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Hurgando en la memoria. 5. Amor y política (1976-1978)

La tarde del 18 de octubre de 1976 caminaba desde mi casa hacia el instituto García Morente en el barrio de Entrevías. Me sentía bien. Había perdido complejos y ganado amigos. La vida comenzaba a plegarse a mis deseos. Hasta ese momento siempre los acontecimientos me habían desbordado, pero ahora comenzaba a observar que si quería hacer algo, lo hacía y listo. Una cierta sensación de libertad se mezclaba con el gusanillo que se removía en el estómago. ¿Por qué esa duplicidad de sensaciones? Ese día comenzaba COU. Lo hacía ya con lo que yo consideraba una normalidad potente. La recuperación de mis problemas de cadera era notoria. Por fin entraba en el canal estudiantil ordinario. Adiós a estudiar por libre todo el año para jugárselo todo a un examen. Ahora estaba inscrito en el instituto público de mi barrio y la sensación de participar de la normalidad del resto del mundo me invadía. Con los años he comprendido que la anormalidad en el comportamiento o en el devenir de los hechos de la vida tampoco tiene por que ser mala compañera. Pero cuando se está a unos días de cumplir los dieciocho años, sentirse inserto en el común suele ser un plus interesante para cualquier mortal. Y más para alguien que siempre había sufrido por sentirse apartado de dicha normalidad.

Iba a ir al grupo nocturno. Trabajaba por las mañanas así que para seguir estudiando (esa era mi prioridad) tenía que hacerlo en el grupo de tarde/noche. Físicamente había cambiado bastante. Estaba muy delgado, por aquella época tuve mi peso mínimo de adulto (68 kilos), me había dejado una incipiente barba, que luego me ha acompañado casi toda mi vida y el pelo me lo dejaba crecer bastante. También me había acostumbrado a vestir al estilo medio hippie del momento. Recuerdo que para llevar el material escolar tenía una bolsa de tela pintarrajeada, los vaqueros gastados eran imprescindibles y en ese día (el otoño ya avanzaba) tengo el recuerdo de llevar una larga y avejentada chaqueta de lana que seguramente me había hecho alguna de mis hermanas. En fin, el prototipo de lo que hoy llamaríamos un hipster de medio pelo.

En el instituto había quedado con mi primo Pepe Osuna y con mi amigo Juan Carlos Muñoz. Juan Carlos y yo comenzábamos COU ese mismo día. Charlamos un rato antes de entrar a clase y, como parecía lógico a nuestra edad, compartimos la decisión de sentarnos al lado de las chicas que nos parecieran más atractivas. Y así lo hicimos. Ángela y Cristina parecían cumplir sobradamente con nuestros requisitos y justo nos sentamos en los pupitres situados por detrás de los suyos. Antes de comenzar la clase ya nos habíamos presentado y comenzado el ritual corriente entre chicos y chicas que, pueden tener algún interés en los estudios, pero que en ese momento lo tienen más en los asuntos hormonales que les acucian.

La verdad es que no recuerdo gran cosa de aquella primera clase, salvo que esa noche ya acompañé a Cristina a su casa tras salir del instituto. No sé por qué fue Cristina mi compañera de paseo nocturno. Lo normal es que hubiera sido Ángela, ya que vivía por mi misma zona del barrio. Obviamente volví pletórico a casa. Todos los objetivos conseguidos.

Comenzaba así un nuevo momento vital. El grupo de amigos iba a ampliarse con los nuevos que comenzaba a conocer en el instituto. Enseguida formamos pandilla con Ángela, Cristina y Eloy, otro chico que se sentaba en nuestra misma zona del aula. Compartíamos ciertas afinidades intelectuales que, en aquel momento, eran sobre todo las que tenían que ver con el posicionamiento político.

Estábamos en lo que después se llamó la Transición española. En el instituto se encontraban representadas todas las orientaciones políticas de la época. Jóvenes e idealistas, en aquel momento parecía interesarnos más el cambio que podría tomar la sociedad que nuestro proceso de formación. Creo que Eloy y yo éramos los más activos, políticamente hablando, dentro de nuestro grupo. Cristina estaba mucho más interesada en sus estudios y Ángela, aunque entraba en nuestras confrontaciones dialécticas, mantenía un interés más frío que el nuestro. Ella se confesaba socialdemócrata, lo que nos causaba hilaridad al resto de sus radicales compañeros que entendíamos aquello como algo incluso a la derecha del PSOE. Quién iba a decirme que con el paso del tiempo le daría la razón, abandonaría mi izquierdismo de salón y abrazaría el credo socialdemócrata. Eloy, con sus gafas de concha y su fisonomía de persona más mayor daba un cierto aspecto de intelectual barojiano. Obviamente, ninguno éramos ni teníamos vocación de convertirnos en militantes profesionales, pero pensábamos que tomar partido y participar era un deber ineludible. Dada mi orientación anarquista, en seguida nos juntamos con el resto de los grupos ácratas del centro. Bueno, tampoco éramos tantos. No recuerdo los nombres, pero había dos muchachos más cercanos al anarquismo de la FAI que a la versión obrera de los sindicalistas de la CNT. Esta última estaba representada por otro chico que aportaba el punto de vista pragmático. Recuerdo que ante la devastación de grafitis a la que sometíamos a las paredes del centro, este último nos recordaba la filosofía de su organización, «no estropeéis el entorno, recordad que esto será nuestro pronto». Pensar en ese futuro brillante nos enaltecía.

