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Vidueña

Solo me quedan unas pocas horas antes de morir. Por ello escribo estas palabras llena de miedo aunque no de expectación. Sé lo que va a pasar. No tengo dudas de lo que pasará. Pero me asusta. Estoy sola y no tengo ganas de buscar a alguna persona para tener una última charla con ella. Prefiero dejar las palabras sobre el papel. Ya las leerá alguien. Quizá alguno de esos muchos vecinos que no han querido siquiera percatarse de que yo ahora vivía aquí, en Piedrasnegras, en este pueblo que un día concebí ilusionada como mi futuro hogar y que ahora va a acoger mi último aliento. Pero hagamos bien las cosas. Pongamos orden, ya que racionalidad no se puede. Me llamo Marta y vivo en una casa con nombre. Se llama Vidueña y está en Piedrasnegras.

Estoy aquí desde hace algo más de un año. Tengo cuarenta y seis años y he dedicado mi vida a la investigación histórica. Lo que se dice una rata de biblioteca. Nunca he sido más feliz que sentada en la zona de investigadores o en la gran sala de lectura de la Biblioteca Nacional. Buscando y buscando en los hechos y la vida de los demás. Quizá por el recuerdo de mi abuelo, siempre me atrajo la historia de España en aquel duro y penoso siglo XX. Me centré en la guerra de Marruecos. Hice mi tesis sobre Abd el-Krim, el caudillo rifeño que trajo en jaque al ejército español en la década de los veinte. Fui profesora en Madrid durante quince años. Nunca tuve una pareja estable, ni hijos. Solo algunos escarceos puntuales que no duraban más que unos pocos meses. Creo que pocos hombres me han aguantado. He estado siempre demasiado ensimismada en mi trabajo. No he dejado espacio para mucho más.

Pero bueno, esto es historia y ya sirve de poco. Es como si todo ello perteneciera a la parte racional de la existencia. Y eso se desmoronó ya hace unos meses. Se vino abajo con mi huida de Madrid. Estaba harta de las prisas, los atascos, la contaminación, las multitudes… Todo me agobiaba. El frío del invierno, el calor de verano, las primaveras y los otoños tan cortos, la soledad. La soledad entre la multitud. Pensé que esto podría ser una salida. En mi departamento de la universidad tenía la oportunidad de trabajar con grupos a través de internet a la vez que sacaba adelante un proyecto de investigación. No me lo pensé mucho. Encontré esta casa en un lugar perdido de la sierra de Cadiz. Siempre me atrajo el sur. Y era la oportunidad de encontrar mi lugar en el mundo. Cuando empecé a buscar por Internet me daba igual el sitio. Solo tenía una idea particular de la casa que quería y el tipo de pueblo. Fijé la comarca de la Sierra de Cádiz como lugar de búsqueda y el resto vino solo. No tardé en encontrar esta casa en Piedrasnegras, un pueblo pequeño con poco más de tres mil habitantes. Y una casa espectacular, Vidueña, en las afueras, pero a muy poca distancia del centro. Tenía mi jardín, una gran cocina, unas vistas espectaculares a la sierra. Desde el primer momento pensé que aquello iba a ser mi paraíso. Pero ha sido mi infierno.

Alquilé la casa de inmediato, arreglé los papeles en la facultad y en algo menos de un mes desde que tomé mi decisión estaba viviendo aquí. La mudanza no fue muy compleja. Solo necesitaba mis libros, mi ordenador y mi ropa. Hice unas pocas cajas y un servicio de mensajería las dejó en la puerta poco después de que yo hubiese aparcado mi coche en la puerta. Los primeros días fueron espectaculares. Coloqué mis cosas, monté y conecté mi ordenador, hice mis primeras compras… Estábamos en primavera y el tiempo era muy bueno. Pasaba muchas horas en el jardín oyendo música o simplemente concentrándome en los sonidos del silencio. Era zona de aves. Anidaban en un humedal cercano y no era inusual verlas volar en bandadas sobre el jardín y oír sus espectaculares trinos. Me acostumbré pronto a que los únicos sonidos perturbadores eran los ladridos de los perros en las casas cercanas o el de algún gallo madrugador. Fui feliz durante esos primeros días.

