Saltar al contenido

¿Se podía haber evitado la guerra civil?

¿Se podía haber evitado la guerra civil? Esta es muy probablemente una pregunta sin respuesta o mal planteada. Quizá convendría mejor interrogarnos acerca de si algunos hechos que sucedieron de cierta forma podrían haber traído consecuencias distintas si los agentes que participaron en dichos hechos hubieran actuado de forma diferente. Pero la concepción de la historia que subyace a la cuestión de plantearnos interrogantes de este tipo quizá no esté demasiado bien vista en nuestra época. Parece como si muchos historiadores profesionales partieran de que existe un determinismo social impulsado por aspectos económicos, demográficos, colectivos en última instancia que hacen que los hechos sucedan no porque existan sujetos que los impulsen sino porque hay causas que los exceden y que actúan de forma inexorable por encima de las acciones que dichos sujetos puedan realizar. Es el viejo debate que se plantea a colación de la opinión de Gabriel Jackson cuando en la introducción de su clásica obra sobre la República y la guerra civil en España[1], escrita en 1964, menciona haber estado en contacto con numerosos personajes de la época que tenían la convicción de que ciertas actuaciones distintas podían haber cambiado el curso de la historia. El pobre Jackson fue criticado por tantos sitios que cuando publicó en 1976 la primera versión de su obra para la España post franquista, hizo su propia autocrítica reconociendo que tras años de haber expuesto su primera opinión, estaba ahora convencido de que no era del todo cierta y que la acción de las personas individuales no era tan determinante del curso de los hechos.

Guerra Civil

Así lo dice el profesor Julio Aróstegui en su prólogo al trabajo colectivo que la revista Arbor hizo en el cincuenta aniversario de la guerra[2], ¿cómo ciertos intelectuales pueden creer que el curso de terribles acontecimientos colectivos, que afectan a una inmensa masa de hombres, sea explicable como consecuencia de “actuaciones singulares” o de élites, a las que cupiera atribuir tan formidable capacidad de decisión[3]. Efectivamente hay que coincidir con el profesor Aróstegui en que este no es un buen fundamento historiográfico, ya que no es sólo la acción de algunas personas la que directamente causa los hechos. Existen, por supuesto, un conjunto de bases en que la acción de dichas personas se teje, una situación socioeconómica concreta, unos valores sociales imperantes, unas organizaciones políticas que pautan y vehiculan las opiniones y el quehacer de los individuos. Pero todo ello no impide que las acciones de las personas finalmente sean determinantes; o es que podemos negar que si el general Franco hubiera tomado una actitud diferente ante la sublevación militar el curso de ésta hubiera seguido caminos muy distintos. La tesis de Aróstegui es razonable puesto que lo que viene a indicar es que resulta una obviedad decir que acciones distintas hubieran provocado historias diferentes, siendo la labor del historiador la de explicar las decisiones de los individuos, siendo tales decisiones siempre sociales. Lo que Aróstegui, con muy buen criterio, quiere apartar de nuestras cabezas es la tesis de que ciertas personas o ciertas élites son tan importantes como para que sus acciones y decisiones cambien el rumbo de la historia. Sin embargo, cómo no sucumbir a la tentación intelectual de concebir escenarios paralelos donde esas distintas acciones, tejidas de modo distinto hubieran dado resultados distintos.

Por mi parte, y respetando las tesis de Aróstegui, quiero resaltar aquí la utilidad del estudio del comportamiento de los sujetos de la historia como parte esencial en la labor de conocimiento del hecho histórico. Y quiero hacerlo sin negar que las decisiones de los individuos son también fruto del contexto social en el que se mueven y que la tarea principal del historiador es la de explicar dichos procesos sociales así como las decisiones de los individuos y no la de hacer historia ficción poniendo sobre la mesas mundos inventados. Así, me inscribo en cierta medida del lado del segundo Gabriel Jackson, que reconoce lo extremo de su primera posición, pero no deja de sentir que la influencia de los individuos podría haber traído consecuencias diferentes.

Lo que intentaré defender aquí es el valor de proponer escenarios históricos alternativos en función de que determinadas personas hubieran actuado de forma diferente, de que hubieran sucedido otros hechos o de que determinadas situaciones sociales no se hubieran dado; todo ello como una herramienta más de la que puede disponer el historiador para tratar de explicar lo sucedido y no como un arma de especulación carente de rigor científico.