El primer trimestre transcurría con una cierta normalidad en los estudios, pero las cosas no iban al mismo ritmo en lo que a lo político o a lo sentimental se refería. En esto segundo, los paseos nocturnos cambiaron de compañera. Ángela sustituyó a Cristina. Todas las noches volvíamos juntos y algo comenzó a despertarse ahí. Recuerdo que en esas semanas murió su abuela Águeda en el pueblo y faltó unos días a clase. Sentí una extraña desazón por su ausencia. Aún no existía nada entre nosotros más allá de una cierta amistad, pero creo que ambos éramos conscientes de que el otro nos interesaba. Respecto a lo político, en España Suárez estaba impulsando el proceso de reformas que acabaría con el auto suicidio de las cortes franquistas al aprobarse la Ley para la Reforma Política. Ni que decir tiene que desde nuestro punto de vista aquello era un maquillaje para darle continuidad al régimen. Jóvenes y exaltados, nuestra preferencia iba claramente por la ruptura y todas aquellas cosas nos parecían paños calientes.

Tengo un especial recuerdo de los debates con mi padre. Él era totalmente partidario de lo que Suárez estaba haciendo y yo no cesaba de discutírselo. Como era lógico, en el referéndum para aprobar la ley que se realizó el 15 de diciembre de 1976 mi padre voto «Sí». Yo no votaba puesto que tenía dieciocho años y entonces la mayoría de edad era a los veintiuno. Mi participación se limitó a llenar su camino, desde nuestra casa hasta el colegio electoral en que votaba, de pintadas alentando a votar «No» o, casi mejor, a no votar. Él tenía razón y yo era un niñato que no sabía ni atarme los zapatos. Pero estas cosas solo el tiempo las pone en su sitio.

De esa Navidad tengo también un recuerdo especial de la comida que hicimos en la obra de Valdemoro. Podíamos considerar que aquella fue mi primera comida de empresa y fue bastante especial y diferente. Creo que debimos hacerla un sábado por la tarde al terminar el trabajo. Entre todos preparamos una caldereta de cordero. Bueno, el entre todos creo que me ha quedado un poco presuntuoso. Yo era el bebé del grupo, un administrativo de manos blandas y dieciocho años recién cumplidos frente a curtidos albañiles de treinta, cuarenta, cincuenta años, mucho más experimentados que yo en cualquier lid no solo gastronómica sino de la vida en general. El encargado cantaba muy bien flamenco y allí pasamos la tarde oyéndole cantar, comiendo y bebiendo. Yo no tenía una especial relación de amistad con ninguno de aquellos hombres, pero sí existía la camaradería necesaria como para que esa tarde de diversión quedara grabada en mi recuerdo para siempre.

Dos días más tarde de celebrarse el referéndum, el viernes 17 de diciembre, terminaba el trimestre escolar y comenzaban las vacaciones de Navidad. Para celebrarlo quedamos en salir Ángela, Cristina, Eloy y yo. Tomamos algo en un bar del bulevar del Puente de Vallecas cuyo nombre no recuerdo, luego pensábamos ir al centro. Y esa noche pasó a tomar una forma más consistente lo que ya veníamos ambos vislumbrando como un hecho. Me refiero a que Ángela y yo nos atraíamos. Entre risas, cerveza y conversaciones de poco más que adolescentes esa noche comenzamos a salir, terminología esta que hoy ya se usa poco. Allí nos besamos por primera vez en la puerta del bloque donde ella vivía y allí quedamos para el día siguiente. Y desde entonces hasta hoy, cuarenta y cinco años más tarde, continuamos recorriendo juntos el camino que comenzó en aquellos turbulentos meses en pleno cambio del país.

No puedo evitar recordar con la máxima ternura aquella imagen de Ángela con diecinueve años. Frágil, delgada como un palillo, pero con una fuerza interior inusitada. Recuerdo la mirada soñadora en la tonalidad casi verdosa de sus ojos. Nada se disfruta más en la vida que esos primeros momentos del enamoramiento. Esos en los que vislumbras todo el encanto del otro, esos en los que captas la claridad de una sonrisa, la intensidad de un abrazo, el sabor intenso de los besos, el olor especial del pelo recién lavado, la frescura de una piel limpia y joven. Con la edad todo esto pasa y en función de cómo se haya sabido capitalizar una relación, el afecto y la memoria harán que todo persista por más años que pasen. Para mi fortuna, esa es la situación que vivo tras tantos años. Ninguno de los dos habíamos tenido una infancia y adolescencia sencillas. La mía por los motivos que el lector ya conoce y la suya porque sus padres también sufrieron el calvario de la emigración desde su tierra abulense. Con catorce años, siendo casi una niña, murió su padre y tuvo que arremangarse para ayudar a su madre a sacar la familia adelante. Sentir que significábamos algo importante para el otro era algo novedoso para nosotros. Ello potenciaba nuestros sentimientos y nos llenaba de solidaridad mutua más allá de cualquier forma de egoísmo.

