años atrás quedó al cuidado de esclavos, campos y heredades; para volver a las tareas del gobierno de nuestras casas, ciudades o reinos, para sentir de nuevo el frescor familiar de las tardes micénicas, el aroma marcial de la valiente Esparta, el olor de las algas de la tierra cretense, la grandeza de Orcómeno, la riqueza de Ítaca, la luz solar de Atenas, el vino de Corinto.

Un murmullo de agrado se levantó entre los próceres aquivos. El rey de Ítaca, el laertíada Ulises, tomó entonces la palabra.

− Aqueos de larga y rubia cabellera -exclamó el astuto itacense-, el caudillo Agamenón, grande entre los grandes aqueos, ha pronunciado palabras verdaderas y mesuradas. No es de razón que cumplidos aquellos objetivos que un día nos sacaron de nuestros hogares para luchar en lejanas tierras, permanezcamos por más tiempo acampados en la ribera del Escamandro contemplando las cenizas del glorioso pasado de la ciudad troyana. Más aún cuando siento en mis huesos el frío glacial de los gritos dardanios, la presencia fantasmagórica y errabunda de los hijos de Príamo que me tientan la mesura de la mente, el uso normal de los sentidos. Hay momentos en los que quisiera no haber salido nunca del lecho de Penélope, tener las manos limpias de la sangre troyana. Añoro ya sobremanera el calor de Telémaco, mi hijo, a cuyo lado sanaré las heridas; su joven alegría acercará el olvido, su ingenua distracción limpiará de fantasmas el receptáculo del alma. Sí, aqueos, llegada es ya la hora de navegar con rumbo hacia la patria.

El discurso de Ulises abrió amargas llagas entre los príncipes griegos. Las caras se tornaron adustas a la luz del fuego y de la luna. Un trágico silencio de asentimiento hizo comprender al rey Ulises que sus fantasmas anidaban ya las cabezas de todo el pueblo dánao. Fue entonces cuando la voz del atrida Menelao irrumpió en el consejo.

− Yo, amigos, descubrí la existencia del alma aquel amargo día en que apoyado en la traición y el dolo, el cruel Alejandro se me llevó a la esposa. Una voz interior entonces me decía, «¡sufre, perro!, ¡siente el dolor, prueba el amargo llanto!» Supe en aquel momento de la presencia del alma. ¿De qué, si no, aquel seco dolor, aquel nudo terrible, aquel acerbo aguijón que me horadaba las entrañas? Fue entonces, cuando llevado por la ciega locura os reuní a vosotros. Pensaba en aquel momento que podría acallar ese penoso grito, aquella reseca y angustiosa desazón que me anudaba el alma. Partimos, pues, aquel aciago día, de los puertos de Ténedos, pensando en la masacre y la venganza; las velas de las naves, algo menos hinchadas que nuestros corazones, sembraban de optimismo y de locura el ánimo enardecido del ejército y los príncipes. ¡Ojalá el dios del mar, el terrible Poseidón, conjuntando tormentas y borrascas, hubiese sepultado tras de las verdes aguas la encrespada, y sedienta de venganza, voluntad belicosa de la armada micénica!, ¡Ojalá el padre Zeus, con su amoroso e implacable rayo, redujese a cenizas en aquel negro día, los enhiestos y orgullosos mástiles de las naves argivas! Si así hubiera sido, hoy, en que todos vagaríamos como un sueño infernal entre las lúgubres tinieblas del Erebo, no sentiríamos este fuego interior que amenaza con desencajarnos el ánimo y arrasar con los últimos puntos de nuestra humana o ¿quien lo sabe? infernal condición. Fue una tarde serena de aquellas en que los dioses de la guerra vacaban de su oficio, que me invadió la duda. Mi hermano Agamenón robó al pelida Aquiles su querida Briseida. El de los pies ligeros se negó a combatir en venganza del hecho. Pensé en aquel momento si es que no serían sueño los afanes aqueos, si es que mi esposa Helena, disfrutando de los placeres del amor en los brazos de Paris, no habría olvidado ya el lecho conyugal, el amor al esposo. Dudé y perdí la calma. No hubo desde ese instante la muerte de un troyano que no se contabilizara en mi conciencia como un insulto a la virtud y a aquello que hay de noble en la condición humana. Dudé, asimismo, de la necesidad de arrancar a la infiel Helena del lecho de su amante. ¿Para qué?, me decía. ¿Es que acaso sin su deseo valdrá la pena traerla de nuevo junto a mi?

No pudo Menelao acabar su discurso. El prepotente Jove, portador del poder infinito de la égida, cruzó los densos aires de los llanos dardanios. Su lacerante rayo cortó en el aire las últimas palabras del atrida. Los hogueras perecieron difusas ante la atávica luz de Zeus altitonante. La voz del cronida cruzó las filas del ejército aqueo sembrando el pánico.

− ¡Calla para siempre, nefando Menelao! Dudando de ti mismo, dudaste de la fuerza de los dioses. Me dais risa, pensadores humanos, ¿de qué dudáis ahora?, ¿es que acaso creéis que fue de vuestra voluntad de donde nació la perdición de Troya? Escrito estaba en los libros antiguos que un ejército dánao arrasaría la grácil urbe del jinete Príamo. Vosotros, engreídos argivos, no sois más que juguetes en manos de los dioses. Os trajimos a Troya; aquí os retuvimos durante estos diez años. Luchasteis, moristeis, matasteis, todo guiado por nuestra caprichosa mano. ¿De qué dudáis ahora, Ulises, Menelao? Volved a vuestras casas y creed para siempre que todo lo ocurrido fue una grandiosa hazaña. No dudéis más, ya que si tal hacéis, rompiendo la alianza con los númenes, pagaréis alto precio. Si tal hacéis os pondré por conciencia un fino y transparente tejido inmaterial que, sensible a cualquier cosa, convierta vuestra angustia actual en el estado natural del ser humano.

El cielo crujió enardecido y la oscuridad volvió a aparecer solo menoscabada por la cada vez más mortecina y pálida luz de las hogueras. El silencio, un silencio denso y sólido, se enseñoreó de la asamblea. Los dioses habían hablado. La noche se había cerrado inusitadamente y las tinieblas penetraron los cuerpos de las mesnadas griegas.

Fue entonces cuando el parlero Tersites, feo, bizco, cojo y corcovado, pronunció sus proféticas palabras:

− Dejad de soñar, héroes troyanos. Hoy es el día de vuestro ocaso y la aurora de mi principalía. Dejad que algún rapsoda cuente vuestras historias, ya que a partir de hoy contaréis solo con la difusa presencia de los sueños. Nadie sabrá jamás si en la memoria perdida de la historia existió la bien murada Ilión y el ejército aqueo. Nadie sabrá jamás, más allá de las líneas de un poema, si Helena engañó en lo más profundo de su corazón al rubio Menelao, si Agamenón dudó, si Ulises, realmente, vagó pesaroso, durante otros diez años, hasta llegar a Ítaca. Perdeos, orgullosos aqueos, en el piélago tenebroso del olvido. Solo persistiréis como mi sueño, como el sueño del hombre. Solo yo, que dudé, puedo salvarme ahora. Morid enhorabuena.

La opaca niebla, auxiliando a la noche, diluyó los perfiles ruinosos de Ilión. Las hogueras aqueas perdieron su crepitar alegre, la blanca luna de las costas asiáticas brilló acariciando el frío rostro de Tersites. He ahí el hombre.

 

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