Recientemente he encontrado un par de autores que me han hecho recuperar la confianza en quienes practican el noble oficio de escribir. Uno de ellas es Theodor Kallifatides, un autor griego afincado en Suecia y del que no voy a hablar hoy porque quiero hacerlo más extensamente en otro momento. El otro es nuestro Pedro Ugarte, un bilbaíno al que sigo desde hace tiempo en Facebook, pero al que los múltiples, y quizá innecesarios asuntos, en que nos embarcamos cada día, no me había permitido leer. Y deseaba hacerlo. Lo deseaba porque leía sus intervenciones en la red y me parecían interesantes, inteligentes, alejadas del sectarismo y la mediocridad habituales. Claro que eso no tendría por qué ser marchamo de calidad literaria. Y, sin embargo, en este caso lo es. Y mucho, además.
Conforme uno envejece es más costoso encontrar obras literarias que le conmuevan, que al acceder a ellas se pueda llegar a la consideración de que han aportado algo relevante a lo mísero de nuestra existencia diaria. Incluso a quienes he considerado mis escritores favoritos durante años, de repente se me tornan adocenados, rimbombantes, vulgares. Supeditada su obra a la finalidad de entretener las inquietas mentes de lectores con poco tiempo y muchas ganas de pasar un buen rato leyendo. No es esta una mala finalidad en sí misma, pero llevada a su extremo lleva a algunos a caer en lo banal, en lo manido, en lo que, por buscar entretenimiento, solo se alcanza lo mediocridad.
La cuestión es que me hice con una de las obras de Pedro Ugarte de antigüedad media (2004), Casi inocentes. Una interesante novela que incluso fue llevada al cine en 2014, aunque parece que la versión cinematográfica no fue demasiado exitosa. Tengo que intentar verla, de todas formas, para hacerme una idea más adecuada al respecto. La cuestión es que la novela me ha atraído poderosamente. Y tengo varios motivos para ello.
El primero es el magnífico pulso narrativo del autor. Estoy cansado de esos figurones del best seller que parecen verse obligados a seguir un riguroso guion de eventos, personajes, historias… lo que les han dicho sus editores que deben hacer para vender libros. Contrariamente a esa continua agresión a la buena literatura, autores como Pedro Ugarte no ceden ni un ápice ante semejante método. A él se le lee con el placer de saber que estás leyendo algo auténtico. Literatura de esa que emplea el verbo para transmitir al lector sentimientos reales y no extemporáneas y continuas acciones que solo contribuyen a crear personajes tan acartonados como ficticios.
El segundo es la temática. El tema troncal de la novela es la paternidad. Y poco he leído donde uno pueda sentirse más identificado y más de acuerdo con todos los dilemas morales que plantea el autor. Reconozco que el asunto de la paternidad es una de mis más relevantes preocupaciones. Uno de las derivaciones del pensamiento que más han ocupado mi mente, al menos desde que, hace ya muchos años, llegué a ella. Solo tendríamos que prestar alguna atención a frases como esta para reconocer el mérito de lo que Ugarte nos transmite:
«Todo adulto que tiene hijos se reconoce incompleto y confundido. Al fin y al cabo, ha descubierto algo turbador, algo que condiciona para siempre su existencia: saber que existe sobre la tierra una vida más importante que la suya.»
El tercero es el escenario. Los mundos de la familia y el trabajo. Todo llevado con sumo realismo. Nada se sacrifica en la narración al hecho de lograr satisfacer al lector creando arquetipos de personajes tan atractivos como imposibles. La gente es real, la narración es intensa, los hechos son creíbles. Literatura de verdad, de la que se nos introduce por las venas del pensamiento y nos aporta inteligencia.
Y es que el autor no pierde el tiempo en centrarse en la creación de esos estereotipos que generan nuestra admiración por verlos como sobrehumanos, interesantes, curiosos… O en acciones y aventuras que nos hagan olvidar nuestra orfandad como humanos y sirvan para darnos consuelo. En cambio, en sus personajes nos vemos a nosotros mismos. Son receptáculos donde emplear la cuchara para rebañar las profundas costras con las que suele ensombrecerse el alma humana.
En cualquier caso, lo que sí tengo que hacer es leer más de la abundante narrativa de este hombre, sobre todo de sus relatos cortos, género que practica con notoriedad y que suele ser uno de mis favoritos.
No voy a destripar el argumento para aquellos lectores que deseen enfrentarse a la obra. Por tanto, aquí lo dejo. Solo insisto en que si estás aburrido de tanta figura de relumbre y tantos de esos best sellers con que nos inundan habitualmente, en esta obra, e intuyo que en otras de Pedro Ugarte, encontrarás las tranquilas aguas de la literatura de verdad que muchos deseamos.