Pero los humanos buscamos a los humanos para que nuestra existencia sea completa. Al principio pensé que la presencia de una forastera en un pueblo tan pequeño levantaría expectación. Que enseguida entablaría relaciones con mis vecinos, que en poco tiempo me vería rodeada de personas cercanas, de gente de verdad y no de esa multitud impersonal que me rodeaba en Madrid. Cuando iba a comprar el pan intentaba hablar con la chica de la panadería, igual en el supermercado. Cuando paseaba saludaba a todo el mundo, situación algo inusitada para mi. Enseguida me acostumbré. Pero no tardé en percatarme de que aparte del «Buenos días», «Buenas tardes», «Hasta luego»… no había nada más. Me di cuenta de que no le interesaba a nadie. Casi nadie me preguntó qué hacía en Vidueña, por qué cambié la ciudad por este lugar recóndito de la sierra. Parecía que ni yo ni mi historia levantábamos la curiosidad de ninguna persona. Recuerdo que por aquel entonces estaba leyendo Obabakoak una colección de cuentos de Bernardo Atxaga y entre ellos había uno, Nueve palabras de honor del pueblo de Villamediana, donde se narra la historia de alguien que se muda a un pueblo seducido «por esa suerte de espejismo que siempre acompaña al cambio de domicilio». El protagonista vive con asombro y preocupación la soledad en la que se ve envuelto:

«Mis primeros paseos por el pueblo no mejoraron aquella primera impresión. Las calles estaban siempre vacías, sin nadie con quien hablar, y el silencio que las envolvía me hacía retroceder en el tiempo y enfrentarme de nuevo a una de mis pesadillas infantiles, pesadilla de niño abandonado en una ciudad muerta.»

Y así fue pasando el tiempo. A aquella primera feliz primavera la sustituyó un menos feliz verano en el que ya iba siendo consciente de que solo la soledad iba a ser mi compañera. Al principio fui muy productiva en lo mío, pero con el tiempo todo comenzó a afectarme. Me costaba concentrarme y no avanzaba en la investigación. Por lo menos seguía la rutina de las tutorías online con los alumnos. Supongo que eso contribuyó a que no me despidieran.

* * * * * *

Con la llegada de un otoño lluvioso la crisis se agravó. Los días más cortos y la falta de luz impactaban aún más en mi estado de ánimo. Sinceramente comencé a pensar si no estaría cayendo en un proceso depresivo. Fue entonces cuando me planteé quedarme con un cachorro de una camada que acababa de tener la perra de un vecino cercano. Era una pequeña galga de color negro y porte totalmente estilizado. Le puse Minerva como nombre. Y realmente hacía honor a la belleza, la fortaleza y la prudencia que fueron atributos de la antigua diosa.

Minerva alegró mis días. Revoltosa y juguetona, como todos los cachorros, vino a sustituir, en lo que a mí se refería, el contacto que me faltaba con los humanos. Seguí con expectación el curso de sus días. Para mi era como si estuviera cuidando a una hija y ella era más que agradecida conmigo. Me rodeaba continuamente con sus zalamerías, saltaba de alegría ante cualquier muestra de afecto que pudiera darle. Los psicólogos hacen un tipo de tratamiento antidepresivo basado en el contacto con animales. Y, desde luego, en mi caso fue la mejor medicina. Lo único malo es que conforme Minerva iba creciendo el invierno se echó encima, un invierno frío y lluvioso como pocos. De este modo nuestra vida discurría casi siempre dentro de casa. Solo en escasas ocasiones salíamos a pasear. Y hasta para eso Minerva fue milagrosa. Los vecinos de Piedrasnegras eran muy aficionados a los perros y quizá por verme en una posición similar a la suya algunos comenzaron a relacionarse algo más conmigo. Supuse que a pesar de haber pensado yo que a nadie le interesaba ni quién era ni qué hacía, probablemente no fuera así sino que, simplemente, les intimidaba la profesora universitaria que estaba llevando a cabo una investigación. Ahora teníamos algo en común, nuestros perros y de ellos podíamos hablar. Eran un puente que permitía saltar a otros temas.