El sábado por la mañana daba clase de matemáticas a Desi, una alumna a la que llevaba tiempo atendiendo y a quien no se le daba muy bien la asignatura. A mi me encantaban y el fuerte entrenamiento que había tenido con don Manuel en quinto y sexto de bachillerato era una base suficientemente sólida como para poder enseñarlas a otros. Creo que aquella mañana le enseñé bien poco dado lo nervioso que estaba y la prisa que tenía por acabar y llegar a la cita con Ángela. Tener novia se llamaba entonces. Es curioso que con el tiempo esta terminología se haya ido desvirtuando. ¿Quién tiene novia/o hoy? Términos y prácticas en desuso, pero que fueron una parte vital en nuestra existencia.

Pasamos las vacaciones en la nube que envuelve este tipo de situaciones, pero llegó el momento de reiniciar las clases. Muchas cosas habían cambiado y a partir de ahí nos sería difícil retomar todo tal como lo dejamos en diciembre. Por un lado, nuestra relación iba a robarle mucho espacio al estudio. Pero en el poco que le quedaba, la participación política iba a hacer el resto. Enero de 1977 fue un mes terrible en aquella España de la Transición.

Yo solía vivir las cosas con la intensidad propia de la juventud. Estaba en esos años en los que uno le gusta sentirse un poco héroe. Algo que con los años suele matizarse o incluso desaparecer, pero que en ese momento resulta predominante en la personalidad. Si ya los jóvenes tienden a sentirse más importantes de lo que realmente son, cuando eso se enarca por el hecho de ser relevante para alguien, la cosa se magnifica. Así me sentía yo aquel domingo 23 de enero de 1977. Pensaba asistir a la manifestación pro amnistía que tendría lugar en el centro de Madrid. La lucha por la amnistía era una de las causas que en aquel momento nos movilizaba a quienes trabajábamos de un modo u otro por avanzar en el proceso democrático. La manifestación no tenía autorización gubernativa, pero eso no debía ser un inconveniente para quienes sentíamos el deber moral de asistir. En principio fue como tantas otras. Saltos, carreras, los grises persiguiendo a la gente. Yo sé que andaba por detrás de la Gran Vía, en un lugar cercano a la Plaza de España. En un determinado momento creímos oír unos disparos, aunque en la confusión del ruido de los botes de humo y las cargas policiales no podíamos asegurarlo. Luego, al llegar a casa y ver las noticias observé con desazón que en la calle Estrella, a la misma hora que yo pasaba por alguna muy cercana, los Guerrilleros de Cristo Rey habían matado al joven Arturo Ruiz, un muchacho solo un año mayor que yo que les recriminó su actitud violenta contra los manifestantes.

Pero lo peor estaba por llegar, solo un día más tarde, unos pistoleros de extrema derecha asaltaban en la calle Atocha un despacho laboralista vinculado a Comisiones Obreras y allí asesinaron a tres abogados, a un estudiante de derecho y al administrativo del despacho. Aquello fue un shock tremendo para toda la sociedad española. Fue el signo de que la extrema derecha no estaba, ni mucho menos, controlada y de que aún representaban una fuerza temible para el avance de la democracia. La vinculación a Comisiones Obreras en aquel momento significaba igualmente la vinculación con el Partido Comunista. El PCE aún no estaba legalizado en España, pero tenía una fuerza considerable. Su enorme labor durante todo el franquismo le había proporcionado la cualidad de ser el partido más representativo de la izquierda. El PSOE daba una apariencia mucho menos combativa y más cercana a los trapicheos con los que Suárez intentaba dar fin al franquismo a través de reformas que a algunos no nos satisfacían demasiado.

La enorme manifestación que supuso el entierro de las víctimas fue una muestra de la fuerza y el poder organizativo que el PCE mantenía en aquel momento. Centenares de miles de personas acompañaron a los féretros por el centro de Madrid con toda la manifestación controlada por el servicio de orden del partido y sin que se produjera ningún incidente. A la sociedad española se le estaba enviando un mensaje claro, el PCE era una fuerza sin la que la democracia no podía seguir avanzando. Su poder de convocatoria, su capacidad organizativa y el rigor para controlar a los movimientos de masas lo convertía en una pieza imprescindible para el afianzamiento del proceso democrático. Así, el entierro de aquellos militantes estaba significando mucho más, estaba siendo el signo del comienzo del fin real del franquismo en nuestro país.

Ángela era menos combativa que yo. Y tampoco es que yo lo fuera al nivel de tantos otros en aquellos días. Nuestra participación política se limitaba a la estudiantil en el instituto y a nuestra vinculación con el Ateneo Libertario de Vallecas. De allí tengo algún que otro recuerdo, la elaboración de pancartas para las manifestaciones, los debates entre quienes lo poblábamos y, sobre todo, de un vejete llamado Simancas. Por aquellos años quedaba todavía una nutrida representación de hombres y mujeres que habían vivido la guerra civil y Simancas era uno de ellos. El hombre era un poco paliza, lo rememoro contándonos siempre sus batallitas, no paraba de hablar y nos parecía a todos un poco pesado. Contrariamente al apartamiento político que yo había vivido en la persona de mi padre, Simancas era un hombre que vivía con entusiasmo la participación política. Mantenía unas diatribas importantes con los más jóvenes. Él era un cenetista convencido que no entendía por qué los jóvenes se negaban (yo no tenía un punto de vista claro) a que emitiéramos carnets de pertenencia al Ateneo. Las viejas críticas anarquistas a cualquier modelo organizativo estaban muy presentes, pero para un sindicalista de la CNT no eran fáciles de entender. Conservo todavía una especie de clip de plástico que era la seña de identidad que portábamos quienes nos movíamos por el Ateneo. Ese fue el único signo de pertenencia a un grupo político que tuve por aquellos años.

