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La mirada inquietante de Mateo

La vida nos sumerge en ocasiones en escenarios que nos angustian y nos conducen al agobio, la depresión e incluso el suicidio. A veces son hechos reales, a veces imaginarios. La verdad y la falsedad se entrecruzan para dar por sólido lo que es etéreo, por estable lo que es inseguro, por transcendente lo que no pasa de anecdótico. ¿Hasta qué punto lo que no conocemos, o lo que no conocemos en todos sus detalles, puede influir de forma definitoria en nuestras vidas? Esta historia que voy a contar ahora es una prueba de ello, de cómo lo que ni siquiera ha sucedido puede marcar la existencia de las personas.

Soy una mujer mayor, ahora vivo en equilibrio. La espiritualidad siempre ha sido una fuente de ayuda muy importante para mí. La historia que os cuento a continuación tiene la finalidad de lograr más tranquilidad para mi espíritu. También persigo que sirva de ejemplo a quien lo lea y, si procede, le ayude en su camino por la vida.

 Marta

La masía donde el viejo payés recibía a las personas que necesitaban su ayuda estaba algo alejada del pueblo. Marta y yo nos bajamos del bus en la parada de la plaza Mayor y preguntamos a un anciano que estaba sentado en un banco bajo los arcos. Sus ojos se perdían en el infinito, ¿qué podía contemplar? Sin duda, algo más allá de lo evidente. Algo que no estaba al alcance de las simples mortales como nosotras. El hombre vestía un chaleco negro sobre la típica camisa campesina sin cuello. Un sombrero restaba sol a la línea de los ojos. Tardó en que nuestra pregunta le sacara de su sueño atávico. Cuando lo hizo se volvió lentamente y me miró a los ojos con una leve sonrisa que apenas si le asomaba en los labios, pero que era totalmente evidente. Despacio, con parsimonia, nos indicó el camino. Tendríamos que andar un par de kilómetros hasta llegar al lugar donde habitaba el payés, así que comenzamos nuestra marcha con la premura de quien sabe que no puede perder ni un minuto de su tiempo.

Había varias personas sentadas en los bancos de madera que poblaban el porche de entrada a la masía. Todos levantaron la vista cuando entramos. Yo no sabía qué hacer. Les pregunté, casi balbuceando, si estaban para ver a…. ¿a quién? No sabía ni cómo se llamaba, ni cómo denominar a su oficio. Antes de que pudiera terminar mi frase, una mujer mayor me respondió con una sonrisa que infundía confianza. “Sí, para eso estamos. Yo soy la última. No se preocupe. Espere a que me toque y luego ya van ustedes”. Le di las gracias efusivamente. Necesitaba algo sólido para acercarme a ese extraño universo donde nunca antes había permanecido.

Pasaron horas. Cada persona que entraba tardaba mucho tiempo en salir. También llegaron algunas más después de nosotras. Cuando la mujer que me había respondido salió, entramos a una especie de gabinete que permanecía casi en penumbra. Los postigos de la ventana estaban entornados. En el centro de la pequeña sala una mesa camilla y en ella un hombre enjuto, vestido con un mono azul de trabajo y una vieja gorra estaba sentado, circunspecto. Nos invitó a sentarnos con un gesto de la mano. Se sirvió un vaso de agua de una jarra que tenía sobre la mesa y, con una leve mirada, nos invitó a que nosotras nos sirviéramos otro si lo deseábamos. Hasta entonces no había dicho ni una sola palabra. Permaneció un buen rato en silencio mientras clavaba sus ojos en nosotras. Pasados esos interminables minutos comenzó a hablar. Y lo que dijo nos dejó totalmente sorprendidas. Fue describiendo cada uno de los síntomas que padecía mi hija como pidiendo nuestra validación. Nos quedamos de piedra. Era como si alguien le hubiera contado lo que le pasaba a la niña. Aquellos minutos de silencio le habían bastado para conocer el motivo de nuestra visita. Era como si el lenguaje no fuera necesario en la relación con él. Como si sus extraños y profundos ojos azules hubieran escaneado el cuerpo de Marta sin necesidad de información alguna por nuestra parte.

Y cuando yo esperaba que me dijera qué hierbas tendría que darle a mi hija para que se recuperara, vino lo más sorprendente. Con su voz semi cavernosa nos dijo que veía a nuestro lado la sombra de un joven de rasgos muy maduros que no podía separarse de nosotras y que debía ser el causante de la enfermedad de la niña.