Por ello, en esos escasos días del invierno en que pudimos pasear por el pueblo, Minerva y yo hicimos ya algún amigo con el que compartimos algunos minutos de paseo e incluso nos invitó a tomar café en su casa. Se trataba de Marcos, un agricultor jubilado que ahora ya dedicaba su tiempo solo a sus perros y a la artesanía de la madera, actividad en la que era un auténtico maestro. Hacía años que había enviudado y los hijos, poco amantes de la agricultura, habían emigrado del pueblo. La cuestión es que Marcos vivía solo, con la única compañía de un hermoso mastín que siempre le acompañaba. Si paseaba, el perro le seguía dócilmente y si estaba por su casa, se hallaba siempre a pocos metros de él tumbado en el suelo y con la atención puesta en que su amo se moviera en cualquier dirección para seguir sus pasos. Mucho más tranquilo que Minerva, mi galga lo enloquecía. Lo molestaba, juguetona como era, y el animal más grande y fuerte terminaba intimidándola con un par de fuertes ladridos con los que consumía todas sus energías pero eran suficientes para que Minerva se tumbara apocada a su lado, quedándose quieta por unos minutos hasta que aburrida volvía a comenzar con el asedio y la historia volvía a repetirse. Así pasamos más de una tarde, en casa de Marcos, nosotros charlando mientras los dos perros repetían su continuo ritual.

La verdad es que mi conversación poco podía interesar a Marcos. Pero la suya era para mí más que gratificante. Las tardes que pasaba en su casa suponían un remanso de paz, una experiencia que rozaba lo místico. Él tallaba la pieza de madera en la que estuviera trabajando y, mientras, me hablaba de los temas perennes de su conversación, su saber agrario, las cosas del pueblo, los secretos de la talla de madera. Era un maestro en distinguir la valía de cada árbol para crear una cosa u otra. Encinas, olivos, chopos, pinos, olmos, sauces… en sus manos se convertían en tierna arcilla para modelar mundos imaginarios poblados de piezas mecánicas, de herramientas, de reproducciones de animales, de miniaturas de cosas. Le encantaba pasar las tardes contándome los secretos de la talla de cada clase de madera. Como si yo pudiera ser una alumna continuadora de su obra. Pero yo solo podía oírlo. Siempre he sido absolutamente incapaz de hacer nada con las manos. Llegué al extremo de suspender alguna vez de niña la asignatura de manualidades. Un desastre. Y no tenía sentido que yo le hablara de otros temas de cariz más intelectual, el único caldo de cultivo donde mi conversación podía sobrevivir. No tenía sentido porque él no tenía el menor interés en esos asuntos y en cuanto me oía unos minutos en seguida me cortaba con algún «oye, sabes como ablandar la madera de encina para poder aplicarle la gubia» u otra similar. Con el paso de los días lo dejé por imposible. Él hablaba y tallaba, los perros hacían su teatrillo diario y yo… yo solo estaba allí disfrutando de la situación, de la paz que suponía comenzar a estar encontrando lo que había ido a buscar a aquel lugar perdido de la sierra de Cádiz.

* * * * * *

La primavera nos sorprendió a todos de la noche a la mañana. El sol irradiaba más luz y un tono verde profundo llenó los campos con la salida de los primeros tallos de la siembra. La temperatura comenzó a ser más agradable. Todo invitaba a pasear y aprovechar los días para recorrer las muchas sendas rurales que bordeaban Piedrasnegras. Minerva había crecido una barbaridad y era un placer pasear con ella, sabiendo que cuando necesitara compañía humana solo tenía que pasarme a ver a Marcos, cosa que hacía al menos una vez a la semana. Él agradecía enormemente mis visitas que, normalmente, se prolongaban siempre varias horas entre cafés y alguna copa de anís, bebida a la que era muy aficionado y que terminó por resultarme también bastante grata. Muchas tardes terminaba algo achispada después de haber prolongado durante algunas horas y algunas copas de anís mi estancia en su casa mientras los perros jugaban y Marcos tallaba y hablaba.