Ateneo Libertario de Vallecas

La verdad es que éramos unos críos que no hacíamos gran cosa por ayudar en el proceso en el que se encontraba el país, por más que a nosotros nos pareciera otra cosa. Uno de los actos más «heroicos» que llevé a cabo por aquella época fue hacer un grafiti con el símbolo del anarquismo en los muros de la comisaría de Entrevías. De poca ayuda a la causa del fin del franquismo debió ser aquella acción mía.

Al hecho del entusiasmos con tu primera pareja y a lo intenso del entramado político del momento se unió otro asunto relevante para mi vida. Yo no estaba demasiado satisfecho con mi trabajo en la constructora. Seguía sin dar de alta en la seguridad social y ganaba muy poco, así que mi padre me inscribió en una especie de bolsa de trabajo para acceder a contratos de sustitución en el entorno hospitalario donde él trabajaba. Me llamaron para hacer una prueba de mecanografía que creo que me salió fatal. Pero fuera porque no me saliera tan mal o porque mi padre ayudara a través de sus contactos, la cuestión es que me llamaron para una primera sustitución en el mes de marzo. Se trataba de un contrato para trabajar en la recepción de urgencias de la Ciudad Sanitaria Provincial de Madrid. Lo que hoy es el Hospital Gregorio Marañón y que entonces acababa de dejar de ser la Ciudad Sanitaria Provincial «Francisco Franco». Se trataba de sustituir durante los meses de su servicio militar al titular de la plaza. Aunque era un trabajo temporal suponía una oportunidad única, ya que en algún momento podría acceder a alguna plaza fija. Ganaba más del doble que en la constructora, estaba dado de alta y no tenía mal horario, ya que la sustitución era en el turno de mañana, de 8 a 15 horas. Lo único malo es que había que hacer guardias y, por tanto, muchos domingos tenía que trabajar.

Con ello surgió un nuevo escenario delante de mí. En general siempre he sido una persona muy comprometida en el trabajo. Nunca me han tenido que reprochar falta de dedicación y, aunque quede presuntuoso por mi parte decirlo, tampoco de capacidad. El trabajo allí consistía en recibir a las urgencias que acudían al centro. El asunto era muy duro, sobre todo en las guardias en las que estabas solo al frente de todo el proceso de recepcionar a los pacientes. Aquello podía parecer algo simple, pero no lo era tanto, sobre todo si tienes que averiguar quien es la persona que acaba de llegar al centro conducida por la Guardia Civil y al que acababa de partir en dos una segadora. O cuando llega un accidentado de moto sujetándose todo el paquete intestinal con las manos. Los primeros días fueron algo horrible. Creo que estuve sin comer unos cuantos y con ganas permanentes de vomitar cuando recordaba algunas de las imágenes del día. Pero a todo se acostumbra uno.

El trabajo era muy intenso. Era una especie de carrera contra reloj desde que llegaba por la mañana. Normalmente el centro recibía centenares de urgencias a diario y a veces bromeábamos con que teníamos que pegarnos con esparadrapo el bolígrafo a la mano para no perder tiempo en ir a cogerlo de donde lo tuviéramos. Al principio llegaba agotado a casa, cuando me quedaba adormilado, me parecía que seguía rellenando papeles y atendiendo a los pacientes o a sus familiares.

En el equipo de recepción conocí a otro de mis grandes amigos, Rafael Castillo. Él fue algo así como mi mentor al principio de mi actividad. Rafael era más o menos de mi misma edad. Políticamente estaba más cercano al PCE, aunque al igual que yo tampoco tenía carnet de ninguna organización. Rafa era expansivo y abierto como pocas personas de las que he conocido. También muy entregado al trabajo y muy crítico con quienes no lo eran tanto (que algún caso teníamos entre los compañeros). Había tenido la extraña fortuna de dejar embarazada a Rosa, su novia y se vio abocado a casarse y a ser padre con apenas veinte años. La cuestión es que Rafa, Rosa, Ángela y yo enseguida hicimos una entrañable amistad y hacíamos bastantes actividades juntos. Nos gustaba la montaña y en aquellos días nos aficionamos a cargar los fines de semana la tienda de campaña en la mochila y hacer largas marchas por el Camino Smith, Peñalara y por otros tantos lugares de la sierra de Madrid. Cuando nació Hector, el hijo de Rafa y Rosa, lo cargábamos en una mochila especial para bebés con lo que pasó a ser uno más en nuestras excursiones.