Si yo estaba aterrorizada, fijaos cómo podría ser la situación de Marta.

Tras el diagnóstico, vino el tratamiento. Su receta fue simple. Tenía que averiguar quién era esa persona y hacer todo lo posible por facilitar el descanso de su alma. Él no podía decirme mucho más, solo que le encargáramos unas misas una vez que hubiéramos averiguado de quien se trataba. Poco más habló. Se levantó como dando la reunión por terminada. Le pregunté cuánto le debía. Me respondió que nada y que solo tenía que dejar algo a la salida si realmente quería hacerlo. Efectivamente, al salir vimos una bandeja cerca de la puerta y en ella algunas monedas, billetes pequeños y muchos productos de la huerta repartidos por el suelo. Dejé lo poco que podía permitirme.

Salimos de allí con rapidez. La tarde estaba comenzando a declinar y el último autobús no tardaría mucho en salir. Durante el camino, Marta no tardó en increparme, quería saber para qué la había llevado allí. Estaba cansada de que en los muchos meses de visitas a los médicos no hubieran logrado ningún avance en el diagnóstico de su enfermedad, pero aquello la había sorprendido. Ella creía que el payés era una especie de naturista que le recetaría algunas hierbas y lo que se había encontrado no dejaba de asustarla. Al fin y al cabo, era poco más que una niña.

Pablo

Podía haber decidido no creer en las palabras del payés, pero no podía dejar de pensar en ellas. Tenía que averiguar a quién podía pertenecer el alma de aquel joven que desequilibraba el organismo de mi hija. Un joven de rasgos maduros. Le di mil vueltas. No recordaba a nadie cercano que pudiera responder a esas características. Un primo había fallecido con catorce años en un terrible accidente de tráfico, pero su aniñada cara no representaba para mí en ningún caso esos rasgos maduros de los que el payés hablaba.

Sin averiguar más encargué unas misas, no sabía para quien y, quizá por eso, sirvieron de poco. La enfermedad de Marta siguió su curso.

Pero no tardé mucho en encontrar alguna pista que me condujera a hallar la persona a la que pudiera pertenecer aquella sombra descubierta por el payés y que, al hacerse patente de nuevo en mi vida, daría un extraño vuelco a mi existencia.

Pasados unos meses de aquella extraña consulta, ocurrió en el pueblo un luctuoso incidente. Pablo, un chico del lugar, al que todos conocíamos, se suicidó. En su carta de despedida mencionaba la causa. Estaba profundamente enamorado de Cristina y ella no le correspondía. Él era uno de esos muchachos algo extrovertidos, un adolescente cerrado en sí mismo y poco parecido a esos otros jóvenes abiertos y gritones que parecían pasear por el mundo como si fuera suyo. Quizá su falta de carácter le hizo enclaustrarse en su interior y no luchar por el amor de la chica. La cuestión es que aquello logró que se abriera en mi mente una puerta que llevaba cerrada muchos años.

Fue poco a poco, no acaeció como una luz fulgurante que de un momento a otro ilumina un espacio que hasta entonces hubiera permanecido opacado. Ni mucho menos. Primero se mostró como una especie de pequeño fulgor, un trallazo leve que aparece en la mente para desaparecer de nuevo inmediatamente. Esas imágenes que intentan salir a la luz, pero que no lo hacen. La cabeza da vueltas buscando volver a traerlas. Una terrible sensación de ansiedad se adueña de ti mientras das vueltas y más vueltas. Y nada. Pero otro día, cuando menos te lo esperas, el fulgor vuelve y esta vez lo hace con más pistas. Y entonces el recuerdo se va abriendo, lentamente, como esas flores que en la mañana van mostrándose despacio conforme la luz del sol comienza a acariciarlas.

Así fue como Mateo volvió a mi cabeza tras más de veinte años encerrado en un oscuro espacio de la misma. Poco a poco fui recordándolo todo. No llegaba a entender cómo había sido posible que hubiera apartado de mi mente toda aquella historia durante tantos años. Quizá la evolución de mi vida lo hubiera necesitado así, quizá las cosas no hubieran podido ser como habían sido de haber permanecido aquel muchacho en mi cabeza con la persistencia necesaria. Quién lo sabe. El hecho es que ahora volvía y lo hacía con una cierta intensidad, pero aún recubierta con el velo del tiempo. Lo que sí comencé a comprender es que Mateo debía ser esa sombra que nos acompañaba a mi hija y a mí.