Fue una de esas noches en las que el frío y la humedad se imponen ya al sol templado del día. Volvía a casa contenta, tirándole algún palo a Minerva para que corriera a recogerlo y me lo trajera. La iluminación nocturna del pueblo no  era mala, pero había muchas farolas estropeadas que dejaban grandes zonas de sombra. El ayuntamiento debió realizar una buena instalación en la época de las vacas gordas, pero ahora faltaba el dinero para hacer un mantenimiento decente. La cuestión es que me pareció ver una sombra moverse en una de esas zonas de oscuridad muy cerca ya de Vidueña. Apresuramos el paso y en pocos minutos estábamos en casa. Y allí vino la sorpresa. La cerradura estaba forzada y al entrar se apreciaba bastante desorden. Habían entrado a robar, quizá la sombra que había visto unos minutos antes. Revisé rápidamente todo. Afortunadamente no tenía demasiadas cosas de valor. El dinero y las tarjetas las llevaba encima así que por esa parte podía estar tranquila. Lo peor vino por la parte tecnológica. Se habían llevado la televisión y, lo peor, el ordenador. Allí estaba todo mi trabajo y me hacía un trastorno considerable. La última copia de seguridad la había hecho un par de semanas atrás así que perdí el trabajo de varios días. Por la parte económica no me preocupaba demasiado, ya que tenía la casa asegurada y me pagarían el importe de lo robado, pero el trabajo de esos últimos días me complicaba la vida. Llamé a la Guardia Civil que tenía el cuartel en un pueblo cercano. Poco podrían hacer, pero al menos me serviría para emitir la denuncia que debía facilitar al seguro.

Fue uno de los guardias quien me aconsejó que pusiera algún sistema de seguridad. Según me comentó, aunque no había muchos delitos por la zona, en las casas aisladas los robos y asaltos no eran tampoco infrecuentes. Él mismo me orientó sobre el sistema a instalar. No me recomendó las alarmas al uso. Parece que los ladrones las conocían demasiado bien y tenían pocos problemas para desactivarlas. En cambio, los sistemas de cámaras de seguridad eran simples, baratos; no tenían cuota mensual y solían intimidar a los cacos de forma que si veían ya un sistema instalado simplemente optaban por pasar de esa casa y elegir otra que no lo tuviera. Él mismo me dio el nombre de una tienda de electrónica en Arcos, el pueblo cercano más grande.

La verdad es que el incidente me dio miedo. Al día siguiente lo comenté con Marcos. Me dijo que lo preocupante no es que te roben estando fuera de casa sino que lo hagan estando tú dentro con el riesgo que ello supone. A pesar de que él vivía solo, el asunto no le preocupaba. Tenía su escopeta de caza cargada y siempre a mano. Además, por supuesto, de sus muchas herramientas agrícolas o para el trato de la madera. Con alguna de ellas no parecía muy difícil romperle la cabeza a cualquiera que intentara romper la paz de su casa. Pero, con su tono de hombre protector, no pudo menos de decir que «una mujer como yo no podía tener esos mismos sistemas de protección», así que, aunque no entendía mucho de tecnología, le pareció bien el consejo del guardia.

Así, pues, con el beneplácito de mi protector al día siguiente cogí el coche y me fui para Arcos.

El pueblo no es demasiado fácil para conducir en él quienes no lo conocen, así que aparqué nada más entrar y paseé hasta la dirección que me habían dado donde estaba la empresa que el guardia me había indicado. Se trataba de un local comercial poco identificable con su objetivo comercial. Un pequeño cartel dorado en uno de los laterales indicaba el nombre: «Sistemas de video seguridad». LLamé al timbre (por cierto, un video portero) y tras la correspondiente inspección de la cámara sonó un leve chasquido que me indicó que la puerta se había abierto. La empujé y pasé dentro. Se trataba de un local atestado de cajas, cables y montones de chismes electrónicos. Un joven con una cazadora que llevaba en su espalda el logo de la empresa me atendió de inmediato. Le expliqué lo que me había pasado y el  tipo de sistema al que me había orientado la Guardia Civil.

En unos pocos minutos todo estaba concretado. El joven técnico me preguntó sobre las entradas y estancias de la casa y finalmente me recomendó instalar tres cámaras, una para la puerta principal, otra que mostrara el patio y una tercera con un buen angular que enfocara hacia el hall distribuidor y la escalera. De este modo podía cubrir prácticamente cualquier acceso fuera desde la entrada o saltando por el patio, así como cualquier movimiento interior. El sistema lo iba a controlar a través del ordenador o del móvil así que en todo momento podría estar vigilante sobre lo que sucedía en los accesos o dentro de mi casa.