El trabajo en la urgencia del hospital más grande de Madrid tenía en aquellos días un significado algo especial. Yo estaba de guardia el Sábado Santo Rojo, 9 de abril de 1977, el día en que el PCE fue legalizado en España. Aunque era algo que esperábamos de un momento a otro, yo me enteré esa mañana cuando comenzaron a llegar algunos heridos de las manifestaciones espontáneas que se habían convocado en Madrid y que la policía reprimió a pesar de todo. Carrillo había cedido en algunos temas cruciales como la aceptación de la Monarquía y, a cambio, Suárez legalizó el partido. Estaban a punto de llegar las primeras elecciones democráticas y todos esperábamos que el PCE tuviera un peso relevante en aquel parlamento constituyente. No fue así, los resultados electorales fueron decepcionantes y el PSOE apareció como la fuerza de izquierda preferida por los españoles. La fuerte personalidad de Felipe González y la moderación de sus mensajes se atrajo a un votante que, siguiendo el perfil de mi padre, no quería aventuras imprudentes de ningún tipo.

Mientras todo esto sucedía se estaba fraguando un nuevo cambio vital. Al afán por los estudios a que me había conducido mi anómala infancia lo estaban sustituyendo ahora afanes diferentes. Las pasiones derivadas del amor y la política, unidas al encuentro con una nueva vida profesional, comenzaron a apartarme (no solo a mí, también a Ángela) de los estudios. Fuimos dejando poco a poco de asistir a las clases. Aquello era un mundo nuevo y extraño para mí. Nunca había hecho novillos. Desde mi reincorporación al mundo académico siempre había sentido la responsabilidad de cumplir con el deber de asistir a clase y estudiar. Pero en ese momento, la primavera de Madrid nos hacía hervir la sangre. El cansancio del trabajo en el hospital, que era mucho más duro que antes había sido el de la constructora, nos incitaba a tumbarnos en el parque de Entrevías o sentarnos a charlar en cualquier cafetería. Era difícil negarse a la evidencia de que me apetecía mucho más pasar las tardes con Ángela, simplemente charlando, paseando o acudiendo a nuestros compromisos políticos.

Así, poco a poco y casi sin darnos cuenta, abandonamos las clases y no nos presentamos a los exámenes, más allá de los del primer trimestre que habíamos aprobado sin dificultad. La idea de continuar con los estudios desapareció de nuestro horizonte, arrollada por las urgencias del día a día. Teníamos trabajo y nos apetecía hacer otras muchas cosas. Ir a clase era algo que simplemente nos robaba tiempo para vivir. Todo aquello fue un tremendo error que, afortunadamente, corregimos con el paso del tiempo. No dijimos nada en casa, el hecho de no aprobar lo achacamos a las continuas huelgas estudiantiles. Eran años complejos donde los estudiantes pensábamos más en ir a las manifestaciones o a las asambleas que a clase. Como yo había aprobado con buena nota la primera evaluación de matemáticas, recuerdo que el profesor llamó a casa para interesarse acerca de por qué no había realizado el resto de los exámenes. Para mi fortuna fui yo quien atendí el teléfono. Ni recuerdo que disculpa le conté, pero al menos me evitó la bronca de mi padre si hubiera descubierto que la responsabilidad sobre fallar en el curso estaba más en mi tejado que en el de las huelgas estudiantiles.

Sin embargo, eso hubiera sido un asunto menor para el que se les avecinaría en breve a nuestras familias. A los pocos meses de comenzar Ángela y yo nuestra relación quisimos dar un paso más. Decidimos irnos a vivir juntos. Ambos trabajábamos, con lo que teníamos recursos para pagar un alquiler. Solo llevábamos unos pocos meses juntos, pero odiábamos esa situación de plantearnos un largo noviazgo para abocar en un matrimonio convencional. Nos queríamos, nos entendíamos y queríamos formar una pareja. No nos hacíamos ningún planteamiento de duración. Lo que durara estaría bien. Para qué pensar en otras cosas. Salíamos de una España oscura y nosotros queríamos un presente más abierto y luminoso. Lo decidimos, creo que antes del verano de aquel año y acordamos comentarlo en casa. Aunque intuíamos que la receptividad no sería muy buena, tampoco nos imaginamos que sería tan dramática.

Yo recuerdo que le dije a mi madre que quería independizarme, Me preguntó que como iba a hacerlo, si me iba a vivir con compañeros de piso o algo así. De manera poco clara le dije que sí, que con una «compañera» de piso. Recuerdo la cara de mi madre y su explosión inmediata. Algo similar sucedió en casa de Ángela. Obviamente ninguno entendía eso de que un chico y una chica decidieran irse a vivir juntos. Tras una recepción tan virulenta de la idea, hablamos de casarnos para tratar de aminorar el impacto ante la familia. Pero, claro, se trataría de casarnos solo por lo civil, ya que nuestro alejamiento de la fe católica era patente y en ningún caso nos planteábamos actuar de forma hipócrita con una boda para satisfacer las conveniencias sociales. Hicimos en casa esa nueva propuesta lo que fue casi peor. Mi padre me preguntó si es que había dejado embarazada a Ángela y por ello nos veíamos obligados a casarnos. A ella, su madre, castellana austera como era mi querida suegra, le dijo que cómo iba a casarse con un andaluz, con nuestra fama de borrachos y vagos. Con el paso de los años mi suegra cambió de opinión sobre mí y siempre mantuvimos una relación sumamente afectiva. Tanto que en ocasiones su hija se ponía celosa de mí.