Y bien, vayamos a los hechos. Lo primero que me interesa remarcar es el tipo de sociedad con que nos enfrentamos en los años 30 en España. Estamos ante un país que no ha hecho con la misma intensidad que algunos de sus vecinos la revolución industrial y que, por tanto, se encuentra alejado de los niveles de organización social en que estos otros países se mueven. Sin llegar a los extremos de Rusia, en España es el campesinado la auténtica clase exprimida, aunque ciertamente el proletariado industrial ha ido desarrollándose a un ritmo creciente sobre todo en las zonas más industrializadas de Cataluña y del norte de la península. España no solo no ha hecho la revolución industrial sino que tampoco ha terminado de hacer la revolución política. Los primeros ensayos liberales del siglo XIX terminaron a manos de pronunciamientos militares y cuando más tarde el liberalismo se asentó como una alternativa política lo hizo dentro del sistema caciquil que imperaba en todo el país. La España de la Restauración representaba una sociedad anquilosada en sus estructuras de alternancia política cerrada al auténtico dinamismo social. La sociedad civil, como Azaña indicaba, se encuentra falta de densidad. El pueblo se ve alejado de la toma de decisiones políticas y en este caldo de cultivo son  las organizaciones obreras, como la CNT, capaces de presentar un utópico mundo futuro libre de clases y de estado opresor, las que llegan a la gente. Pero España ha sido un país importante en el concierto de las naciones y eso le hace tener una visión de sí misma, a través de su intelectualidad, con todas las divergencias de matices que se quieran aportar, pero fecunda en la interpretación de sí misma. Pero es una sociedad anclada en el pasado; en su pasado imperial glorioso.

Azaña reforma el ejército al que considera sobredimensionado para las necesidades defensivas españolas. El ejército español ha jugado un papel crucial en la política interna del país durante todo el siglo XIX. Estamos ante una institución que mantiene un conjunto de valores vinculado al pasado glorioso del imperio, pero que carece de efectividad para cumplir el papel que la sociedad avanzada del siglo XX demanda a este tipo de instituciones. En ese juego de fiel de la balanza política el ejército ha crecido enormemente y está lleno de efectivos inútiles que gravan al erario público y se convierten en un peligro para cualquier  gobierno que quiera ejercer su labor de forma independiente a la presión militar. Las guerras de África han fomentado además la creación de una oficialidad educada en la crueldad de la guerra colonial y que hace del valor un absoluto y del concepto de Patria, en su estrecha concepción sectaria, algo por lo que merece la pena arriesgar la vida y sacrificar la de todos cuantos no concuerden con estas ideas.

Cuando Largo Caballero sale de prisión, tras los sucesos de Asturias, da un mitin en el cine Europa[4] donde pone, con claridad meridiana, las cosas en su lugar. Dice allí que la clase media española no ha comprendido aún cuál es su misión histórica en España. Intenta demostrar que para que la clase media industrial pueda vivir es necesario que la clase trabajadora tenga un nivel de vida superior al que tiene, porque, impidiendo, por ejemplo que los obreros tengan un salario regular impiden que esos obreros puedan consumir, y al impedir que puedan consumir, ellos no pueden vender, y si ellos no venden, la industria no puede producir[5]. Hay que saber que Largo Caballero pertenecía en aquel momento al sector más moderado del Partido Socialista, colaboracionista incluso con la dictadura de Primo de Rivera y ministro de trabajo reformador durante el bienio republicano socialista. Su conversión en el Lenin español al que lo llevó, fundamentalmente, la propaganda de los comunistas, resulta de comprobar que toda su ingente labor reformadora se viene abajo durante el bienio radical cedista. Es entonces cuando se radicaliza y comienza a pensar que sólo el triunfo revolucionario de la clase obrera podrá garantizar la perdurabilidad de las reformas, cosa que el estado republicano burgués no ha sido capaz de hacer. Caballero se convierte así en el líder indiscutible de los que piensan que sólo la fuerza de la revolución podrá cambiar la sociedad, de quienes abominan del reformismo republicano y desean una vía más rápida para llegar al paraíso socialista.

En paralelo, tanto la derecha totalitaria como la izquierda revolucionaria creen que la violencia puede cambiar el mundo y ambos están dispuestos a ejercerla para llevar a cabo su proyecto de sociedad. El choque de dos titanes estaba servido.