Un día sin viento

Pero las complejidades de la vida a veces no nos dejan ser conscientes de cosas importantes para nosotros. Es como si en nuestra existencia cada capa de cosas sucedidas enterrara a las que están por debajo de ella. Como si fueran robándoles parte de su presencia ante nosotros. Y eso ocurrió con Mateo y la historia que compartimos. La enfermedad de Marta, la visita al payés y el suicidio de Pablo horadaron un pequeño agujero en mi mente. Pero era solo un pequeño halo de luz que contribuía a traerme a la consciencia todo lo ocurrido. Aún no tenía la fuerza y la claridad suficientes. Era como si la multitud de avatares, de problemas que llenaban mi existencia en aquel momento pugnaran por apagar aquella luz. Hoy reconozco que en aquel momento no era consciente de la importancia para mi vida que la historia de Mateo tuvo en su momento y estaba aún llamada a tener.

Como disculpa a esta falta de claridad puedo aportar que la vida me estaba golpeando intensamente. A la enfermedad de Marta se unió la separación con mi marido. Esos momentos tuvieron para mí una dureza inusitada. A mis treintaicinco años me separé. Lo ocurrido movió en mi interior la sensación de que no podía dejar que mis hijos lo fueran de padres divorciados. Yo seguía enamorada de mi marido y no entendía muy bien lo que estaba sucediendo. En mi cabeza la confusión se abría paso y hacía que perdiera el dominio de mí misma. Un profundo dolor me acuciaba. Y, en aquel estado, comenzó a pergeñarse en mi mente la solución al problema.

Fue un domingo por la tarde. La riera del medio de mi calle parecía dirigir mis pasos como una regla determina las líneas sobre el papel. Tras la carretera, a unos pocos cientos de metros, estaba la vía del tren. Aquello era mi salvación. Llegué a preferir que mis hijos fueran huérfanos de madre antes de soportar la idea de que lo fueran de padres divorciados. ¿De dónde salía aquella locura? Sin duda, de mi trastornada cabeza. Conforme mis pasos avanzaban hacia los raíles mi decisión iba siendo mayor. Era un día sin viento. No se movía ni una hoja. Parecía como si todo en el mundo se hubiera detenido y solo quedaran mis pasos, y mi dolor, atraídos ambos por el imán de la vía del tren. La máquina silbaba a lo lejos. Poco faltaba ya para que aquel monstruo de acero acabara con mi sufrimiento y mi confusión.

Pero en un momento todo pareció volver a ponerse en movimiento. Se levantó un fuerte viento que hizo revolotear hojas y papeles a mi alrededor. Las campanas de una iglesia cercana comenzaron a tañer en un ciclo que no parecía tener fin. Su sonido opacó el mecánico silbido del tren que se acercaba. Y entonces todo cambió. Fue como si el imán armonioso de las campanas hubiera sustituido el estruendo de la bocina que momentos antes tiraba de mí con aquella fuerza inaudita. Sentí entonces que la puerta de la iglesia me invitaba a entrar para tomar allí el bálsamo que mi alma requería. Entré y me senté en el primer banco. El sacerdote que decía misa me invitó a que le ayudará a dar la comunión. Aunque era creyente, yo hasta entonces no había sido una persona excesivamente religiosa. Pero conocía lo suficiente como para saber que una posible suicida no era la persona más indicada para hacer aquella tarea. Y, no obstante, la hice.

Sentí entonces que Dios me había cogido de su mano para apartarme de la locura que estaba a punto de hacer. Aquella idea funcionaba como el mejor medicamento para el enorme dolor que estaba sintiendo momentos antes. La aceptación de los hechos, el amor a mis hijos y esa nueva fuerte presencia de Dios comenzaron a cambiar lo que mi alma sentía.

Mi madre

La espiritualidad comenzó a completar la parte de mi vida que estaba siendo horadada por los males que me aquejaban a mí y a mi familia. Giré hacia una nueva forma de comprender la realidad, un lugar donde la trascendencia era principio, fin y sanación para mi existencia. Una calma infinita me invadía cada vez que mi alma se sumergía en el espacio eterno de Dios. Pero no solamente abracé esa especie de visión mística de las cosas, también me comprometí con la visión cristiana del amor al prójimo y la ayuda a los necesitados.