De todas formas, nuestra pertinacia terminó por vencer todas las dificultades que no fueron pocas. En las casas de ambos terminaron por hacerse a la idea. Y hay que reconocer que podrían haberla dificultado con facilidad, ya que ambos éramos menores de edad, según la legalidad del momento, que la establecía a los veintiún años. Por ello necesitábamos la autorización paterna para que la boda pudiera llevarse a efecto. Y finalmente accedieron a dárnosla, ya que no estábamos dispuestos a abandonar la idea.

Con todo esto se iba acercando el otoño. Ángela era natural de un pueblecito abulense denominado Santa Lucía de la Sierra en la comarca del Barco de Ávila. En septiembre hicimos un viaje a la zona y fue de esos que te marcan para siempre. Pensábamos ir en autostop y así lo hicimos. Nos cogió primero una persona que nos llevó hasta Ávila y allí otra que pensábamos que nos llevaría hasta Barco. La idea era pernoctar en casa de una tía de Ángela. Pero no debimos entendernos bien y nuestro conductor terminó su viaje en Villatoro, a mitad del camino, ya bien avanzada la tarde. Nos quedamos un poco estupefactos, pero no nos quedó más remedio que seguir haciendo dedo a ver si algún conductor nos terminaba de acercar a Barco. Nada. La noche caía y en aquella difícil carretera de la época nadie cruzaba ya aquellos montes a esa hora. Hasta la mañana siguiente tampoco pasaba ningún autobús así que tuvimos que informarnos de dónde podríamos dormir. No había ninguna fonda al uso, pero nos dieron la referencia de una casa que solía admitir huéspedes. Allí nos fuimos y para que nos dejaran dormir tuvimos que decir que ya estábamos casados. A la mañana siguiente cogimos el autobús hasta Barco y luego recorrimos andando los siete kilómetros que nos separaban de Santa Lucía. Aquel es un lugar espectacular de la Castilla profunda. Rodeado de las montañas de Gredos se encuentra al pie del pico Calvitero y de Peña Negra. Yo no había estado en ningún lugar montañoso, tan boscoso, verde y despoblado como aquel. Nos bañamos en la poza de la garganta de El Endrinal, una piscina natural que hoy ya no existe sepultada bajo el pantano que se construyó en los años ochenta. Desde entonces profeso un amor sin límites por ese lugar del mundo, al que considero mi segunda patria.

Mientras tanto los trámites de la boda iban avanzando. Pero casarse por lo civil en la España preconstitucional no era un asunto fácil. Para hacerlo tenías que resolver un farragoso conjunto de temas administrativos entre los que el más importante era la renuncia al catolicismo. Se que eso es difícil de creer hoy, pero en aquella España no podías casarte por lo civil más que si no eras católico. Y nosotros estábamos ambos bautizados por lo que tuvimos que renunciar formalmente al bautismo para que la boda pudiera llevarse a efecto. El trámite lo llevaba a cabo el cura de la parroquia a la que pertenecía la vivienda de cada uno de nosotros. Para Ángela fue un asunto simple, ya que el sacerdote que la atendió era un hombre de ideas modernas que le facilitó el documento de inmediato y le dijo que no entendía aquella insensatez legal. En mi caso fue diferente. El cura de mi parroquia llevaba una larga sotana negra que debía ser símbolo del ideario que sostenía. Cuando me dirigí a él para indicarle lo que quería, me preguntó si es que yo era testigo de Jehová. Al contestarle que no, lo volvió a intentar respecto a alguna secta protestante. Como yo seguía sin ninguna identificación religiosa que me diera un marchamo más o menos válido a sus ojos, terminó por inquirir si es que yo podría ser ateo. Le contesté que si el quería llamarlo así, bien llamado estaba. Se puso furioso, se tapó los ojos diciendo que no quería verme y llamó al sacristán, al secretario o lo que fuera para que me diera el papel que necesitaba, ya que él no quería tener ningún trato conmigo. Obviamente para mí aquello no fue más que objeto de chanza y lo ha sido durante muchos años cuando he tenido que contar la anécdota a quienes les he narrado mis aventuras de esos días.

Pero el calvario para la familia no había terminado. Nosotros no queríamos hacer ninguna celebración por la boda. ¡Si realmente nuestro plan era habernos ido a vivir juntos para ver qué tal nos iba! Y, claro, esto era un palo más para la familia. Ya que transigían con permitir nuestro extraño casamiento, por lo menos hubieran querido una boda convencional. Tampoco le dimos ese placer.

