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El último artefacto socialista

Cada vez me cuesta más trabajo encontrar temas que me inspiren para escribir sobre ellos. Quizá es que ya he dicho todo lo que tenía que decir o que ya hay pocas cosas que llamen mi atención. Quién sabe. Lo cierto es que en los últimos tiempos es más la ficción que la realidad la que me inspira. Sea a través de una lectura, sea por medio de una película o una serie que acabo de ver, es por ello que surge la chispa. Y en este orden de cosas, hoy quería hablaros de una magnífica serie que termino de ver, El último artefacto socialista. Un canto a la dignidad de las personas y al valor del trabajo como componente esencial del proyecto humano.

Se trata de una sugerente serie croata que nos cuenta la realidad de una pequeña población industrial que ha sufrido la transición del socialismo autogestionario yugoslavo al capitalismo actual. Los trabajadores de una fábrica de turbinas subsisten desempleados y entregados a la desidia, el alcohol y la depresión. Entonces aparecen de repente dos emprendedores que, con un proyecto no demasiado claro (no voy a hacer spoilers) pretenden poner en marcha de nuevo la fábrica. A trancas y barrancas lo hacen. Consiguen que los ingenieros y trabajadores vuelvan a sus antiguos puestos, en una fábrica semiderruida, que entre todos vuelven a levantar y poner en funcionamiento.

En todo ese proceso podemos observar cómo la falta de un trabajo adecuado a su capacidad ha minado la vida de las personas. Y cómo la recuperación de un proyecto, por más dudoso que pudiera ser, los saca del marasmo existencial en el que habían caído. Casi sin esperanzas claras de cobrar un salario, todos se lanzan a fabricar la mejor turbina del mundo. La vida vuelve a la zona y la comunidad local torna a perfilar sus formas.

Esta temática ha vuelto a poner en mi cabeza uno de mis temas recurrentes. Me refiero a la gran crisis que está suponiendo en las sociedades occidentales la pérdida de la manufactura. Ya he hablado en numerosas ocasiones de este asunto, tan bien tratado por mi admirado Vaclav Smil. Quizá donde más concretamente lo hiciera fuera en un artículo, escrito hace años, en este mismo blog, Volvemos a fabricar en casa. Es cierto que la serie de la que hablo se centra más en los aspectos personales que en los económicos, pero no por ello las conclusiones son diferentes.

En un mundo que trata de derivar todo hacia las ocupaciones intelectuales, y que descuida las manuales, se ignora a un alto contingente de personas. Personas que habitualmente tenían cabida en los procesos manufactureros de la industria o en la agricultura, cuando esta era más intensiva en mano de obra. Pero que hoy parecen sobrar. No logro explicarme como nuestros políticos no son capaces de ver que no todo el mundo quiere ser tecnólogo, economista, abogado o similar. Que hay muchísimas personas que se sienten cómodas creando con las manos y que esas personas necesitan puestos de trabajo dignos para desarrollar sus habilidades.

La pérdida de la manufactura en Occidente está teniendo muchas consecuencias y la mayoría no son positivas. Es cierto que entre las buenas no podemos dejar de mencionar el crecimiento económico de Oriente. Dicho crecimiento ha sacado de la pobreza a miles de millones de personas y creado potentes sociedades donde antes solo había hambre y miseria. Pero también es cierto que el reequilibrio económico que dicho proceso ha traído, poco ha beneficiado al mundo occidental. Nuestro punto de vista era sencillo, nosotros diseñamos, ellos fabrican. Bajamos costes y el sobrante de beneficio lo empleamos en mejorar nosotros. Craso error.