Y así comencé a habitar una nueva etapa en mi vida. Una etapa donde estaba encontrando la serenidad que me había faltado en los últimos tiempos. Además, Marta mejoró, la ciencia encontró algunas soluciones para su problema. El descubrimiento de Mateo a través de las palabras del viejo payés quedó de nuevo en una zona sombreada. Si en un momento había pugnado por salir a la realidad, no lo había hecho con la fuerza suficiente. Yo no era consciente aún de la dureza con la que iba a impactar en mi vida algo más adelante.

Fue unos pocos años más tarde. Mi madre enfermó y en sus últimos momentos hablamos de muchas cosas mientras yo la cuidaba en el hospital. Un día le pregunté si había algo que ella no me hubiera podido perdonar. Se alarmó y, con el escaso tono de voz que le iba quedando, afirmó su infinito amor por mí, el cual entendía que era compartido. La abracé y rezamos juntas. Pero me pareció que habitaba algo extraño en su mirada cuando al poco rato me devolvió el interrogante. Quería saber también si habría algo que ella pudiera haber hecho y que yo no le hubiera perdonado. “¡Qué iba a haber!”, le dije excitada. Era mi madre querida y nada había ensombrecido a lo largo de mi vida el enorme cariño que sentía por ella. Pero noté algo de tristeza en sus ojos. Su mirada parecía otear algo más allá de mi figura en la habitación.

No tardó mucho en morir. A mí me quedó la enorme tranquilidad de haberla cuidado hasta sus últimos momentos. Y, a pesar de ello, intuía una leve perturbación sobre nuestra relación. Algo que se había puesto de manifiesto en aquella reciente conversación sobre nuestro perdón mutuo.

Por aquellos días entré en contacto con una mujer especializada en la técnica japonesa del Reiki. Nunca he estado cerrada a las distintas formas de vivir la espiritualidad. Aunque la mía es de origen cristiano siempre he respetado cualquier otro acercamiento. Y, en este caso, pensé que el Reiki me ayudaría a sanar de esa perturbación que tras la muerte de mi madre había surgido entre los pliegues de mi alma. Y ahí implosionó todo… Durante la sesión, cuando la sanadora me ayudaba con sus manos a desbloquear mis chacras, lo vi con toda la claridad necesaria. La energía liberada me ayudó a percibir dos figuras con la nitidez necesaria como para reconocerlas de inmediato. Una de ellas era mi madre y el otro era… ¡Mateo! En principio pensé que estaba enloqueciendo. ¡Qué era eso de percibir fantasmas con tanta nitidez! Me asusté un poco y la sanadora notó mi desazón. Al terminar la sesión me preguntó acerca de lo que había pasado. Y fue impactante comprobar que ella había tenido la misma percepción que yo. La diferencia es que ella no identificaba a los sujetos y yo sí. Para ella eran solo una mujer mayor y un muchacho muy joven, casi un adolescente.

Entonces lo entendí todo. Fue como si una luz iluminase de repente una zona del cerebro que había estado a oscuras mucho tiempo. Unos recuerdos a los que las palabras del viejo payés y, más tarde, el suicidio de Pablo le había puesto una tenue llama. Tan tenue que no tenía aún la fuerza suficiente para dejarme percibir todo lo que allí había.

Y ahora un potente foco comenzaba a dar nitidez a los recuerdos que comenzaron a afluir al consciente con toda la fuerza, irrumpiendo en mi vida para cambiarla en su totalidad.

Mi historia con Mateo

Fue extraño. No sé cómo, pero los recuerdos afluyeron en tropel a mi cabeza. ¡Cómo había podido olvidar mi historia con Mateo! Bueno, no sé si olvidar es la palabra adecuada. Mejor sería decir que la había dejado en una caja cerrada dentro de mi cerebro. Una caja que estuvo bloqueada durante muchos años por los distintos avatares de mi vida. Una caja que ahora se había abierto y había colocado en el consciente miles de sentimientos que aparecían con la frescura de haber permanecido muchos años sin ser siquiera percibidos.

Sea como fuere, aquello iba a inaugurar una nueva etapa en mi complicada existencia. Y no era precisamente para facilitarla, aunque eso fue lo que pensé en un principio. La primera impresión que tuve al ser consciente de la aparición de esas dos personas en la sesión de Reiki fue de luz, de amor, de buenos recuerdos… Pero eso solo fue el principio. Conforme toda la vieja historia de Mateo comenzó a tomar posiciones en mi cerebro, conforme todos los recuerdos se pusieron por orden, el dolor apareció con una fortaleza sobrehumana. Un dolor que no era sino el recuerdo de otro dolor. El que tuve en su día. Pero estoy liando al lector. Ya es hora de que narre todo lo que pasó para que puedan entenderse todas estas circunstancias de las que hablo como si los demás hubieran accedido a los recuerdos a la par que yo lo hice.