Además, algunas cosas se habían complicado. Como he dicho antes, el proceso administrativo para una boda civil era largo y tedioso. Nosotros pensábamos que en el otoño de 1977 tendríamos todo listo y podríamos casarnos. Pero no fue así. El asunto se alargaba y se alargaba sin ninguna información al respecto por parte de la Administración. La respuesta de que se estaba tramitando era todo lo que obteníamos. Y durante el proceso vino el mazazo de la finalización de mi contrato. Roberto, la persona a la que yo sustituía en el hospital durante su servicio militar lo terminó y pidió la reincorporación. Aquello daba por finalizada mi relación laboral de forma inmediata. Mi salida de la urgencia fue algo llorosa. Había fraguado allí grandes relaciones, mis compañeros me valoraban y pensaban que Roberto trabajaba peor que yo, por lo que no les gustaba nada la nueva situación. Pero era irremediable. Para nosotros seguir con los planes de la boda, a pesar de quedarme en el paro, no era un inconveniente. Ángela tenía trabajo, ganaba 21.000 pesetas al mes y el piso que íbamos a alquiler nos costaba 11.000. Nos quedaban 10.000 para vivir. Con muchas economías pero saldríamos adelante. Además yo tenía derecho a unos meses de seguro de desempleo. Tampoco tenía previsto quedarme quieto. Durante el corto periodo que estuve sin trabajo estable hice un poco de todo. Repartí publicidad por los buzones y llevé contabilidades. Me llamaron de la constructora donde había estado para que les organizara unos asuntos contables que tenían algo caóticos desde mi salida casi un año antes y les terminé cobrando por ello todo lo que me habían dejado de pagar en mis dos años de trabajo allí.

El día 9 de enero de 1978 nos casamos en el juzgado del Puente de Vallecas. Mi cuñado y la madre de Ángela fueron los testigos. El juez nos casó con prisa, como si le molestara y nos dio el libro de familia como conclusión de la más que breve ceremonia. Bajamos del juzgado y nos tomamos unas cañas y una ración de boquerones en vinagre en El Brillante. Compramos una barra de pan, mi cuñado y mi suegra se fueron a su casa y nosotros al piso que habíamos alquilado en la Avenida de Palomeras. Eso fue todo. Nuestro experimento dura ya más de cuatro décadas desde entonces, a pesar de que nadie daba un duro por la duración de nuestra relación.

La verdad es que hicimos sufrir mucho a nuestras familias y quizá de un modo innecesario. Con los años he llegado a arrepentirme de todo aquel proceso. Las ideas no son tan importantes si su desarrollo genera sufrimiento en las personas. Pero aquella sociedad opresiva ameritaba que algunos mantuviéramos una cierta firmeza de convicciones para hacerla avanzar. Aquello pudo ser una conducta simbólica, pero debió haber muchas más como la nuestra que ayudaron al cambio social. De hecho, a finales de ese mismo 1978 se aprobó la Constitución y, entre otras cosas, se normalizaron los matrimonios civiles. En Madrid se habilitó un juzgado especial en la calle Pradillo para la celebración de este tipo de ceremonias y dejó de ser obligatoria la renuncia a la fe católica. El Estado no tenía por qué inmiscuirse en la organización de la vida religiosa de cada uno.

Por lo demás, la vida continuó en ese nuevo escenario. Decidimos hacer un pequeño viaje de estilo luna de miel. Fuimos a Cataluña unos pocos días. Estuvimos en Barcelona, subimos a Port Bou y finalmente a la Seo de Urgell. Fueron muy pocos días, pero quedó de ellos un recuerdo imborrable.

Al poco de volver a Madrid me llamaron para una nueva sustitución. Esta vez era para el hospital psiquiátrico en el que trabajaba mi padre. Aquellos escasos tres meses entre la finalización de un contrato y el comienzo del siguiente fueron los únicos que en cuarenta y seis años de vida laboral he estado desempleado. El contrato en el psiquiátrico, que enseguida se convirtió en indefinido, supuso un nuevo escenario para nuestras vidas. Trabajé en él doce años en diferentes posiciones. Fragüé algunas de las mejores y más fuertes relaciones de amistad que he tenido en la vida y en él eclosionó mi auténtica vertiente profesional. Tuve el placer de relacionarme con grandes gestores, líderes transformadores de los que en aquel momento abundaban en la sociedad española. Pero eso será largo de contar y, por tanto, habrá que hacerlo en otra entrega de esta historia, aunque para el que esté interesado en el tema, he hablado de él en otros contextos por lo que podrá ir adelantando información si así lo prefiere.

Lo que sí debo indicar es que la normalización laboral trajo consigo también algunos otros efectos colaterales. Uno de ellos fue volvernos algo más pragmáticos respecto a los asuntos económicos. Cuando nos casamos mi padre me ofreció, como había hecho con mis hermanas, ayudarnos para la compra de una vivienda. Yo me negué en aquel momento. Quería salir adelante por mí mismo. Un cierto orgullo estúpido me invadía. A mis pobres padres no solo les fastidiaba con el modelo de vida tan distinto al suyo que comenzábamos a llevar sino que además me negaba a recibir su ayuda económica para que nuestra vida fuera más fácil. Pero el tiempo pasaba entonces con cierta rapidez y las ideas iban cambiando acorde a dicha velocidad. Ángela y yo trabajábamos y nuestros salarios, aunque no fueran muy altos, nos iban a dar como para pagar una hipoteca así que a los pocos meses de la boda decidimos aceptar la oferta de mi padre y así compramos la primera vivienda que tuvimos en propiedad. Un piso muy pequeño en la calle Hermanos Trueba del barrio de Portazgo. Con el dinero que nos dio mi padre, y algo que nos prestaron mis hermanas, dimos la entrada y el resto quedó en una hipoteca a cinco años (¡sí, cinco años!) Qué enorme diferencia con esas monstruosas cargas con las que hoy tenemos que endeudarnos si queremos tener una casa propia. Pero entonces el precio de la vivienda era mucho más razonable que ahora.