No ha habido tal sobrante de beneficio, ya que la basculación hacia Oriente de los procesos manufactureros ha contribuido al desarrollo de las empresas de aquella zona del mundo. Y esto les ha permitido colocar sus productos de forma más competitiva que los nuestros. Ello nos ha llevado a tener que bajar nuestros precios, con lo que esa diferencia de beneficio no se ha dado. Hoy ya no competimos si no es a unos precios que solo podemos mantener si manufacturamos con costes adaptados a los del mercado laboral asiático. Y ello excluye que podamos manufacturar aquí, ya que la expectativa salarial de un trabajador occidental es bastante más alta.

Infernal círculo vicioso este. Esa migración de los trabajos de manufactura ha creado ejércitos de desempleados en nuestra zona del mundo. Pero nuestros políticos dijeron, «¡Tranquilos! Nuestras sociedades evolucionarán hacia los trabajos de más valor añadido y generaremos más riqueza. Con esa riqueza pagaremos desempleo y rentas básicas a quienes no encuentren trabajo. Y además, los formaremos en habilidades intelectuales para ir cambiando nuestro modelo laboral. Nosotros a diseñar, ellos a manufacturar». Repito, ¡qué gran error!

Nadie pareció darse cuenta de que una parte muy importante de nosotros es homo faber, y que tratar de hacernos algo diferente a lo que somos no parece una tarea ni sencilla ni prudente. Las consecuencias han sido nefastas. Hoy en nuestro mundo pocos quieren prepararse para hacer labores manuales. Quien más quien menos aspira a ser informático o economista. Pero la cosa es que necesitamos fontaneros, ingenieros mecánicos, obreros industriales, personal que pueda ensamblar dispositivos tecnológicos, etc. Además, como no todo el mundo tiene la capacidad necesaria para estudiar materias abstractas, llenamos a muchos jóvenes de frustración.

Y qué decir de la sustitución del trabajo digno por una renta subvencionada. Esto es una auténtica catástrofe social. Si rentas de esa índole nos permiten una supervivencia básica, lo que no nos permiten es vivir un proyecto laboral que complemente nuestro ser esencial, nuestra personalidad. Las personas pierden la motivación, la dignidad que nos aporta el trabajo, el hecho de sentirnos útiles con lo que aportamos. Las sociedades se anquilosan en un entorno donde esa mínima subsistencia garantizada nos adormece y nos hace perder empuje. Las personas crecemos luchando contra las adversidades, esforzándonos en conseguir objetivos. Y no lo hacemos adocenándonos esperando una mísera paga que apenas si nos da para subsistir pero que nos resta capacidad de acción.

Y este escenario es el que muestra de forma conmovedora El último artefacto socialista. Bien es cierto que lo hace en un mundo que, además del proceso de deslocalización reseñado, hubo de enfrentarse al paso del socialismo al capitalismo. Y sin embargo, la evolución es similar. Aquellas sociedades de las democracias populares de Europa del Este hacían vivir a los individuos en un entorno carente de libertades, pero por otro lado, les garantizaban el acceso fácil a un puesto de trabajo. No se me malentienda, bajo ningún punto de vista voy a defender ese tipo de sociedad que alienaba a las personas de mil otros modos diferentes. Simplemente por el hecho de robarles cualquier tipo de capacidad de acción política. Y no obstante, sí lo hacían con la posibilidad de hacer ganar a una persona la enorme dignidad de optar a un útil posicionamiento laboral.

Y, ante todo esto, nuestra pregunta debería ser, ¿no es posible un mundo donde el respeto a la libertad y el acceso a un puesto de trabajo digno sean compatibles? Desde luego, con el modelo comunista no lo fue, pero con el capitalista neoliberal que solo persigue el beneficio inmediato, tampoco. Decisiones erróneas, intereses espurios, dirigentes insensatos, oportunistas por doquier… Todo un conjunto de elementos que nos llevan a sociedades que no siempre están hechas a la medida de las personas, que no siempre respetan sus necesidades esenciales. ¿Lograremos alguna vez un mundo más humano? Desde luego, este es el mejor de los mundos posibles, como tantas veces he repetido. Lo que no quiere decir que no sea ampliamente mejorable.



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