Tenía catorce años cuando conocí a Mateo. Aquella era una época dura para quienes tenían que ganarse el sustento solo a través del esfuerzo de su trabajo. Y ese era el caso de mi familia. Había que trabajar al jornal en lo que surgiera de las labores del campo andaluz. ¡El campo andaluz! Ahora soy consciente de que no he puesto al lector en demasiados antecedentes sobre determinadas facetas de mi vida. Sí, nací en Andalucía, aunque se pudiera haber deducido por algunas de las cosas que he dicho que mi historia se desarrolla en Cataluña. Pero ambas cosas son ciertas. Nací en un pueblo de la campiña jiennense, un pueblo blanco rodeado de los olivares más frondosos del mundo. Un pueblo que, al poco tiempo de ocurrir mi historia con Mateo, dejó de ser ya provisorio para nuestras necesidades y nos forzó a buscar otros lares donde hacer que la vida continuara.

Pero eso aún no había llegado cuando conocí a Mateo. Fue en la campaña de la aceituna de aquel invierno. Mis padres, mi hermana y yo estuvimos trabajando en la recolección. Por aquella época recoger aceituna era un trabajo duro. El frío te helaba por las mañanas cuando las cuadrillas se reunían para comenzar el trabajo. La mayor parte de los hombres vareaban los olivos y las mujeres recogían los frutos caídos hincando las rodillas en el suelo y llenando sus piernas de aquellos sabañones que te martirizaban. Pero era lo que había. Necesitábamos ganarnos el pan y el trabajo duro en el invierno helado era la forma de hacerlo.

Por las tardes, al terminar la faena, me gustaba pasear por los alrededores de la casilla que ocupaba mi familia dentro del cortijo donde trabajábamos. Mi padre no quería que me alejara. Ya me había advertido para que no me fiara de algún que otro hosco aceitunero que parecía mirarme con ojos lascivos. Yo era obediente y precavida. Eludía cruzarme con cualquier hombre que pudiera también estar paseando a esas mismas horas. Pero un día vi a aquel muchacho con aspecto algo desvalido que siempre paseaba solo, despacio, fijándose en todo, mirando la realidad como intentando atraparla y llevarla a un mundo interior que no parecía querer compartir con nadie. El primer día que me crucé con él me llamó poderosamente la atención la profundidad de su mirada. Nos saludamos con un simple “con Dios”. Él siguió su ruta y yo la mía. No me volví, pero pude sentir cómo se giraba para contemplarme y clavaba aquellos atractivos ojos en mi espalda mientras yo caminaba.

Nos cruzamos más días. No hablamos mucho. Pero algo en mi interior se había removido. No podía quitarme aquellos ojos de mi cabeza. Pregunté y supe que se llamaba Mateo y que estaba con la cuadrilla de jornaleros de un pueblo vecino que aquel año habían sido contratados para apoyar en el proceso de recogida de la aceituna.

En mi interior se producía una lucha entre las advertencias de mi padre sobre el cuidado que debía tener y el deseo de hablar con Mateo, de saber más de él, de conocer lo que buscaban aquellos ojos que me parecían limpios y serenos. Pero la timidez de ambos nos venció y apenas si intercambiamos unas pocas palabras en aquellas escasas semanas que duraba nuestro trabajo.

Un día se detuvo junto a mí. Un temblor nervioso invadió mi cuerpo. Parecía querer más cosas, pero de su boca solo salieron unas escasas palabras para informarme de que su cuadrilla había terminado el trabajo y se marchaban al día siguiente. Aquello fue como un golpe de mazo en mi cabeza. En ese estado de ansiedad, lo único que pude preguntarle es si al año siguiente volvería también para la recolección. Mateo me dijo que lo haría. Y también se atrevió a pedirme las señas de casa para poder escribirme. Se las di ilusionada.

El tiempo pasó. La vida de los jóvenes, en la edad que yo entonces tenía, pasaba con rapidez de un evento a otro. Es cierto que los ojos de Mateo se habían introducido en mi corazón, pero también fue una realidad que la impronta que dejaban aquellos primeros días en que nos cruzábamos al atardecer, fue enfriándose conforme la ausencia emborronaba su imagen con el paso del tiempo.