Sin embargo, el efecto colateral más importante fue la tentación de volver a estudiar. Tanto Ángela como yo trabajábamos como administrativos, ella en Olivetti como secretaria comercial y yo en el hospital como recepcionista. No era ese el futuro que deseábamos y para cambiarlo no había más remedio que volver al lugar del que nunca debimos haber salido, el instituto, para volver a matricularnos en nuestro COU inconcluso. Lo hicimos en el curso 78-79. En mi caso hubo un absoluto cambio respecto al tipo de estudios que iba a hacer. Mi primera matrícula, la del García Morente, en el año 76 fue en el COU de Ciencias. Ahora, tras esos dos años de parón y los vaivenes que había dado la vida, comencé a orientarme más hacia las letras y las ciencias sociales. Y ese fue el COU que elegí. Bueno, que elegimos, ya que Ángela también lo hizo igual. Nuestras asignaturas eran la Literatura, la Historia, la Filosofía. La Historia del Arte. Nunca han dejado de gustarme las matemáticas, pero a partir de ahí mi vida académica viró hacia un entorno que me alejaba de ellas.

Como ahora vivíamos en Portazgo el instituto que nos correspondía por zona era el Tirso de Molina, en la Avenida de la Albufera. Aquel fue un año increíble. Nuestra identificación con los estudios era tremenda, lo que se manifestaba en muy buenas notas en todas las materias. Hicimos grandes amigos y no solo entre los alumnos. El profesorado fue magnífico. Isidro en Historia, Heliodoro en Filosofía, Fina en Literatura, Santiago en Lengua. Guardo de todos ellos el mejor recuerdo. Heliodoro, sobre todo, me influyó de tal forma que mi orientación académica se volcó hacía la Filosofía. Y esa sería la carrera universitaria que comenzaría a cursar un año más tarde. Surgió también allí una incipiente afición al teatro. Entre varios alumnos hicimos un montaje sobre Federico García Lorca. Disfrutamos enormemente preparándolo y representándolo en el gimnasio del instituto el día que finalmente nos dieron fecha para hacerlo.

En lo que a la participación política se refiere el asunto continuó vivo, pero más moderado. 1978 fue el año del proyecto constitucional. Yo había ido enfriándome en mi vinculación ideológica con el anarquismo. Con el paso de los años iba comprendiendo que si se quería transformar la realidad se necesitaban unos mimbres organizativos que los ácratas no estaban ni siquiera dispuestos a crear. Ello me fue acercando ideológicamente cada vez más al Partido Comunista. Aún tardaría algún tiempo en afiliarme, pero tenía claro que existía en mí una cercanía, si no totalmente ideológica, sí al menos en cuanto a las estrategias con lo que el PCE defendía en aquel momento. Y lo más importante fue el apoyo al proceso constitucional. La Constitución del 78 fue el fruto de una sociedad que deseaba olvidar viejas rencillas y construir un escenario nuevo que permitiera vivir a hermanos enfrentados. La ley estaba cargada de renuncias por parte de todos. Y el PCE puso mucho de su parte con la aceptación de la Monarquía. Yo estaba totalmente identificado con el proyecto. Comenzaba ya a transitar por mis venas un cierto pragmatismo que sabía que la aprobación de la Constitución era no solo el mejor, sino también el único camino para que nuestra sociedad avanzara. Participé en algunas asambleas estudiantiles defendiendo ese punto de vista y eso me valió las críticas de los más radicales izquierdistas que seguían defendiendo programas de máximos absolutamente incumplibles. Pero, afortunadamente, me manejaba bien con la oratoria y creo que dejé con claridad mi punto de vista en varias ocasiones sin que pudieran rebatírmelo demasiado.

Pertenezco a una generación que vivió con apasionamiento la política, pero que no sufrió ya la dureza de la dictadura franquista como lo hicieron la de nuestros hermanos mayores o la de nuestros padres o abuelos. No puedo vanagloriarme, como estuvo de moda en muchos políticos de la época, de haber sido represaliado por el franquismo, haber pasado por la prisión o haber sufrido alguna que otra paliza por los pistoleros de la derecha. Eso nunca pasó, más allá de algún leve porrazo policial. De lo que sí puedo vanagloriarme es que siempre he sido fiel a mis ideas, aunque hayan podido cambiar a lo largo de la vida. Nunca las he disimulado por más que el oponente fuera poderoso o porque me interesara hacerlo. Con el tiempo fui moderando mi izquierdismo juvenil para recalar en la defensa de esas posturas socialdemócratas de las que nos reíamos los más radicales cuando Ángela las mantenía. Aun ello me ha llevado a ser una rara avis cuando la vida me llevó a emprender proyectos empresariales a la vez que continuaba manteniendo un punto de vista quizá algo curioso para mis colegas empresarios, sobre el modo de enfocar las relaciones laborales. Pero me estoy anticipando a partes de mi historia que necesitan que sigamos hurgando en la memoria para futuras entregas.

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