Todo esto no debe llevarnos a olvidar que fueron un conjunto de generales quienes se sublevaron contra el gobierno legalmente constituido. Hoy está de moda una corriente historiográfica liderada por furibundos ex izquierdistas y neófitos de no sabe muy bien qué, que gastan sus esfuerzos en reescribir la historia para demostrar que realmente fue la izquierda la causante de aquel desbarajuste y que los militares hicieron solamente lo que estaban condenados a hacer dado lo que se les venía encima. Es un punto de vista defendible, pero del que no participo. Fuera de las acciones de los hombres, lo importante es la rectitud de los comportamientos, el seguimiento de valores dignos y el respeto a la legalidad. Fuera de toda duda razonable está que el Frente Popular constituía la conjunción de partidos que gobernaban España de forma legal tras ganar las elecciones de febrero de 1936. Fuera de toda duda razonable está que el gobierno estaba liderado por republicanos moderados seguidores de la legalidad. Fuera de toda duda está que la sublevación militar se plantea de forma encubierta e ilegal. Fuera de toda duda está que los más altos mandos del ejército no se unieron a la sublevación y fueron muertos de forma inmediata e inmisericorde por sus subordinados inmediatos, los coroneles y comandantes que constituían la base de los sublevados. Fuera de toda duda está que la sublevación se produce de forma cruenta y que la toma del poder en los cuarteles y en las ciudades se hace por la fuerza de las armas, de forma que los muertos se cuentan por miles en las primeras horas. Los militares que no se unen a la sublevación son muertos inmediatamente por sus compañeros sublevados; en las ciudades donde triunfa el alzamiento la sola pertenencia a alguno de los partidos del Frente Popular es condición suficiente para tener acceso a una muerte cruel e inmediata. No podemos negar que como contrapunto de estos hechos, en la zona republicana se desencadena la revolución que trae como consecuencia similares niveles de sangre y represión. He ahí la paradoja más grande de los rebeldes, fomentaron lo que deseaban evitar; trajeron la revolución que querían impedir.

La carencia de esa moderada tercera España que tanto ayudó al éxito de la transición democrática postfranquista apenas si existía en los años treinta. Buena prueba de ello nos la da el bueno de Portela Valladares que intentó lo que en ese momento era una tarea imposible, llevar un mensaje centrado a la política española. Portela fundó el Partido de Centro Democrático y a finales de 1935 fue encargado de formar gobierno por Alcalá Zamora, con la misión fundamental de convocar elecciones. Portela era un político auténticamente liberal y acendradamente demócrata en sus convicciones. Sabedor de la polarizada realidad política que vivía España, se mostraba convencido de que sólo una opción centrista podía salvar del marasmo a la sociedad española. Pero sus esfuerzos fueron baldíos y sólo cosechó un rotundo fracaso al verse desbordado tanto por la izquierda como por la derecha. Portela era un hombre íntegro, un político honesto y un demócrata convencido; así cuando ya la victoria del Frente Popular era conocida, recibe de Franco el ofrecimiento de parar por las armas el triunfo de la izquierda. Portela se niega y entrega el poder de forma inmediata a los vencedores en las urnas.

¡Pobre República aquella de Portela! Estaba rodeada por todas partes de republicanos que no creían en ella. Por la derecha, la CEDA y Acción Católica, ambas de ascendencia monárquica y con algunos tintes de querencia por los movimientos totalitarios que en ese momento se están desarrollando en Europa, ambas también, por supuesto, furibundamente anticomunistas; más a la derecha la Falange que copa la acción directa en las calles aunque en las urnas apenas si obtiene respaldo. Por la izquierda el Partido Socialista y el Partido Comunista, el primero dudosamente republicano, o al menos dudosamente republicano en su ala caballerista que amén de la más numerosa era la que controlaba igualmente a la UGT; el segundo abiertamente partidario de la revolución y cercano a la república sólo como una cuestión instrumental; qué decir ya de la CNT totalmente contraria a cualquier forma de Estado y con la mano siempre puesta en la piedra que no sabe si arrojar o no al modelo republicano de Estado. Ante esto qué quedaba, en el ala izquierda Azaña y los republicanos aglutinados a través de su figura y en el ala derecha un Lerroux absolutamente desacreditado por sus manejos turbios con el asunto del estraperlo.

Portela no podía encontrar auditorio para su mensaje. Una sociedad polarizada ideológicamente y con unas abismales diferencias de clase no conforma el caldo de cultivo ideal para que el mensaje de la moderación cuaje. La hecatombe estaba servida.


[1] Gabriel Jackson. La República Española y la Guerra Civil, Barcelona, 2006. Editorial Crítica.

[2] Julio Aróstegui et al. La Guerra Civil Española, Revista Arbor nº 491-492, Tomo CXXC, Noviembre – Diciembre 1986. Madrid, artículo Vademecum para una rememoración.

[3] Ibídem, p. 10.

[4] Referenciado por Juan-Simeón Vidarte, Todos fuimos culpables, México, 1973, FCE, pp. 31-32

[5] Ibídem

Deja un comentario

Descubre más desde Arte de Prudencia

Suscríbete ahora para seguir leyendo y obtener acceso al archivo completo.

Seguir leyendo