Pasó un año. No me olvidé de Mateo, pero con el decurso de los meses su mirada fue perdiendo peso entre los múltiples avatares que pueblan la ocupada mente de una adolescente. Y, sin embargo, cuando llegó el tiempo de la nueva cosecha y volvimos al cortijo donde nos habíamos encontrado un año antes, me invadió una fuerte sensación de añoranza. La cuadrilla de jornaleros de su pueblo había vuelto a trabajar ese año nuevamente en el cortijo. Lo busqué entre ellos, pero no le encontré. Me quedé varios días esperando en el lugar por donde él paseaba el año anterior, esperando que en esta nueva etapa repitiera su rutina. Nada. Finalmente me decidí a preguntarle a una de las mujeres que formaban parte de su cuadrilla. Su respuesta fue un mazazo. “¡Ah! sí, creo que te refieres a un muchacho que ha muerto. Se suicidó hace unos cuantos meses, creo que por mayo más o menos”. Sus palabras penetraron en mí como un cuchillo que ascendía desde la tripa hasta los más recónditos lugares del pecho. Estuve a punto de desplomarme allí mismo del intenso sobresalto que aquella noticia me supuso.

Comencé a entender la tristeza de aquellos ojos que ahora se clavaban más que nunca en mi memoria. ¿Por qué? ¿Qué habría impelido a Mateo a ese acto de voluntad tan tremendo? ¿Cuánto sufrimiento debería llevar acumulado para intentar darle fin de forma tan dramática? Debería haber preguntado más, pero no me atreví. Me aparté de aquella mujer casi sin decir una palabra. No obstante, las peores conclusiones para mi espíritu estaban aún por llegar.

Cuando nos juntamos en la casilla que compartíamos, le comenté la noticia a mi madre. A ella, desde luego no le impactó como a mí. Su reacción fue la normal ante cualquier noticia luctuosa de esas características, pero sin que el hecho de ser Mateo el protagonista le añadiera ningún plus de intensidad. Mi hermana oía la conversación algo alejada de donde nosotras estábamos. En un determinado momento mi mirada se cruzó con la suya y noté cierta desazón en la misma, un atisbo de intranquilidad que, a su vez, me intranquilizaba a mí. Cuando nos quedamos solas, le pregunté sobre la causa de aquella turbación. Dudó. Parecía ocultar algo. Parecía saber algo que no se atrevía a decirme. Pero finalmente lo hizo, dada mi insistencia.

Me confesó que en la casa se habían recibido varias cartas de Mateo y que ella era consciente de que nuestra madre me las había ocultado. Yo no entendía nada. ¿Por qué mi madre habría hecho eso? En seguida fui a preguntarle. Su respuesta fue firme. Ella no quería que a mi edad comenzara relación alguna y máxime con un chico de otro pueblo, así que quemó las cartas sin ni siquiera abrirlas. En ese momento le recriminé que lo hubiera hecho, aunque todavía no era totalmente consciente de lo que aquello podía suponer. Fue por la noche en la cama. Una idea comenzó a aparecer de forma obsesiva en mi cabeza. ¿Y si Mateo se hubiera suicidado por mi falta de respuesta? Lógicamente, él no podía saber que las cartas nunca habían llegado a mis manos. ¿Y si aquellas cartas contenían algún tipo de declaración amorosa que quedó desatendida por mi parte? ¿Y si Mateo hubiera decidido quitarse la vida por mi culpa? Esa noche no pude dormir con todas esas ideas bullendo en mi cabeza. En ese momento odié a mi madre y, sin embargo, tampoco fue aquel un sentimiento tan fuerte como para que se mantuviera en el tiempo.

En esa primera juventud, o última adolescencia, las emociones resultan poco duraderas. Y así sucedió con Mateo y su suicidio. Quizá fuera porque el respeto que le tenía a mi madre me hizo comprender su punto de vista. Estaba tan acostumbrada a obedecer a mis padres que daba por ley cualquiera de sus opiniones. Duró días el escozor interior que me producía pensar en cuál sería el contenido de aquellas cartas, si pudiera haber alguna relación entre mi falta de respuesta y el suicidio. No sé cómo, pero el tiempo fue aminorando el impacto que aquello me ocasionó y Mateo y su historia se quedaron arrinconados en un espacio de mi memoria donde no entraba demasiada luz.