Le acepté el presupuesto y quedó en pasarse a la semana siguiente para instalarlo. Todo fue muy profesional. Al martes siguiente, Juan, que así se llamaba el joven, estaba llamando a mi casa a las 10 de la mañana. Cableó toda la instalación, instaló las cámaras y protegió las exteriores con carcasas adecuadas para que no pudieran ser dañadas fácilmente. Luego instaló también el software en el ordenador y en el móvil y me enseñó a usarlos. Antes de la hora de comer había terminado. Le pagué y se despidió con el consabido «si tiene alguna duda o algún problema no tiene más que llamarme».

Sinceramente, no esperaba encontrarme gente tan eficiente. Siempre pensé que cambiar Madrid por una zona rural también suponía perder la profesionalidad en este tipo de servicios, pero la instalación de mis cámaras me estaba haciendo cambiar de opinión. Aquí había ladrones igual que en Madrid, policías con parecida experiencia y técnicos bien cualificados y serviciales.

La verdad es que nunca fui demasiado aprensiva. Casi ni recuerdo terrores nocturnos de niña. De adulta creo que era la única de mi grupo de amigos que cuando íbamos a ver una película de terror después dormía a pierna suelta. Por tanto, lo que había sucedido no me daba un miedo especial. Quizá fue el atractivo por lo tecnológico, pero la verdad es que en los días que siguieron a la instalación me acostumbré a revisar continuamente, desde el móvil o el ordenador, lo que las cámaras mostraban. El sistema me permitía incluso moverlas para cubrir cualquier ángulo de visión y así me convertí en una cotilla implacable. Pasaba mucho tiempo visualizando sobre todo lo que la cámara de la calle me mostraba. A veces, cuando pasaba un vecino la movía para seguir sus pasos. Como cuando rotaba el sistema exterior hacía un pequeño ruido, algunos se percataban y miraban a la cámara observando como seguía sus movimientos. Torcían el gesto, pero nada más. Yo disfrutaba atormentándolos, vengándome quizá del poco caso que me habían hecho desde mi llegada al pueblo.

Así pasó algún tiempo. Yo jugando con mis cámaras, la primavera avanzando, Minerva creciendo, Marcos tallando, bebiendo anís y hablando sin parar y yo relajándome. Incluso había conseguido poner algo de velocidad de crucero a mi investigación. Me olvidé del incidente del robo y conseguí que pocas cosas me perturbaran. Estaba logrando la felicidad de la inconsciencia.

* * * * * *

Pero los estados felices son efímeros en la vida de las personas. Así llegamos a aquella noche en que volvía de casa de Marcos y vi de nuevo una sombra que aparentaba moverse en la escasez de luz de las farolas sin bombilla. Me temí de nuevo lo peor, Llegamos corriendo Minerva y yo a casa, pero todo estaba bien. La puerta cerrada, las cosas en orden…

Lógicamente saqué con urgencia el móvil para ver lo que las cámaras había grabado. Rebobiné pero no observé nada anómalo. Miré y remiré la hora anterior de filmaciones y solo se veía la calma de la noche. Nadie había pasado por la zona y nada se había movido dentro de casa.

Fue entonces cuando me di cuenta. Un pequeño detalle intrascendente. El sistema tenía adelantadas seis horas. Debían ser las once de la noche y en el visor que me mostraba las imágenes de la cámara aparecía como si fueran las cinco de la madrugada. No le di más importancia. Me fui a la configuración del sistema, cambié la hora  y todo quedó en orden.

Me olvidé del asunto. Pensé que la visión de la sombra habría sido una fantasmagoría mía o quizá un auténtico vecino que pasara por la zona sin más y al que la falta de luz no me permitió asignarle una apariencia corpórea. Pero en los días siguientes, mi curiosidad terminó por llevarme a una situación de extraña agitación personal. ¿Por qué? Lo explicaré. Como siempre seguí con mi obsesión de mirar el móvil o el ordenador con las imágenes que las cámaras mostraban. Había algo que no me encajaba. No sabía muy bien qué era, pero tenía la impresión que lo visto no se correspondía con lo realmente ocurrido. Caí en esa cuenta un día que estaba mirando pasar a un paisano a través de la ventana mientras me dio por visualizar lo que la cámara del exterior mostraba. No había nada. Aquello me dejó impactada. No podía ser. ¡Había montado un costoso sistema que ahora no funcionaba! Pero el asunto no terminaba ahí. A los pocos minutos vi, a través del visor del móvil, pasar a otra persona que no estaba pasando en ese momento, ¡qué coño era esto! Mi obsesión comenzó a dispararse. Empecé a revisar todo, rebobiné horas atrás y revisé todo lo que había ido ocurriendo. Y allí llegué a la conclusión más extraña y por la que el lector de estas páginas lo más probable es que me tache de loca. Comencé a ver la noche cuando era el día y el día cuando era de noche. Eran las tres de la tarde y cuando miraba el estado actual de las cámaras mostraban imágenes como si estuviera anocheciendo. Cuando iba hacia atrás me parecía en alguna ocasión que las cámaras mostraban como ocurrido más adelante en el tiempo algo que a mi me parecía recordar como si hubiera pasado antes. ¿Qué era aquello?

