Cuando eres joven el receptáculo de la memoria se encuentra casi vacío. Está comenzando a llenarse con tus experiencias y la mayor parte de las cosas que pensamos se centran en proyectar hacia adelante nuestros deseos. Gastamos poco tiempo en revisar ese fondo documental de nuestro escaso pasado y, en cambio, no paramos de pergeñar proyectos dirigidos hacia nuestro abierto futuro. Son los juegos de la memoria.
Pero con la edad las cosas cambian. El recipiente de nuestras vivencias se encuentra más que saturado y nuestro horizonte vital se acorta de forma que cada vez merece menos la pena proyectar nuestros deseos hacia un tiempo que ya posiblemente no vendrá. ¡Tanto que recordar y tan poco espacio ya para planificar! Por eso, a partir de cierta edad, los seres humanos pasamos muchos instantes al día concentrados en nuestros recuerdos, revisando lo que hicimos, pensando en las personas con las que nos relacionamos o en los hechos que nos tocó vivir.
En mi caso se puede decir que estoy aún en una situación intermedia. Too old to rock&roll, too young to die, diríamos parafraseando la vieja canción de Jethro Tull. Tengo el habitáculo de la memoria lo suficientemente lleno, pero aún no soy tan viejo como para no elaborar proyectos para el futuro que me reste por vivir. Pero sí, ya voy observando esa tendencia a la concentración retrospectiva, ese poder seductor del recuerdo. Deberemos permanecer vigilantes ante él, siendo conscientes de que esa peculiar función evocadora tiene algunos caracteres engañosos. Habrá que desconfiar de su carácter creativo, de esa facultad que hace que recordemos las cosas de forma diferente a como realmente sucedieron. ¡O no! Quizá sea este poder transformador un cierto mecanismo de defensa para protegernos de alguna de nuestras acciones con la que nos sentimos menos cómodos, algo que nos ayuda a soportarnos mejor a nosotros mismos.
La memoria es una función excepcional de los humanos. Me atrevería a decir que es el elemento crucial que nos define como especie, aquel cuya adquisición contribuyó más que ningún otro a hacernos pasar la frontera de la animalidad. La capacidad de almacenar hechos, de forma consciente o inconsciente, es la base sobre la que construimos los cimientos de nuestra personalidad, una herramienta crucial para nuestra supervivencia y un bálsamo sedante cuando se acerca la hora de acompañar a la parca. La memoria nos proporciona abrazos cuando no los tenemos en la realidad, nos permite tratar con las personas que quisimos y que ya no están presentes para consolarnos, nos acerca a la dicha si carecemos de ella… Y, además, está llena de misterios, de extravagantes modos de asaltarnos de forma inesperada. Sin ir más lejos, no hará más de un par de años que en un sueño recordé por completo una canción infantil de mi pueblo que haría alrededor de cincuenta años que no oía. Cuando me desperté podía recordarla en su totalidad sin ninguna vacilación:
El gallo de Tranquillas la tapia saltó.
Por picarle a la parra Paquita lo mató,
Paquita lo mató, ¡qué penita y qué dolor!
Las tripas y el mondongo a otro corral echó.
Y como soy de no desperdiciar las cosas, ese recuerdo me sirvió para escribir un cuento que se centraba en aquellos lugares que los arcanos de la memoria habían puesto a mi disposición con tan poco esfuerzo.
Y ahora llevo unas semanas intentado cultivar también algunos recuerdos cinematográficos o literarios de la infancia. Entre los primeros Taras Bulba, Joaquin Murrieta, Tambores lejanos, El oro de MacKenna, Raíces profundas… Entre los segundos, casi puedo ver aunque ya no sé donde estarán aquellos libros de Bruguera, La venganza de Winnetou de Karl May o El último Mohicano de Fenimore Cooper. Películas que pude ver o libros que pude leer allá entre mis ocho y doce años y de los que guardo un recuerdo agradecido. Agradecido porque sus imágenes y sus palabras me traen a la mente momentos disfrutados con infantil emoción. Y en estos depresivos momentos grupales que vivimos, nada mejor que recordar escenas felices para sustraernos de la infernal cadena de malas noticias que nos acosa y se acrecienta a diario.