No tardé mucho en entablar noviazgo con quien luego sería mi marido y padre de mis hijos (y del que, como el lector conoce, terminaría con un doloroso divorcio). Tampoco transcurrió demasiado para que mis padres decidieran abandonar aquella tierra nuestra para reiniciar nuestra vida en una Cataluña que, con toda la dureza que supone la emigración, nos proporcionó una nueva forma de ganarnos la vida. Todas estas cosas se iban sobreponiendo a la historia de Mateo y lo que suponía su trágico final. Es como si en la balanza que entre todo ello se disponía, el peso de todas esas nuevas realidades desplazara absolutamente a mi historia con aquel muchacho de los ojos tristes.

Y ahí quedó, oculta, opacada por tantas cosas durante tantos años. No soy consciente de que llegara a olvidarla en su totalidad, pero tampoco lo soy de que aquellos hechos tuvieran un peso vívido en mi memoria. Fue primero la visita al payés, más tarde el suicidio de Pablo, la espiritualidad que me invadió tras mi proceso de divorcio, la muerte de mi madre y, por último, aquella sesión de Reiki, las cosas que pusieron de nuevo sobre la mesa mi historia con Mateo. Cosas que estaban distantes más de veinte años las unas de las otras, pero que, aun así, fueron las que comenzaron a levantar todas las capas que la ocultaban. Y la historia, aunque de forma lenta, salió a la luz con una fuerza especial, con tanta energía que llegó a marcar algunos años de mi vida, acuciada por la sensación de culpa y la angustia de no conocer en su totalidad lo que realmente pudiera haber acontecido.

La verdadera historia de Mateo

Pasé mucho tiempo pensando qué hacer para librarme de esa angustia. Mateo ocupaba tanto espacio en mi espíritu como el que tantos años había dejado de ocupar. Sus ojos volvieron a poblar mis sueños. Esta vez no ya como los de una alocada adolescente sino como los de una nostálgica abuela que tenía la necesidad de aclarar las cosas para poder seguir viviendo con normalidad.

Pero mientras lo hacía, no lograba deshacer la sensación de culpa que me invadía. ¿Por qué no hablé más con Mateo aquellos días que compartimos? ¿Por qué dejé pasar todo un año sin haber intentado al menos volver a contactar con él? ¿Por qué mi madre actuó como actuó y, además, sin que afectara repulsa alguna por su conducta?

La imagen que vi en aquella sesión de Reiki me perseguía a todas horas. Yo siempre he creído en que existe algún tipo de vida después de la muerte y no podía dejar de considerar que en aquella imagen había personas que sufrían y no podían lograr el equilibrio tras haber cruzado a la otra orilla. Una, mi madre, por las consecuencias de sus acciones. Otro, Mateo, por… no sabía muy bien por qué.

Necesitaba conocer más de todo aquello. En mi mente fue calando la idea de que yo tenía la responsabilidad de hacer algo para que aquellas dos personas alcanzaran el descanso. Y todo pasaba por averiguar más acerca de la historia de Mateo, de la causa de su suicidio, del posible contenido de sus cartas…

Pensé muchas opciones, pero no me vi con fuerzas de poner en marcha ninguna. La que más peso tenía era la de ir al pueblo de Mateo y tratar de encontrar a sus familiares para preguntarle directamente. Pero le conté el plan a mi hermana y me quitó la idea con su sentido común habitual. “¿Y qué vas a hacer? Decir que eras la chica que no contestaba las cartas de Mateo y la posible causa de su suicidio. ¡Estás loca! ¡Te van a linchar!”

Le di mil vueltas mientras pasaban los meses, los años. Hasta que no pude más y le conté la historia a algunas personas por si se les ocurría como ayudarme. Una de ellas me propuso escribir al ayuntamiento del pueblo de Mateo para ver hasta qué punto podían facilitarme alguna información. Lo hicimos, pero no hubo respuesta. Cómo iba a haberla si yo ni siquiera conocía los apellidos de Mateo. Preguntar por “un muchacho muy joven que se llamaba Mateo y que se suicidó allá por …” no parecía aportar los suficientes datos como para aclarar el caso. Hay que decir también que desde que aquello ocurrió hasta el momento en que decidí ponerme a investigar habían pasado más de cincuenta años. ¿Quién podría vivir que conociera a Mateo y su historia? ¿Habría algún familiar suficientemente cercano?