Yo no creía en cuestiones sobrenaturales así que mi mente basculó en todo momento hacia buscar explicaciones tecnológicas. Pero no podía ser. El cerebro estaba a punto de rompérseme, pero la única explicación que podía encontrar es que la cámara mostraba en el momento actual lo que iba a suceder en el futuro. Imposible, ya lo sé. Pero así era.

Como investigadora universitaria no podía librarme de mi mente más o menos racional y científica, así que decidí acotar bien aquel extraño comportamiento de mi sistema de vídeo vigilancia. Me forcé a pasar a una determinada hora y rebobiné hacia atrás. El resultado siempre era el mismo, seis horas atrás las cámaras habían registrado ya lo que yo había hecho en el momento. Expresado así el sistema podía no ser demasiado perturbador. Sin embargo, había otro modo de entender aquello. Me refiero a que lo que en este momento mostraban las cámaras era lo que había ocurrido seis horas antes. ¿Cómo se podía grabar anticipadamente lo que iba a suceder en el futuro? ¿Qué extraña disfunción espacio-temporal podía causar un fenómeno tan extravagante? Pensé en llamar al técnico que realizó la instalación, pero en seguida deseché la idea. Me iba a tachar de loca y terminaría por llamar al psiquiátrico donde podría terminar ingresada contra mi voluntad. Pensé en contárselo a Marcos y recabar su sabio consejo, Pero también abandoné esa decisión como estúpida. Si el anciano hubiera dudado de mi estabilidad emocional podría perder al único amigo que tenía en Piedrasnegras.

Nunca he sido dada a creer en temas sobrenaturales. En religión me considero agnóstica si es que no atea. En cuanto a mis conocimientos científicos, estos me impelían a considerar que aquello no estaba sucediendo. Mi propia mente racional tendía más a dudar de su capacidad de conocer que a denotar de real a aquel fenómeno que me parecía estar viviendo. Pero no sé que me daba más terror, si pensar que sucedía aquello o que yo había perdido la razón. En cualquier caso intenté serenarme y someter el asunto a una investigación más profunda. Revisé todos los contenidos que pude encontrar en la web acerca de disfunciones de características similares, me empapé de la documentación técnica de la cámara, revisé cuanta documentación médica pude encontrar sobre trastornos similares. Nada. Nada que contribuyera a pasar aquello a la parte racional de la consciencia. Lo que sucedía era sencillamente extravagante. No sabía qué lo había producido, no sabía por qué sucedía, no sabía si iba a durar…

* * * * * *

Cuando conseguí tranquilizarme (y algún Lexatín me ayudó a hacerlo) me di cuenta de que, bien analizado, lo que estaba pasando podía tener algunas ventajas relevantes para mi. Por ejemplo, si miraba la cámara sobre las doce de la noche antes de irme a la cama, podía ver si a las seis de la mañana del día siguiente estaría nublado, llovería o haría buen tiempo. Pero esto tan simple no fue más que un acicate para temas algo más complejos. Así las cosas, indagué sobre hasta qué hora podía comprar lotería por internet antes de que se celebrara el sorteo. Vi que eran dos horas. Hablé con Marcos y le dije, sin explicarle las auténticas causas, que estuviera atento al sorteo de esa semana (él podía hacerlo por la radio) y que nada más saber el número ganador, lo anotara en números grandes en un folio y se pasara por mi casa mostrándolo a la cámara de la entrada. Yo estuve atenta a la cámara, seis horas antes de que eso fuera a suceder y, efectivamente, allí estaba Marcos con el número. Me conecté de inmediato a una administración que vendía a nivel electrónico y compré unos pocos décimos de dicho número. A las seis horas pude comprobar que pasaban dos cosas extraordinarias. La primera fue que, efectivamente, el número había tocado, con lo cual me había convertido en millonaria. La segunda es que a los pocos minutos Marcos pasaba por mi puerta y mostraba a la cámara el folio requerido sin saber que yo ya lo había visto seis horas antes. En ese momento salí a la calle y abracé efusivamente al viejo. Él pensó que yo había perdido la cabeza y yo tuve un momento de felicidad al ser consciente de lo que podía lograr con un sistema que me permitía ver el futuro antes de que sucediera.