El amigo que me ayudaba me propuso otra vía. Se trataba de usar las redes sociales. Había un grupo de Facebook de vecinos del pueblo de Mateo. Su propuesta era escribir ahí un resumen de lo que conocíamos de la historia y esperar a ver si alguien podía respondernos. Y ahí surgió la luz. Puso el post en el grupo un día por la tarde y en seguida comenzaron a llegar respuestas. Algunas eran del tipo, “suerte, seguro que hay alguien que lo conocerá”. Otras parecían acercarse un poco más indicando que conocían a personas de aquella generación y que les preguntarían.

Pero aquella misma noche, el escenario cambió radicalmente. Una respuesta en el grupo parecía ser muy clara, “Yo creo que estás hablando de mi hermano. Se llamaba Mateo y estuvo cogiendo aceituna en aquel año en el cortijo que indicas. Lo único es que mi hermano, aunque murió muy joven, no se suicidó. Murió en Bilbao un accidente de trabajo con veintiún años.”. Mi amigo en seguida comenzó a hablar con la persona que había escrito aquello y, ya fuera de la red social, nos puso en contacto. La llamé por teléfono embargada por la emoción, aunque temerosa de la recepción de nuestra historia pudiera tener en la hermana de Mateo.

Pero nada fue mal. Se trataba de una persona encantadora, más o menos de mi misma edad y que entendió a la perfección todos los aspectos de la historia. Fue ella la que puso la verdad sobre la mesa. Tras sus palabras, nunca sabré ya la importancia que yo pude tener para aquel muchacho, aunque sí tengo claro la que él tuvo para mí y las distintas tormentas que por nuestra corta relación se desataron a consecuencia de hechos que solo he conocido en parte.

Y digo que solo los he conocido en parte porque la historia real de Mateo y su muerte me fue comunicada en falso por aquella aceitunera. Si fue a mala fe o por error ya nunca lo sabré. Pero lo que es cierto es la constatación de que el desconocimiento de unos hechos, si son relevantes para una, puede hacer que la tranquilidad de la existencia se tambalee. Y eso es lo que ocurrió conmigo. Quizá yo fuese importante para Mateo, pero sí parece claro que no debí serlo tanto como para ser la causa de su muerte. Si lo hubiera sido quizá él me habría buscado, nuestros pueblos estaban cercanos. Y si no lo hizo o no volvió a posteriores campañas de la aceituna es porque nuestra historia en aquel momento quizá tuviera para él una importancia solo relativa, algo similar a la que tuvo para mí.

La hermana de Mateo me dio muchos detalles. Él, tras aquella campaña de recogida de aceituna en la que compartimos unos pocos días de nuestras vidas, había seguido en su pueblo la normalidad de su existencia. Era un muchacho algo retraído, apegado a la familia, buena persona, al fin y al cabo. No se le conoció ninguna relación en aquellos años. Hizo el servicio militar y, tras terminarlo, al igual que nosotros lo hicimos, él debió emigrar para ganarse el sustento. Lo hizo a Bilbao para trabajar en la construcción. Y allí un malhadado accidente laboral acabó con su vida en su más tierna juventud.

***

Mi historia con Mateo ha tenido un peso trascendental en mi vida muchos años después de que realmente sucediera. Y lo ha tenido por la intrincada relación de hechos que le he venido contando al lector de estas páginas. Esa imagen que me transmitió el payés, el suicidio de Pablo y la sesión de Reiki. Cosas que, consideradas en sí mismas no deberían tener más importancia, pero que desenterraron de mi memoria unos recuerdos que pusieron en mi cabeza una realidad alternativa. Algo que no había ocurrido, pero que yo me esforcé en pensar que sí ocurrió. Para mí, mi madre y Mateo deberían estar vagando por un espacio divisorio entre este mundo y el más allá. Y deberían estar haciéndolo como consecuencia de aquella extraña historia que él y yo vivimos. Y nada más lejos de la realidad. Quizá mi madre guardara algún tipo de arrepentimiento respecto a la desaparición de aquellas cartas. Quizá yo hubiera tenido alguna importancia en la vida de Mateo. ¿Quién puede saberlo? Lo que sí podemos saber es que nada de aquello llevó al suicidio a aquel muchacho. Y que, por tanto, no existía ninguna razón para mi angustia.

Dejar las cosas en este punto ha sido para mí una enorme liberación. He rezado mucho por Mateo y por mi madre. He entendido que esas imágenes sobrenaturales que tanto impacto han tenido en mi vida han sido fruto de mi psique, de algo que estaba en mí y que necesitaba salir y no de una realidad concreta. Ser consciente de esto me ha dado paz. Y eso es lo que necesito a estas alturas de mi existencia.

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