Pero la verdad es que hacerse rica para alguien con tan pocas expectativas mundanas como yo, no tenía demasiada importancia. Ya tenía todo lo que necesitaba, de forma que cobré el premio y guardé el dinero en el banco. Pocas cosas más se me ocurrían hacer.

Por supuesto que Marcos intentó curiosear acerca del numerito de la lotería. Obviamente no le dije nada. Nada respecto a que lo había usado para comprar el número que él me mostró. Ni Marcos, ni nadie más en mi entorno se enteró del premio y, mucho menos, de lo que había hecho para conseguirlo.

* * * * * *

La cuestión es que el mundo siguió girando mientras yo, cada vez estaba más obsesionada con mirar el futuro a través de mis cámaras. Tanto era así que fui incluso espaciando las visitas a Marcos. Ni que decir tiene que mi investigación quedó paralizada y que, incluso, en más de una ocasión olvidé conectarme a los sistemas de tutorías por internet. El asunto iba tomando tal cariz que mi jefe de departamento me llamó para preguntarme si me pasaba algo y, en tono ya algo menos amistoso, indicarme que las cosas no podían seguir así. Debía dar ritmo a mi trabajo o la universidad daría por terminada la situación que me permitía ejercer en la distancia.

En la reflexión de estos últimos minutos de vida no sé cómo pude tener la tranquilidad suficiente para pasar esas semanas tan críticas desde que me percaté de lo que sucedía con mi sistema de videovigilancia. Parece como si ahora, en la calma que te da la certeza de la muerte cercana, el cerebro se hubiera despertado y comenzara a plantearse los interrogantes que mi estado de obnubilación previa parecía querer ignorar. ¿Cómo es posible que esto esté sucediendo? ¿Es un sueño, acaso, del que voy a despertar pronto? ¿Es que existe una racionalidad diferente a la que siglos de ciencia ha tratado de entender y explicar? ¿Si el futuro puede predecirse, qué le resta a la libertad humana? ¿Qué va a pasar cuando Caronte me conduzca a la otra orilla del Leteo? ¿Habrá algo más allá o todo terminará con los últimos coletazos de vida cerebral?

Preguntas, preguntas, preguntas… y muy pocas respuestas.

En fin, queda poco tiempo y ha llegado el momento de que explique al lector de estas líneas por qué resalto el hecho de que voy a morir en unos momentos. Es sencillo y supongo que ya quien esto esté leyendo lo habrá deducido. He visto mi muerte en la cámara. La vi, hace ya algo más de cinco horas, por lo que deduzco que solo me quedan algunos minutos de vida.

La cámara me mostró como alguien entrará en mi casa, dentro de poco. Quizá con deseos de robar. Descubrirá que yo estoy dentro, me enfrentaré a él y me disparará. Sé que moriré porque he visto a mi asesino a través de la cámara comprobar como mi pulso había desaparecido y continuar impávido su rutina de robo. Se llevará mi ordenador y mi bolso, revolverá los cajones. No encontrará mucho más de utilidad y saldrá por la puerta dejando mi cadáver sobre el suelo.

Alguno pensará que debería haberme opuesto al hecho. Haberme ido de casa, haber avisado a la Guardia Civil. No tengo fuerza para hacerlo. En estas semanas me ha entrado la convicción de que todo está escrito, que la libertad no existe y que, por lo tanto, sería inútil oponerse a lo que ha de suceder. Siento perturbar la vida de quien esto lea y de aquellos que posteriormente deban enfrentarse al hecho de integrar una anomalía espacio-temporal como esta que aquí está ocurriendo. Adios.

 

 

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